La invasión no es un juego

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Hace un tiempo se acuñó la definición de «Estados fallidos» para aquellos países ingobernables a causa de guerras civiles o por la falta de un poder central capaz de controlar el territorio dentro de sus fronteras nacionales donde actúan diversos grupos terroristas. Esta definición imprecisa ha servido para explicar la perpetuación de uno o varios conflictos y para justificar luego una intervención de las grandes potencias y –en primer lugar– Estados Unidos. Según esta concepción, solo una gran potencia tiene la capacidad de restablecer el orden y embarcarse en lo que se suele denominar «nation building», que se podría traducir como «construyendo una nación», tal como dijo la Casa Blanca que haría en Irak. Es verdad que EE.UU., además de contar con su poderío militar, dispone de un cúmulo de organizaciones no gubernamentales financiadas por el Departamento de Estado para «enseñarles» a reconstruir un país a aquellos que lo han dinamitado. Claro que a veces falla y las guerras civiles no tienen control porque aparecen nuevos actores en escena que nadie prevé, como sucedió en Libia después de la caída de Kadafi. Y hoy Libia se ha desintegrado.
Si bien el esquema no se traslada mecánicamente, la situación en Siria encaja en este «modelo». Hay guerra civil, el gobierno ya no controla gran parte de su territorio, existen organizaciones terroristas que no se sabe a quién responden y EE.UU. dice que quiere ordenar este berenjenal. Pero Siria no es Libia. Bashar Al Assad no fue derrocado después de 7 años de guerra civil y hoy el país ocupa un lugar estratégico para Rusia e Irán, que lo sostienen. Mientras, Donald Trump torea a los rusos en el terreno mediático, donde se maneja con soltura. Pero una invasión a gran escala no es un juego.

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