La mejor banda de los barrios

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Una noche de septiembre de 1995, nos juntamos los pibes de Pocas Nueces, Viejo Smocking y La Guirnalda de Afrodita al pie del Tanque de Celina. El gigante, convertido en piedra antes de que naciéramos, todavía respiraba sus olores a podrido por las ventanas que Medusa no había visto. Escribimos las paredes y a las doce en punto nos subimos, dando vueltas por la escalera caracol con las guitarras, las birras y los porros hasta llegar al techo. En las tejas, empezamos a zapar lo primero que pintara, canciones viejas de Charly o de Pappo o de los Rolling o de Dylan y en el medio musiquitas inventadas por nosotros, a veces lentas como el blues, a veces rápidas como el rock and roll.
Trago y pitada, nos reíamos de la luna que se bajaba para escucharnos, jajajá se había atado un pañuelito, jajajá se había cortado el flequillo, jajajá bailaba con su negro stone en el cielo con burbujas.
–¡Eh, viejas! –flasheamos que el negro nos hablaba desde arriba.
Le dijimos que estaba todo bien si quería juntarse con nosotros. Le ofrecimos cerveza y enseguida apoyó sus toppers en las tejas. Tomó un par de sorbos y entonces Ariel de Pocas Nueces lo reconoció.
–Loco, ¿vos no sos el Negro Catán de Catán?
–El mismo.
–No te la puedo creer, loco, me dijeron que estabas perdido, o muerto, o no sé qué.
–Pero acá estoy –dijo, sonriendo.
Ariel, dirigiéndose a todos, contó:
–Este tipo debe ser el mejor bajista de la Argentina, dicen que tiene seis dedos en cada mano, de lo bien que toca.
Los demás nos reímos. El Negro Catán mostró las manos y pudimos contar, todos juntos y despacio:
–Uunoo… dooos… treees… cuaaatro… ciiincoo… ¡seeeeis! ¡eeehhh! –levantamos las botellas– ¡Rock and roll!
Le pedimos que tocara con el Chapa, que también estaba esa noche y que, según nuestra opinión, era el mejor violero de todos. Como ahí no teníamos bajo, le pasamos al Negro Catán una guitarra para que tocara las graves. Tiraron un par de acordes para afinar y después empezaron y qué decir, ¿que las estrellas se cayeron del cielo?, ¿que salió el sol a la noche?, ¿que abajo el campito se convirtió en el mar?
El resto agarramos la guitarras y les hicimos la base; unas diez criollas, tirando soles, dos y fas, golpeaban los acordes como si fuera una percusión. Enseguida, se juntó gente abajo. Eran los pibes de las esquinas cercanas. Empezaron a subir y en un rato el techo del tanque quedó colmado. Algunos se pusieron a bailar. Rockeaban pasos que volaban las tejas flojas. De pronto, un pibe patinó pero lo agarraron. Nos calmamos y pedimos que nadie bailara, que sólo cantáramos o tocáramos sentados. Entre los recién llegados, había un loco que no conocíamos y que todo el mundo miraba porque tenía los ojos cerrados. Varios se rieron pero el Negro Catán parecía conocerlo.
–¿Qué onda Rocky? ¿Cómo llegaste hasta acá?
Rocky no contestaba y Catán nos explicó:
–Lo que pasa es que es sonámbulo.
–Juaaaaa –nos reímos–, ¡aguante! –y brindamos.
–Pásenle una armónica –pidió Catán–, que ya van a ver, este chabón toca mejor dormido que despierto.
Yo le pasé una que tenía en el bolsillo y que estaba en Fa. Rocky se la llevó automáticamente a la boca y se puso a soplar. Chapa y Catán volvieron a lo suyo y los demás también, baseando acordes simples, para hacerles la segunda, una segunda que era una multitud.
Versiones barriales de canciones nacionales se enganchaban una atrás de otra, arrastradas y ligadas en nuestros diapasones rayados por el uso. Los Gatos, Manal, Almendra, Vox Dei, Sui Generis, Aquelarre, Pedro y Pablo, Pastoral, Moris, entre otros, se revolvían en nuestras cajas vendadas con cinta de embalar. Una que sepamos todos corrió de boca en boca y la saliva, mezclada, produjo de viejos cuerpos nuevos organismos musicales, a tono y contratono, a traste y contraste.
Yo tocaba la guitarra y la veía al rojo vivo. Me sentí mareado. La energía pasaba a través de mi brazo y llenaba de potencia la caja de resonancia, hasta convertirla en un agujero de gusano. Por sus túneles del tiempo, viajaban voces de mi infancia y mi vejez. Por momentos, también me parecía ver imágenes. La oscuridad que nos rodeaba se convertía en una pantalla donde aparecían otras personas y paisajes. La corriente, alterna, cambiaba las escenas. Más que una zapada, era un zapping por el mundo.
¿Quieren escuchar la historia de la mejor banda de los barrios?
«No hace mucho tiempo, allá en el fondo del oeste y del sur, apareció una banda desconocida tocando en el Tanque de Celina, una, dos, tres, mil canciones, lo que permitiera el resto de la noche…»
Seguían los temas y era raro que la policía no llegara como tantas veces, así que seguimos en la nuestra, beso y zapatilla, humo y gato, ¿personas o colores? Abajo, el campito era un espejo de agua del que sobresalían eucaliptus. En cada uno de ellos, colgaban dos o tres de nuestros padres, vestidos todavía con sus overoles y guantes de trabajo. En las casas, las viudas rezaban a la Virgen de Luján y a los cuadros de Evita empañados por las velas.
Más allá, la General Paz tenía una mano desierta –que daba a la Provincia– y otra embotellada de autos –que daba a la Capital–. Pasando Lugano, las imágenes avanzaban un año por cuadra y entonces nos veíamos en la pantalla, con saco y corbata en una oficina, o manejando taxis y colectivos en el centro, o vendiendo en las mesas de los bares, cruzándonos de vez en cuando, buscando en nuestras caras viejas las caras infantiles que sobrevivían en los flequillos rectos que, pese a todo, conservábamos hasta la muerte, por si acaso teníamos que levantarnos de las tumbas, zombies o sonámbulos, cualquier noche, cuando ya no existiese el barrio ni el país, para subir otra vez al tanque de Olavarría y Martín Ugarte, la última edificación en pie de la Argentina, adonde tocaríamos canciones fúnebres, a veces, lentas, como el blues, a veces, rápidas, como el rock and roll.

—Juan Diego Incardona (Buenos Aires, 1971) publicó Objetos maravillosos (relatos, 2007), Villa Celina (relatos, 2008), El campito (novela, 2009), Rock barrial (cuentos, 2010) y Amor bajo cero (poesía, 2013). Dirigió la revista virtual El interpretador, edita el blog Días que se empujan en desorden y coordina el área de Letras del Espacio Cultural Nuestros Hijos, de las Madres de Plaza de Mayo.