La hora del debate

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El crecimiento del narcotráfico y otras consecuencias de las políticas de criminalización obligan a revisar la prohibición del consumo de marihuana. La experiencia de Uruguay.

 

Desde que en 1973 el presidente norteamericano Richard Nixon les declaró la guerra, las drogas concentraron un conjunto de significados fuertemente negativos y fueron asociadas con oscuros temores y preocupaciones colectivas. El proceso, en realidad, remitía a principios del siglo XX, cuando se establecieron las bases de las leyes actualmente vigentes, y afectó sobre todo a los eslabones más débiles de la cadena. El crecimiento mundial del narcotráfico y el desarrollo de organizaciones criminales resultan hoy el ejemplo más elocuente del fracaso de esas políticas basadas en la prohibición y en la criminalización indiscriminada. Y explican, a la vez, la búsqueda por parte de distintos gobiernos y los pronunciamientos de personalidades y ex presidentes en procura de nuevos criterios para afrontar la cuestión de las drogas y de sus usos y, en particular, del consumo de marihuana.
Una reciente declaración de la Comisión Global de Política sobre Drogas destacó en ese sentido la necesidad de adoptar «un régimen de control de drogas mundial, nuevo y mejorado, que proteja la salud y la seguridad de las personas». El organismo, integrado por dirigentes políticos y personalidades de la cultura de todo el mundo, puntualizó que «las medidas basadas en ideologías represivas deben ser sustituidas por políticas más humanas y eficaces a partir de evidencias científicas, principios de salud pública y respeto a los derechos humanos». Uno de sus miembros, Ernesto Zedillo, ex presidente de México, consideró «crucial» la despenalización del consumo de marihuana y abogó por «reformas globales que regulen el suministro de drogas con criterios médicos rigurosos».
La declaración no fue un hecho aislado sino que se articula con otras manifestaciones e iniciativas en curso. En diciembre de 2013, Uruguay aprobó una ley para regular la producción, distribución y venta de marihuana, que permitirá el cultivo doméstico de hasta 6 plantas de cannabis a los mayores de 18 años, el cultivo en clubes ad hoc con un máximo de 99 plantas y la venta en farmacias autorizadas de hasta 40 gramos al mes para cada comprador, previa inscripción en un registro obligatorio. Sin embargo, pocos días después de asumir, el flamante presidente Tabaré Vázquez decidió aplazar sin fecha la implementación de la norma.
En tanto, entre 2011 y 2012 se presentaron varios proyectos de despenalización del consumo de marihuana en la Cámara de Diputados de la Nación y en la Cámara de Senadores. Pese a la coincidencia de distintos sectores políticos en los aspectos básicos, el debate quedó en suspenso y las intenciones no se concretaron. «Se pensó que no era el momento más adecuado para tratar un tema como este, muy controvertido, que podía complicar un panorama que en ese momento se presentaba difícil para el Gobierno», señala Adriana Rossi, investigadora y especialista en la temática política y social del narcotráfico. Además de los factores coyunturales, sondeos de opinión como los realizados incluso en Uruguay, que registran una oposición significativa de la población a la nueva ley y revelan las aprensiones que provocan aún las drogas, y las declaraciones de líderes de la Iglesia Católica y del propio papa Francisco a favor de mantener la prohibición del consumo, son indicadores de un cuadro de situación particularmente complejo.

 

La necesidad de un cambio
En 2012 Rossi participó, a propuesta del gobierno de Uruguay, en un ciclo de reuniones convocadas en Santiago de Chile por la Organización de Estados Americanos para debatir perspectivas en torno a la legislación sobre drogas. «La idea era y es cambiar el paradigma de la política de drogas porque evidentemente el actual no funciona –señala–. Los muertos, los desplazados, las cárceles llenas de consumidores, el narcotráfico que sigue expandiéndose y ganando mercados, la aparición de nuevas drogas y de nuevas rutas y la participación de más países lo demuestran. Los daños colaterales han sido tan grandes, y los resultados tan nulos, que se impone la necesidad de cambiar».
La fórmula «un nuevo paradigma» se reitera en los debates actuales. Pero definir esa expresión no es tan fácil como parece. «Hay posiciones todavía muy encontradas –agrega Rossi, nacida en Italia y residente en la Argentina, donde ha desarrollado una destacada trayectoria en el ámbito académico y en particular en el estudio de la geopolítica del narcotráfico–. La marihuana está en todas las sociedades, ya no aparece demonizada como en los años 50, cuando en los Estados Unidos la llamaban la hierba del diablo. La posición sobre la marihuana es más fácil de sostener; en cambio, cuando se habla de la cocaína hay más resquemores».

