La voz no escuchada

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El Estado no reconoce el genocidio perpetrado a fines del siglo XIX mientras las comunidades siguen reclamando el respeto a sus territorios, afectados por el avance de intereses extractivistas y agronegocios, y acceder a mejores condiciones de vida. Racismo, atropello cultural y represión.


(Jorge Aloy)

Muchos de los sucesos actuales del mundo expresan en su génesis una de las taras más inhumanas: el racismo, que tiene su base en el odio al diferente, el miedo a lo que no se conoce, a lo que no se comprende. Sus derivaciones políticas, sociales y económicas han sido, a lo largo de la historia, responsables de grandes etnocidios, genocidios y masacres.
Conocer y pensar la actualidad de los pueblos originarios en Argentina no puede soslayar la mirada histórica sobre la pretensión política de invisibilizarlos. Continúan pidiendo al Estado nacional que reconozca el genocidio. El proceso de sometimiento, incorporación e invisibilización de los pueblos originarios tuvo algunos capítulos poco difundidos en las escuelas y universidades. Las reducciones de indígenas o los campos de confinamiento y concentración a los que fueron trasladadas miles de personas durante la denominada «Campaña del Desierto», fueron también parte de ese genocidio que intentó cristalizar la idea de una nación sin indios. Casos paradigmáticos de esos atropellos fueron los campos de concentración de Valcheta (Río Negro) o de la isla Martín García (Buenos Aires).
La idea del «crisol de razas» sirvió a los sectores dominantes para disfrazar el racismo explícito de finales del siglo XIX –expresado brutalmente por Domingo Faustino Sarmiento o Julio Argentino Roca, por citar dos ejemplos–, con la idea de que la sociedad argentina estaba mayoritariamente constituida por descendientes de europeos, es decir, una Argentina en la que nada podían reclamar aquellas «minorías étnicas» de indios, negros y mulatos.
La abogada especialista en derecho indígena Sonia Ivanoff, quien desde hace 35 años ejerce la defensa letrada de comunidades mapuche-tehuelches, sostiene que ese racismo está plasmado en nuestra matriz sociocultural y que es necesario entender esto desde la continuidad histórica de la presencia de los pueblos originarios en el territorio. Para ella, «el colonialismo que se instaló en 1492 generó teorías de invisibilización. Invisibilizar a los pueblos indígenas fue un proyecto político que se concretó mucho más en el siglo XIX con la creación de los Estados liberales. Nuestra actual Constitución reconoce la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas. El precepto constitucional dice que antes de la conformación de estos Estados, de una única nación ciudadana, existen pueblos indígenas. Esto nos debería encaminar a entender que además de la nación argentina, la nación de los ciudadanos, está la nación étnica y cultural».

Vivos y en debate
Releer el pasado solo puede ser útil si decididamente asumimos que los pueblos originarios no son solo pasado. Como bien señala la antropóloga Diana Lenton, integrante de Red de Investigadores en Genocidio y Pueblos Indígenas «estos pueblos no solamente están vivos, sino que cada vez son más, como muestran los censos, y además tienen proyectos a futuro; a nivel de relaciones sociales, a nivel ideológico, están proyectados hacia adelante, al futuro. Están en todos los grandes debates del momento». Parte de la defensa de los territorios, afirma la investigadora, «se hace pensando también en una crítica a los modelos extractivos, a los modelos macroeconómicos con los que tienen que ver el agronegocio o los transgénicos, por ejemplo». Y afirma, en este sentido, que «hay una manipulación simbólica que hacen los sectores que se oponen al reclamo indígena, por ejemplo los sectores ligados al fracking el primer argumento que sacan es “Ah, pero ustedes quieren vivir en la prehistoria”. Y no, no se trata de vivir en la prehistoria, se trata de salvar la vida hoy, porque la contaminación ocurre hoy y la pérdida del modo de vida y de cuestiones de salud nos afecta hoy a todos. Esto significa que los indígenas están atravesados por las mismas discusiones y por los mismos factores que estamos todos».


