En el marco de una huelga general, miles de obreros, estudiantes y vecinos de la capital provincial salieron a la calle el 29 de mayo de 1969 a protestar contra la dictadura de Juan Carlos Onganía, que envió tropas militares para la represión. Crónica de una rebelión popular que hizo historia.
9 de mayo de 2019
Violencia. La respuesta estatal a la protesta estuvo a cargo de fuerzas militares que contaron con apoyo proveniente de otras ciudades. (Archivo Télam)En el amanecer del 29 de mayo de 1969, la población cordobesa asiste asombrada a un enorme despliegue de efectivos policiales que se ubican en lugares estratégicos. Pocas horas después, en la conmemoración del Día del Ejército, el general Eliodoro Sánchez Lahoz, comandante del III Cuerpo, le pide a Dios que el pueblo y los militares «sigan como ayer y como hoy firmemente unidos en busca de la meta tantas veces soñada de grandeza y de felicidad». La huelga general de 36 horas que la central obrera local ha convocado para esa misma jornada parece indicar que sus plegarias no serán atendidas. El acatamiento es casi total (98%) y las tres corrientes que conviven en su seno –legalistas, ortodoxos e independientes– han decidido que el paro será activo. A las 11, los obreros de Grandes Motores Diesel, Perkins, Ilasa y decenas de otros establecimientos ubicados en distintos puntos de la ciudad abandonan las fábricas y se dirigen hacia la intersección de avenida General Paz y Colón, donde son violentamente reprimidos con gases lacrimógenos. En la planta de Renault de Santa Isabel, los trabajadores marchan hacia el centro, provistos de bulones, barras de acero y objetos contundentes. El 75% de la actividad industrial cordobesa está ligada con la industria automotriz.
Las barricadas arden en el casco urbano, alimentadas por los vecinos que arrojan desde los balcones cajones de basura, papeles y todo tipo de objetos; se inicia así una destrucción simbólica de todo aquello que representa opresión e injusticia. Asombra la combatividad obrera y barrial, la de los estudiantes que habitan mayoritariamente el barrio Clínicas ya ha sido puesta a prueba en distintas oportunidades. La adhesión en los barrios a la creciente insurrección es masiva, lo que impulsa a la Bolsa de Comercio local a levantar su voz indignada en reclamo de «severas sanciones para los autores de la depredación y el pillaje». En Villa Revol, el legendario Agustín Tosco, líder del Sindicato de Luz y Fuerza –como desde 1957–, se pone al frente de sus compañeros y se dirige al punto de convergencia. Las plantas de Fiat en Ferreyra, sujetas a un riguroso control, son, sin embargo, abandonadas por nutridos grupos de obreros. Empleados de comercio y de la administración pública dejan sus labores y permanecen en las calles formando nutridos corrillos. Una asamblea de 300 trabajadores de la Unión Tranviarios Automotor (UTA), gremio conducido por el peronista combativo Atilio López –que junto con el secretario general del gremio mecánico, Elpidio Torres, tendrá un protagonismo central en los sucesos– decide cesar las actividades, aunque los vehículos ya han dejado de funcionar ante la imposibilidad de atravesar la muralla humana que bloquea las vías de acceso.
Arde la indignación
Todas las columnas, que agrupan entre 3.000 y 4.000 trabajadores, son atacadas por la policía. Las consignas unificadoras son «Pueblo al poder, milicos al cuartel» y «Luche, no deje de luchar, por un gobierno obrero, obrero y popular». Repentinamente se disemina una noticia: hay un muerto. Se confirma que se trata de Máximo Mena, trabajador mecánico afiliado al SMATA. La indignación estalla, las fuerzas represivas retroceden. Centenares de trabajadores y estudiantes intentan detener las cargas policiales volcando automóviles. 50.000 personas se apoderan de la ciudad. Las llamas abrasan la sucursal de la confitería Oriental, la empresa de fotocopiadoras Xerox, la sastrería Thompson y Williams y locales de ventas de automotores donde son incendiadas una decena de flamantes unidades.
