28 de agosto de 2013
El legado del gobierno trunco de Salvador Allende y las marcas de la dictadura que lo derrocó siguen presentes en el país trasandino. Vigencia del modelo neoliberal.
De cara a la renovación presidencial, el escenario para la elección que coincide con los 40 años del golpe de Estado que terminó brutalmente con la experiencia del gobierno democrático de Salvador Allende muestra que el 11 de setiembre de 1973 sigue latente como nunca en la sociedad chilena. Y, de alguna manera, la huella trágica de aquel momento también permanece en el resto de América Latina, que alguna vez vio en el proceso que se desarrollaba en ese país un prolegómeno de lo que finalmente ocurrió en el Cono Sur.
La prueba de que ese pasado no se termina de ir es que los tres principales proyectos políticos que se enfrentarán en las presidenciales del 17 de noviembre tienen un fuerte anclaje en aquel suceso histórico. La favorita, Michelle Bachelet, es hija de Alberto Bachelet, un general de aviación constitucionalista que murió luego de una sesión de torturas en 1974. El padre de Evelyn Matthei, la representante de la derecha, integró la junta militar de la dictadura y era el jefe del centro de detención donde murió el padre de la ex presidenta. El tercero con mayores proyecciones, de acuerdo con las encuestas, es Marco Enríquez-Ominami, hijo biológico de uno de los fundadores del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), Miguel Enríquez, asesinado en 1974 por los militares. Su madre rehízo su vida junto con el dirigente socialista Carlos Ominami.
Otro factor que muestra la persistencia del pasado reciente es que el trasfondo de la lucha que se dirimirá en un par de meses es el debate entre esquemas instalados desde la dictadura militar. Chile, que mantiene los grandes lineamientos del neoliberalismo, es uno de los países más inequitativos del mundo. «De modo muy general, las cifras muestran que, en promedio, la participación de los estratos más ricos en el ingreso total del país es alrededor del doble de la participación media que se verifica en los otros 20 países de la muestra», resume un estudio presentado a principios de año por un equipo de la Universidad de Chile bajo el sugestivo título de «La parte del león: nuevas estimaciones de la participación de los súper ricos en el ingreso de Chile».
El puntal que implantó Pinochet fue la liberación total de la economía siguiendo los dictados de la Escuela de Chicago. De hecho, el impulsor de esa corriente monetarista, Milton Friedman, visitó Chile en 1975, cuando sus discípulos ocupaban los máximos cargos en el área económica del país. Un año más tarde, recibió el premio Nobel de Economía. Sus influencias no tardarían en llegar a la Gran Bretaña de Margaret Thatcher y los Estados Unidos de Ronald Reagan. Pero el primer experimento había sido Chile.
La concepción social y política de Allende fue el núcleo de lo que la dictadura militar se propuso eliminar a sangre y fuego de la agenda de los chilenos. No en vano el golpe había sido preparado desde el momento en que el médico socialista ganó las elecciones por el mismísimo secretario de Estado estadounidense, Henry Kissinger, la CIA y las grandes multinacionales, según corroboran documentos de la época desclasificados por Washington.
Autoritarismo con proyecto
Enríquez Ominami acaba de cumplir 40 años y en la última elección logró, con una nueva agrupación política, el 20% de los sufragios, resquebrajando el bipartidismo instaurado por la Constitución pinochetista. «A partir del 11 de setiembre de 1973 millones de personas fueron perseguidas y marginalizadas, expulsadas de sus trabajos, convertidas en parias sociales. Miles fueron encarcelados, exiliados, torturados, asesinados. El otrora poderoso movimiento sindical fue destruido, las colectividades políticas fueron prohibidas y reprimidas y la vida cultural quedó amordazada. Se intentó reescribir la historia de Chile, presentar como real un país inexistente en la práctica pero anclado en los deseos de unos pocos, mediante una narrativa sectaria y excluyente. La desconfianza entre los individuos y los grupos pasó a ser el clima imperante. La arbitrariedad su norma», recuerda el candidato por el Partido Progresista (PRO).