Pioneros. En 2013 Uruguay aprobó
una ley que regula la producción y
distribución. (Martin Barzilai)

La prohibición del consumo de drogas provocó, entre otras consecuencias, la penalización del uso tradicional de sustancias, como la hoja de coca en amplias comunidades de Bolivia y Perú. En marzo de 2009, durante su intervención frente al Comité de Drogas de las Naciones Unidas, el presidente Evo Morales mascó hojas de coca y pidió poner fin a ese «error histórico» que desconocía los valores ancestrales de una planta que «representa la cultura de los pueblos indígenas de la región andina» y su resistencia contra los conquistadores blancos.
«La hoja de coca fue sacada del listado de sustancias prohibidas. Fue un éxito del gobierno de Bolivia», apunta Rossi. En esa dirección, «la intención es avanzar de a poco para llegar en algún momento a eliminar esta prohibición que en vez de ayudar a contener el consumo lo que hizo fue disparar una serie de fenómenos como son la constitución de las organizaciones criminales, la violencia aparejada a la existencia de un mercado ilegal y el juego de grandes intereses que están detrás y que conciernen a capitales que se expanden y se introducen en la trama financiera y económica de muchos países».

 

En perspectiva histórica
La Conferencia de Shangai contra el Opio, en 1909, fue el primer paso en la elaboración de un conjunto de normas dedicadas a controlar el uso de las drogas. Las bases del actual régimen de prohibición quedaron sentadas en 1961, con el Convenio Único sobre Estupefacientes de Naciones Unidas, que incluyó una lista de drogas prohibidas. La Argentina adhirió dos años después al tratado. «Allí es donde se prohíbe claramente el cultivo, la producción, el consumo y el comercio de la marihuana en el país, que a diferencia por ejemplo de Brasil y México presenta hacia esa fecha un número de consumidores muy reducido. Esa es una lógica propia de las políticas de drogas: si se registra mucho consumo, se justifican las acciones muy represivas sobre las libertades individuales; si hay poco consumo, esas mismas políticas se justifican para supuestamente prevenir el avance del consumo», observa la socióloga Victoria Sánchez Sotelo.

Mala hierba. «Bosque» de marihuana
descubierto tras un operativo.
(AFP/Dachary)

Los acuerdos, profundizados por otras conferencias en 1971 y 1988, «se basan en que la mayor parte de los países del mundo adoptaron políticas destinadas a eliminar la producción y el consumo de drogas, incluida la marihuana, a través de la intervención de los aparatos penales del Estado; su aprobación ratificó el indudable liderazgo de Estados Unidos en el movimiento jurídico internacional en materia de drogas», dice Sánchez Sotelo, asimismo becaria del Conicet y con un máster en Empleo y Política Social en la Universidad Autónoma de Barcelona.
En la Argentina, la sanción de la ley 11.309, impulsada por el diputado radical Leopoldo Bard, reguló en 1924 la importación, el comercio y las prácticas médicas con sustancias; en 1926, también por iniciativa de Bard, se sancionó la ley 11.331 que castigaba la tenencia de sustancias.
Si la venta y el consumo de sustancias prohibidas fueron durante décadas insignificantes en términos de volumen y ocasionalmente visibles en el plano social, a mediados de los años 60 los consumidores comenzaron a ser objeto de una creciente estigmatización. «En la Argentina, como en otros países latinoamericanos, los grupos políticos de derecha instalaron la imagen del consumidor-subversivo que atenta contra la seguridad nacional a partir del uso de sustancias por parte de jóvenes políticamente críticos y peligrosos», agrega Sánchez Sotelo.
En ese marco, «en 1974 la ley 20.771 penalizó la tenencia de drogas, aunque fuera para uso personal y en nombre de la protección de la sociedad. Esta medida podía parecer desproporcionada, si se toma en cuenta la poca extensión del consumo de sustancias en ese momento, pero resulta coherente con la ley 20.840 votada en simultáneo y tendiente a reprimir las actividades llamadas subversivas en todas sus manifestaciones: la droga comenzará a ser entonces la puerta de entrada para intervenir en la vida privada de la población».
A partir de la última dictadura militar se consolidó un estereotipo del consumidor de drogas. Según Sánchez Sotelo, «la estrategia de identificación de zonas de riesgo y grupos vulnerables, fuertemente apoyada por campañas mediáticas, asoció cada episodio delictivo a la pobreza y a las drogas mientras quedaban afuera de la mirada pública otros perfiles y ámbitos de consumo como los de la clase media».