Al mediodía, la columna de IKA- Renault es interceptada a la altura del barrio Horizonte, desborda a la policía; pero la fuerza se reagrupa y los efectivos arrojan gases y obligan así a la multitud a avanzar por calles paralelas a la avenida Vélez Sarsfield. Las escenas se repiten en un radio de 150 manzanas. A las 12.15 unas 500 personas rebasan a la División Tránsito. La caballería carga, es obligada a retroceder y recurre al uso de armas de fuego. En la refriega cae el obrero mecánico Oscar Castillo. Los huelguistas agrupados en las inmediaciones de la plaza Vélez Sarsfield comienzan a fabricar bombas molotov con nafta que han incautado en una estación de servicio. Trabajadores y manifestantes se trasladan en moto de una a otra barricada y comienzan a aparecer los primeros francotiradores, que según el gobernador Carlos José Caballero, notorio miembro de la oligarquía local, «son cubanos y centroamericanos». Una particularidad notable: los francotiradores no responden a una estrategia de guerrilla urbana. Están desconectados entre sí y no tiran a matar, pero intimidan a las fuerzas represivas.
Barrios agitados
Protagonista de los acontecimientos, Carlos «Catuco» Ahrensdburg relata 25 años después a la revista Los 70: «Era patente la relación obrero-estudiantil. Estábamos luchando contra una misma cosa, era una lucha política contra la dictadura. A la tarde, cuando decían que venía el Ejército, decidimos empezar a levantar esas tapas de desagües fluviales, unos fierros enormes. Ya entonces pensábamos que todo empezaba a tener cierta organicidad. Aunque después, cuando apareció el Ejército, los tanques pasaron sobre las barricadas y empezaron a tirar. Así se hizo la noche y la policía volvió a participar. Nos comunicábamos a través de los techos, de las terrazas. Me acuerdo de que los canas venían en fila, bien pegaditos a la pared. Se los atacaba desde las casas y se escuchaban muchos tiros, en el cielo se veían las balas trazadoras, parecía Año Nuevo».
Ante el cariz que toman los acontecimientos, el Comando del III Cuerpo da a conocer el comunicado número uno en el que se da cuenta de la creación de Consejos de Guerra Especiales «que tendrán a su cargo el juzgamiento de las personas que incurrieran en los delitos que atenten contra el orden y la seguridad». El comunicado número dos hace un llamado a la reflexión y amenaza con severas penas contempladas en el Código de Justicia Militar. En tanto, un subcomisario y cinco agentes son rodeados y tomados prisioneros por los estudiantes en el barrio Clínicas. El Casino de Oficiales de la Aeronáutica y el Círculo de Suboficiales del Ejército son asaltados por nutridos contingentes juveniles que destruyen las instalaciones. Al día siguiente, el matutino Córdoba describirá los violentos hechos con una marcada aversión hacia la protesta: «Un individuo vociferante se acerca al edificio con una goma incendiada mientras los demás arrojan piedras destruyendo los cristales. Al poco tiempo, un grupo de manifestantes entra al edificio comenzando el saqueo. Se apoderan de todos los muebles, televisor, heladera, colchones, que van a parar al medio de la calzada». El pillaje prácticamente no existe y se prefieren los blancos con algún simbolismo político o ideológico.
A las 17 ingresan a la ciudad tropas de la IV Brigada de Infantería Aerotransportada, a cargo de su comandante, el general Jorge Raúl Carcagno, el XIV de Infantería del Batallón de Comunicaciones del Ejército, un grupo de artillería liviana motorizada y efectivos de la Gendarmería. A las 19.45 se produce un apagón general planificado la noche anterior por Luz y Fuerza para el caso de que se produjera una dura represión. Pese al ingreso de las tropas, los manifestantes no ceden. Se dispersan por los barrios y continúan erigiendo barricadas.