Tomás Moulian es sociólogo y politólogo. Integró el Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), uno de los partidos que formaban la Unidad Popular (UP), alianza que llevó al poder a Allende. También fue precandidato por el Partido Comunista Chileno (PCCh) en 2005. Docente universitario y autor de varios libros, entre ellos Socialismo del siglo XXI: la quinta vía, El consumismo me consume y Contradicciones del desarrollo político chileno, 1920-1990, considera que aquel 11 de setiembre de 1973 «no fue un acontecimiento de esos que se desvanecen en la historia» y caracteriza al pinochetismo como «una dictadura con proyecto». Un proyecto en el que, ironiza, «hemos sido profetas del exceso». «El programa de reconversión capitalista sólo podía realizarse en el Chile de esa época con una dictadura, pues necesitaba aniquilar al movimiento obrero y a los partidos de izquierda».
¿Cómo pudo ocurrir algo así en una sociedad que se mostraba como ejemplo de democracia y respeto por la voluntad ciudadana para todos los países vecinos? Eduardo Rojas, a los 30 años, era vicepresidente de la Central Única de Trabajadores (CUT) y militaba en el MAPU. Trabajador portuario entonces, hoy sociólogo, hace 35 años que vive en la Argentina, donde dicta clases en la Universidad Nacional de San Martín. Autor de Memoria de la izquierda chilena junto con Jorge Arrate, sostiene una explicación un tanto inquietante. «Había una transformación subterránea que venía tal vez desde lo profundo de la historia de Chile y no nos dimos cuenta. Nosotros creíamos que el país caminaba hacia el socialismo y la gente se estaba haciendo fascista. El golpe no fue minoritario, tuvo un apoyo notable de la población, había una trasformación de la cultura, del modo de vida, lo que contribuyó a que la dictadura anclara en la sociedad y pudiera transformar no sólo la economía en el sentido neoliberal sino la política y el sistema político, algo que aún se mantiene».
Si en algo hay plena coincidencia de todos los entrevistados es en el carácter individualista y marcadamente economicista que invadió a la sociedad chilena a partir del golpe. Alfredo Troncoso, manager y representante artístico de los grupos más emblemáticos de la música chilena (Inti Illimani y Quilapayún), lo señala con un ejemplo: «Pinochet dijo que quería que todos los chilenos tengan uno o dos televisores y un auto. No pensó en que los chilenos deberían ser buenas personas, gente solidaria».
Con la vuelta de la democracia, en 1990, la dirigencia política aceptó un sistema bipartidista y una constitución amañada por los militares para cuidarse las espaldas luego de las violaciones a los derechos humanos cometidas en 17 años en el poder. Pero fundamentalmente para preservar los privilegios que las clases dominantes habían recuperado en aquel aciago 11 de setiembre. Tan es así que los sucesivos gobiernos de centroizquierda (encarnada por la Concertación), y el actual mandato del conservador Sebastián Piñera firmaron acuerdos de libre comercio con 58 países. Además Chile integra, junto con Perú, Colombia y México, la Alianza del Pacífico, el bloque regional más cercano a Washington. Los sucesivos gobiernos democráticos mantuvieron, además, eso que los economistas llaman «fundamentals», al punto que el PBI chileno fue aumentando a un promedio de poco más del 4% anual desde 1991 en adelante y el país tuvo un ingreso per cápita de 18.419 dólares el año pasado, una cifra que lo acerca al de las naciones desarrolladas –según se entusiasman los voceros de la derecha–, pero de esa riqueza, el 60% queda en manos del 20% más rico de la sociedad. El combate contra la desigualdad fue, efectivamente, el eje del gobierno allendista.
Obreros y pingüinos
La dictadura prohibió y persiguió la actividad gremial. Sin embargo, en 1988 se constituyó la Central Unitaria de Trabajadores. Nicolás Rojas Scherer es magíster en Ciencia Política por la Universidad Diego Portales y comenta que «el movimiento obrero chileno, que fue el pilar de la Unidad Popular en los 70, quedó desarticulado por la dictadura a través de las leyes laborales de José Piñera (ministro de Pinochet y hermano del actual presidente). Hoy, apenas el 5% de los trabajadores está sindicalizado». Sin embargo, en los últimos años tanto la CUT como los profesores, el servicio público y la Agrupación Nacional de Empleados Fiscales (ANEF), que nuclea a trabajadores estatales, plantearon movilizaciones y reclamos. Sólo que quedaron invisibilizados porque fueron muy poco numerosas. La primera huelga general de la CUT fue en agosto de 2003, cuando ocupaba al Palacio de La Moneda el socialista Ricardo Lagos.
