9 de abril de 2014
Regida por la filosofía del comercio justo, la cooperativa porteña distribuye productos de la economía social. Investigar nuevas formas de consumo, otro de sus objetivos.
Colectivo Solidario nació en 2010, cuando un grupo de estudiantes que trabajaban en distintos proyectos vinculados con la economía social en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires empezó a reemplazar algunos de los productos que compraban todos los días en el supermercado por alimentos elaborados por fábricas recuperadas. «Algunos compañeros articulaban las compras para el resto y, cuando esta tarea empezó a demandar más tiempo, vimos que podía ser una opción de trabajo real y decidimos constituirnos de manera legal como una cooperativa», cuenta cuatro años después Montserrat Miño, que es socióloga y forma parte de Colectivo Solidario desde sus inicios. Esta cooperativa, que hoy suma el trabajo de 8 asociados para vender alimentos elaborados sólo por cooperativas de trabajo y proyectos asociativos, arrancó, entonces, sin un peso, con la fuerza de trabajo como capital: «Lo único que teníamos era la confianza de las empresas recuperadas en nosotros y la nuestra en ellos». El apoyo externo llegó después de dos años, cuando entraron al Programa de Trabajo Autogestionado del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social, que brinda ayuda económica y apoyo técnico a unidades productivas gestionadas por sus trabajadores.
Ahora, Colectivo Solidario tiene una boca de venta al público fija, en el Mercado de Economía Solidaria Bonpland del barrio porteño de Palermo, donde venden productos de almacén elaborados por más de 20 proyectos asociativos, entre los que hay empresas recuperadas,
cooperativas de trabajo y emprendimientos familiares de todo el país. En el puesto es posible comprar yerba de cooperativas misioneras, pastas y tapas de La Mocita, chocolates de Arrufat, fiambres de Torgelón y fideos de Pasta Sur, todas empresas recuperadas por sus trabajadores. Desde Jujuy les llegan los condimentos y verduras deshidratadas de la cooperativa Prosol, y desde Entre Ríos, la miel de El Espinal. «El criterio básico es que sean asociativos. Tienen que ser proyectos autogestivos y de más de una persona, porque creemos que la alternativa debe ser colectiva y no individual», aclara Miño. La cooperativa también participa en la organización de cuatro ferias y semanalmente hace entregas a domicilio a consumidores que realizan su pedido por Internet. Además, coordina 11 grupos de consumo, unas 90 personas en total –vecinos, compañeros de trabajo, familias– que se organizaron para comprar juntas. Y aunque no surgió de una recuperación, sino de la decisión de personas muy jóvenes –algunos apenas llegaban a los 20 años cuando empezaron–, el trabajo asociativo y autogestivo sigue siendo un desafío constante. «Acá no hay quién marque la cancha, la marcada de cancha es colectiva. Y eso genera un perfil muy diferente de trabajador, porque sentir que esto es nuestro y no hay otro al que hay que responder implica un cambio de mirada», enfatiza Miño. El objetivo más ambicioso de Colectivo Solidario es la modificación de las pautas de consumo, lo que ellos mismos definen como un cambio cultural. Por eso, a la comercialización la acompañan con una verdadera artillería de acciones que apuntan a instalar la temática a través de charlas y talleres. En 2014, además, comenzaron a desarrollar investigaciones sociales propias desde el Departamento de Cooperativismo del Centro Cultural de la
Cooperación, donde presentaron un proyecto para contribuir con los trabajos que se están dando alrededor de las prácticas de consumo.
En tiempos de inflación como los actuales, Colectivo Solidario puede explicar por qué cambia el precio de un producto: «La idea es tener una estructura clara, que cada persona sepa por qué cada producto sale lo que sale. Tenemos una construcción del precio que se enmarca dentro de las ideas de comercio justo: en primer lugar, respetamos el precio que pone el productor; después, le sumamos un porcentaje por nuestro trabajo, y otros porcentajes destinados a pagar los costos fijos como flete, gasoil, amortización por pérdida», explica Leonardo Chiesa, quien, mientras trabaja en la cooperativa, cursa las últimas materias de Relaciones del Trabajo en la UBA. La construcción del precio justo termina con un último agregado: a cada producto comercializado por Colectivo Solidario se le suma un 9% que no va destinado al bolsillo de cada consumidor sino a un fondo de ahorro de los grupos de consumo. Una vez por año, se decide en qué se invierte ese ahorro y la propuesta de Colectivo Solidario es que se destine a algún proyecto de la economía solidaria. «Por lo general, las cooperativas de consumo siempre han buscado tener precios bajos; entonces, ese dinero se les devolvía a los consumidores. Nuestra propuesta es que resignemos ese excedente y se aplique en un productor o en una experiencia que lo requiera». El año pasado, la cooperativa hizo la primera reinversión: imprimieron material de difusión y un banner para la entidad jujeña Prosol, que también recibió una máquina impresora de etiquetas.
«Creemos que la intermediación es necesaria, porque en nuestra vida urbana es difícil acceder a estos productos. Si queremos que sea algo sistemático, tiene que ser relativamente simple, que no se oponga a los ritmos de vida y las demandas que tiene la vida en la ciudad –concluye Miño–. Creemos que una intermediación justa, solidaria, responsable y que no especule es necesaria para que reemplazar los productos de la alacena de la economía tradicional por los de la economía social sea algo que se pueda sostener en el tiempo y no algo que se haga eventualmente en una feria».
—Emilia Erbetta