Ya entrada la noche la agitación tiene su epicentro en los barrios Yofre y Clínicas. El comunicado número nueve del Ejército insiste en amenazar a los manifestantes: «En razón de proseguir la acción de grupos perturbadores del orden y la tranquilidad y no habiendo obtenido de los mismos la cooperación solicitada por el Comando del Cuerpo en reiteradas llamadas a la reflexión sobre el particular, se ha dispuesto que el Ejército ocupe la zona. Toda resistencia será severamente reprimida y se considerará igualmente responsables a todos aquellos que encubran o inciten toda acción perturbadora». La energía eléctrica se restablece alrededor de la una de la madrugada del 30 y las fuerzas represivas efectúan centenares de detenciones.
Antes de que el sol asome, se escuchan disparos de armas largas y metralletas, y decenas de heridos ingresan a los hospitales. Alrededor de las 10, soldados de artillería apostados en Colón y Sucre realizan inspecciones oculares de los techos vecinos y ordenan a los porteros de los edificios la clausura de las terrazas. Cuatro horas después son detenidos en las sedes de sus respectivos sindicatos los dirigentes Tosco, Torres y Ramón Contreras, de Luz y Fuerza. Al atardecer, aunque la situación parece dominada por los militares, se producen incidentes de envergadura en la planta de Gas del Estado, donde grupos civiles pretenden ocuparla. 14 personas son detenidas al atacar un puesto policial. Se producen tiroteos con francotiradores en las cercanías de la cárcel de encausados y en el cementerio de San Jerónimo se registran enfrentamientos con tropas de Ejército y Gendarmería.
El sábado 31, en las paredes de los barrios se reproduce una inscripción «Soldado, no tires contra tu pueblo». La comuna intima a los conductores de transporte urbano a reanudar los servicios y algunos comercios abren sus puertas, mientras el Ejército patrulla la ciudad. Para entonces se contabilizan 14 muertos, centenares de heridos –90 de ellos de gravedad– y un millar de detenidos. Al mediodía se anuncia que Tosco ha sido condenado a 8 años y 3 meses de prisión, Torres a 4 años y 8 meses. Al dirigente de la Construcción José Canelles se le aplica la pena más alta: 10 años de cárcel. También reciben duras condenas los lucifuercistas Felipe Alberti y Tomás Di Toffino. El nuevo horario del toque de queda es de 22.30 a 4 y las actividades deportivas continúan suspendidas.
Alejandro Agustín Lanusse, comandante en jefe del Ejército, señalado como posible sucesor del dictador Juan Carlos Onganía, arriba a Córdoba a las 11.30 horas. Sus declaraciones a la prensa sorprenden por lo moderadas: «No es momento de hablar, es momento de hacer lo que a cada uno le corresponde y en todo caso también de reflexionar mucho, con serenidad, para que al tomarse resoluciones, lo sean con firmeza y decisión».
Proceder criminal
Sin embargo, la calma no llega todavía. Por la tarde, la Guardia de Infantería de la policía cordobesa irrumpe en el local de la CGT de los Argentinos –que en el orden nacional conduce el gráfico Raimundo Ongaro– y procede a destruir documentos, muebles, puertas y ventanas. La cosecha de armas secuestradas es módica: una docena de alto calibre, una carabina 22 y unos pocas pistolas y revólveres calibre 22 y 38. Los ocupantes son amenazados e intimados violentamente para que se coloquen contra la pared.
Ambos sectores de la CGT –de los Argentinos y Azopardo– emiten un duro comunicado conjunto donde responsabilizan de la situación al «proceder criminal y represivo de las llamadas “fuerzas del orden”», señalan que «las medidas del gobierno constituyen la caracterización de su condición de dictadura entreguista, antipopular y reaccionaria» y resuelven declarar el estado de huelga en toda la provincia. Para Onganía, en cambio, «los trágicos hechos de Córdoba responden al accionar de una fuerza extremista organizada para el estallido de la insurrección urbana».
8 años más tarde, en su libro Mi testimonio, el propio Lanusse lo desmentiría: «Yo intuí ese difícil 29 de mayo que algo estaba pasando en el país (…) Esa mañana en Córdoba reventaba todo el estilo ordenado y administrativo que se había venido dando a la gestión oficial (…) El 29 de mayo es el instante crítico que marca el fracaso político de la Revolución Argentina».