Recién en 2006, cuando Bachelet estaba asumiendo la presidencia, se produjo la multitudinaria Revolución Pingüina, por el uniforme de los estudiantes secundarios, protagonistas de la movida. Fue el primer hito en una demanda que ya es histórica y que pone de relieve esos resabios de la dictadura enquistados en la sociedad. A ellos se sumarían los universitarios, que desde hace dos años rescatan lo mejor de ese Chile aplastado con las botas en 1973. De hecho, Andrés Fielbaum, el actual presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECH), recupera el legado que dejó Salvador Allende para las nuevas generaciones y sobre todo para los jóvenes. «Hay que recordar que Allende da su discurso de triunfo el 4 de setiembre de 1970, desde el balcón de la FECH, que no es el de hoy día –aclara Fielbaum, quien integra la agrupación Izquierda Autónoma–, lo que de alguna manera mostró la alianza férrea que existía entre los estudiantes de la universidad, los obreros y el gobierno popular».
Las masivas movilizaciones de los estudiantes fueron sumando adhesiones tanto entre los universitarios como en el resto de la sociedad. Es que de la mano del reclamo por una educación gratuita y de calidad se fue destapando el aspecto más perdurable del pinochetismo: la privatización de los aspectos esenciales de la vida humana. En ese contexto, la educación apareció en primer lugar quizás porque, como analiza Fielbaum, «las nuevas camadas de la sociedad no tienen ese miedo que dejó la dictadura en los que vivieron aquellos días en carne propia».
La política educativa de Pinochet consistió en estructurar un sistema privado que se paga con créditos familiares, lo que impide que los más pobres tengan las mismas oportunidades y, para peor, hipotecó el futuro de millones de personas.
Por eso las marchas estudiantiles calaron tan hondo en Chile. Porque pusieron el dedo en una llaga que llevaba décadas oculta en los pliegues de la memoria. Porque el sueño de crecimiento a partir de la educación de los hijos, aunque sea al precio de un endeudamiento familiar, fue dejando sólo hilachas cuando el «mercado» no pudo satisfacer las necesidades de empleo y buen vivir acordes con el esfuerzo realizado.
De tal manera que cuatro décadas más tarde, la gestión y, sobre todo, el compromiso de Allende aparecen como un ejemplo que muy pocos pueden sustentar en cualquier disciplina. «Más allá del proyecto político, un aspecto muy destacable de su presencia en la historia política y en la sociedad chilenas hasta hoy es su congruencia, su sacrificio personal, contrastado esto con la impresión que la gente tiene, no sólo en Chile sino en el mundo entero, sobre la deslealtad de los dirigentes políticos», señala Carlos Parker, secretario de Relaciones Internacionales del Partido Socialista de Chile y ex embajador de Bachelet en Rumania y Bulgaria. Parker, quien a los 17 años compartió cárcel en un campo de concentración de la Isla Dawson con los ministros del derrocado mandatario a raíz de su militancia en la escuela secundaria, destaca que «Allende llevó su proyecto político, su convicción, hasta el final, hasta la muerte».
Rojas recuerda haber estado presente en una reunión con Allende y otros dirigentes partidarios a quienes les adelantó: «Camaradas, de este lugar a mí no me van sacar vivo». Y, según cuenta el docente e investigador en la UNSAM, el mandatario les mostró una metralleta que tenía guardada en su escritorio. «Nos dijo “Yo voy a morir combatiendo, no voy a ir al exilio, voy a morir aquí”», recuerda. «Fue muy consecuente, se hizo cargo del hecho de que él creía, a fondo, que lo único que justificaba la política de izquierda era la posibilidad de una transformación socialista y democrática». Enríquez-Ominami, por su parte, sostiene que el gobierno del cirujano socialista «encarnó los anhelos de justicia social, progreso democrático, independencia nacional y desarrollo económico al servicio de las mayorías». Y señala que «la huella dejada por Allende es un ejemplo de ética política, integridad personal, dignidad republicana, consecuencia democrática. Por su lealtad a los trabajadores, su vocación por los débiles y desposeídos ante los embates del gran capital y su valerosa independencia frente a los poderes mundiales».
Aquel período histórico que va desde el 4 noviembre de 1970 al 11 de setiembre del 73 es todavía objeto de estudio en todas las academias del mundo. Para los chilenos de hoy, es tanto una huella como un horizonte.
—Alberto López Girondo