 

Mirada binaria
Desde la década de 1980 «se habilita un discurso que distingue entre adictos-enfermos y traficantes-delincuentes, que rompe la mirada binaria que se construye desde comienzos del siglo XX, donde el consumidor es un delincuente y no consumir es ser un sujeto moral». No obstante, «si bien se impulsaron una diversidad de estrategias asistenciales y preventivas, en esa perspectiva solo se reconoce el espectro de consumo que resulta patológico, sin distinguir matices intermedios».
Otro aspecto que puntualiza Sánchez Sotelo es que «desde los 80 en los lugares de ocio nocturno la oferta de sustancias se diversifica, se mezclan estéticas foráneas y locales, y el consumo es mencionado en numerosos espacios culturales entrelazados con el espíritu de apertura democrática». Esa difusión social «es el comienzo de un proceso de normalización de las drogas, entendido como el incremento del consumo en diversos sectores y la aceptación cultural por parte de la clase media urbana, aun en el contexto de penalización de la tenencia».
En la presidencia de Carlos Menem se sancionó sin embargo la ley 23.737, que endureció las penas, incorporó la figura de tenencia simple y estableció una pena de un mes a dos años de prisión para la tenencia de uso personal. La atención pública de las adicciones quedó en una encrucijada ante una normativa para la cual los consumidores eran criminales, en el ámbito jurídico, y a la vez enfermos, en términos de la salud. También entonces fue creada la Secretaría de Programación de la Drogadicción y Lucha contra el Narcotráfrico (Sedronar), lo cual, dice Sánchez Sotelo, «supuso la concentración en un solo organismo de todas las tareas relativas al control de oferta y demanda, prevención y asistencia, todas acciones con un fuerte componente policial».
Otra objeción a las políticas que castigan penalmente la tenencia de sustancias es que contribuyeron a alejar a los usuarios del sistema de salud que no distinguen al consumidor ocasional o recreativo del adicto. «La despenalización no significa droga libre ni que se pueda comprar droga en el supermercado –advierte Rossi–. Hay que ver qué medidas se toman para tener un mínimo de control y sobre todo para no llevar a la cárcel a la persona que necesita otro tipo de ayuda».
Así, «despenalizar el consumo de marihuana puede ayudar en el sentido de que muchos jóvenes que tienen problemas de adicciones no se acercan a los centros de salud por miedo a ser denunciados. La prohibición del uso de las sustancias hace que los jóvenes no acudan a esos servicios que deberían ser ofrecidos desde el Estado para contenerlos y ayudarlos; a veces ellos sienten que necesitan ayuda pero desconfían, y con razón».
La ley de marihuana de Uruguay, país donde nunca se penalizó la tenencia para el consumo, «es un experimento sobre el que están puestos los ojos de toda América Latina», dice Rossi, pero es prematuro evaluar si puede constituir un modelo cuando aún no se aplicó y «probablemente el nuevo gobierno de Tabaré Vázquez sea más restrictivo, aunque no se va a desandar el camino». Para Sánchez Sotelo, la experiencia puede ser una buena oportunidad para aprender, pero debe darse un debate más profundo en la sociedad civil, en la cual los consumidores tienen mucho para decir y no tanto los médicos y los abogados».

Buenos Aires. Todos los años, manifestantes independientes y organizaciones marchan de Plaza de Mayo al Congreso para exigir la despenalización del autocultivo. (Sandra Rojo)

En el caso de la marihuana industrial, la ley uruguaya prevé que estará bajo la órbita del Ministerio de Agricultura y Pesca mientras que el Instituto de Regulación y Control del Cannabis controlará los usos recreativos y medicinales de la sustancia.
«Despenalizar el consumo tampoco significa que se legalizan las drogas; pero si el circuito de la distribución y la producción sigue siendo penalizado, se produce una especie de contradicción –apunta Rossi–. Mientras el circuito sea ilegal va a haber narcotráfico y la violencia aparejada a este tipo de mercados. Las organizaciones van a seguir existiendo porque el negocio es redondo y un mercado ilícito da mayor rentabilidad que un mercado legal».

 

Agenda abierta
Sánchez Sotelo sostiene que desde 2008, y en particular con la aprobación de la Ley Nacional de Salud Mental y Adicciones, en 2010, hay un nuevo consenso en torno a la atención de los consumos problemáticos de drogas, orientado hacia el resguardo de los derechos humanos. «Aun así quedan en una nebulosa los consumos de drogas que no han devenido en adicción, como es el caso de muchos consumidores de marihuana. Ese grupo de consumidores o se declara adicto o va preso», dice.
El fallo Arriola, como se conoce a un pronunciamiento de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, sentó en 2009 un hito para la discusión actual. Los magistrados dictaminaron por unanimidad contra la ley 23.273, por violatoria del artículo 19 de la Constitución Nacional, específicamente en lo relacionado con la tenencia para consumo personal cuando no implique un peligro concreto para terceros. Del mismo fallo se desprende que tampoco pueden punirse la conducta de cultivo para uso personal y el consumo compartido, mientras no se afecte de modo concreto la salud de terceros, ni esgrimirse razones de tipo moral para incriminar tales conductas.
«Una ley de drogas no puede ser la única herramienta con que cuente un Estado democrático para hacer frente el incremento del consumo de las mismas –sostuvo el juez Martín Vázquez Acuña en un análisis del fallo Arriola–. El Estado debe posibilitar el acceso a la salud a todos aquellos que necesiten intervenciones de prevención y asistencia. No se han generado aún los recursos necesarios ni se han dado respuestas eficientes para hacer frente a esta problemática». A la vez, «las medidas de seguridad que inducen al consumidor a un tratamiento compulsivo, a cambio de no ser sancionado penalmente, deben ser excluidas de la ley penal de drogas, ya que afectan al principio de autonomía y colisionan con las leyes de Salud Mental y del Derecho del Paciente, pues todo tratamiento debe ser voluntario».
En una perspectiva más amplia, Juan Gabriel Tokatlian e Iván Briscoe señalaron en Drogas y prohibición, un volumen que reúne ensayos de especialistas de todo el continente, el camino sin salida en que se encuentra el prohibicionismo impulsado por Estados Unidos y asimilado en el resto del mundo: se trata de un régimen que adolece de falta de legitimidad, porque los países no suscriben plenamente las reglas de juego; de credibilidad, ya que las estrategias y tácticas resultan ineficaces para lograr los objetivos propuestos; y de simetría, dado que los costos y los beneficios del régimen no se reparten de modo equitativo. La implementación de la guerra contra las drogas, agregan los expertos, llevó entre otras consecuencias a la criminalización de toda la cadena interna ligada al negocio y el rechazo a cualquier iniciativa en pro de la legalización.
La Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, creada en 2009 por los ex presidentes Fernando Henrique Cardoso, de Brasil; César Gaviria, de Colombia; y Ernesto Zedillo, de México, cuestionó en el mismo sentido las políticas vigentes y recomendó explorar la posibilidad de despenalizar la marihuana: «Las políticas prohibicionistas basadas en la represión de la producción y de la distribución, así como la criminalización del consumo, no han producido los resultados esperados. Estamos más lejos que nunca del objetivo de erradicación de las drogas».
El primer informe de la Comisión también señaló el aumento del crimen organizado, el crecimiento de la violencia, la corrupción de los funcionarios públicos y en particular de las fuerzas policiales y «la criminalización de la política y la politización del crimen». Recomendaron «tratar el consumo de drogas como una cuestión de salud pública; reducir el consumo mediante acciones de información y prevención; focalizar la represión sobre el crimen organizado».
Los problemas relacionados con los usos de las drogas no son una competencia de la policía ni de la Justicia. Los efectos nocivos de la marihuana son sensiblemente menores a los del alcohol y el tabaco. Pese al amplio reconocimiento de esas circunstancias, la discusión resulta todavía difícil. «Son necesarias decisiones políticas para las cuales se requiere mucho valor, porque pueden tener a buena parte de la población en contra –opina Adriana Rossi–. Hay básicamente dos tendencias: una dice que hay que solucionar el problema con nuevas ideas y la otra pide más represión. Lo que está apareciendo en muchas sociedades latinoamericanas es un descreimiento muy grande hacia todas las organizaciones estatales, sobre todo la policía y la Justicia, en el cual se iguala a toda la clase política en la corrupción. Esto es peligroso porque significa una baja institucionalidad, una dificultad de gobernar, y una democracia de baja intensidad con tendencia al autoritarismo». Sánchez Sotelo reconoce los obstáculos pero a la vez se muestra optimista: «Es un debate complejo, plagado de sentencias confusas. Hay mucho oportunismo político, pero existen actores de la sociedad civil con mucha claridad sobre hacia dónde debe orientarse la discusión y sobre qué puntos focalizarla».

Osvaldo Aguirre

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