Río Negro. El pueblo mapuche fue particularmente criminalizado en los últimos años. (Alfredo Leiva)

Según Lenton, la idea de que los pueblos originarios son comunidades «atrasadas» ha sido construida a lo largo de la historia. «El ciudadano común imagina que los indígenas piensan de determinada manera y se les atribuyen pensamientos, una ideología que en realidad no tiene mucho que ver con lo que ellos están transitando. Eso está relacionado con la idea construida en la generación del 80 que ponía a los indígenas como viviendo en el pasado y como algo que en cualquier momento se extinguía, por lo que no valía la pena pensar mucho en eso que se iba a extinguir; algo que quedaba afuera de la nacionalidad».
La existencia concreta de alrededor de 40 pueblos originarios, una veintena de idiomas y miles de comunidades en el país es un dato que, probablemente, buena parte de los argentinos desconozca. Tampoco suele ser tomada en cuenta la evidencia histórica y la realidad política presente, que plantean a estas comunidades como pueblos preexistentes. ¿Cuántos cordobeses, por ejemplo conocen los problemas, reclamos y proyectos de las comunidades del pueblo kamiare, más conocido como comechingón, o las del pueblo sanavirón o del rankülche, todos existentes en la provincia mediterránea? Pablo Reyna es comunero de la comunidad kamiare Timoteo Reyna y dice que las políticas del Estado cordobés hacia ellos siguen siendo coloniales «porque su reconocimiento legal hacia nosotros es tardío y deja mucho que desear, porque nos percibe folclórica y no políticamente».  Para ellos «el problema central es territorial, ya que la ley 26.160, que postula la emergencia en esta materia, nunca hizo el relevamiento en Córdoba, y es una ley que, al ser nacional, no contempla los procesos históricos de cada provincia». Reyna explica que esa endeblez legal permite el avasallamiento de las familias por parte de la especulación en torno a los desarrollos inmobiliarios.


(Natalia Guerrero)

Tierras en disputa
Para Jorge Nawel, logko de la Confederación Mapuche Neuquina, «la cuestión del intento de exterminio del pueblo mapuche está muy fresca en la memoria y requiere un tratamiento muy serio, me refiero a que tiene que haber una política de reparación sobre ese daño y una de las políticas de reparación que tiene que asumir el Estado es la restitución territorial. Hay también una inmensa mayoría de nosotros que vive fuera de los territorios, ocupando lugares marginales en la periferia de las grandes ciudades, en un estado de pobreza y necesidad que requiere que se aplique esa política de reparación y de restitución territorial», afirma Nawel. Esta realidad de desarraigo que se repite en todo el país, y la posibilidad de que finalmente se les restituya el derecho territorial a las comunidades, plantea un interrogante para con los integrantes de pueblos originarios que viven en las ciudades: ¿es posible ser pueblo-nación sin territorio? Lenton señala la complejidad de la respuesta. Reconoce que «si bien es fundamental el territorio para preservación de la cultura, para poder ejercerla, para poder hacer lo que los antepasados hacían, también es cierto que una gran proporción, más de la mitad de la población indígena actual, vive en ciudades. Entonces hay que flexibilizar, porque si no podemos caer también en otra discriminación, en decir, que hay indígenas de primera y de segunda. Hay comunidades urbanas y hay un gran sector de gente urbana hoy en día que no va a volver al campo porque tiene sus proyectos, han tenido hijos y ya llevan varias generaciones viviendo en las ciudades. Son urbanos de raíz indígena. Ahí lo indígena empieza a pasar por otro lado que no es solamente el territorio».


Misiones. Elaboración artesanal de cestería y educación en comunidades mbya. (Natalia Guerrero)

Aun con eso, la cuestión del territorio sigue siendo la más visualizada por las organizaciones indígenas más activas, y eso tiene que ver también con la dificultad de encontrar interlocutores, como lo destaca Nawel: «Obviamente, ante una política pública que niega la presencia del pueblo mapuche o que cuando lo visibiliza lo hace identificándolo como un grupo peligroso, como una amenaza o una expresión terrorista, el conflicto se agudiza, porque no encontramos un interlocutor serio y responsable frente a lo que estamos planteando. Encontramos una política de criminalización y persecución jurídica que no contribuye en nada a encontrar una solución. Paradójicamente, el Estado pretende con esto dar seguridad a las empresas inversoras que vienen a instalar megaproyectos en el territorio y  es imposible que puedan tener seguridad o tranquilidad, porque está en juego y en peligro nuestra vida».
Para Lisandro Arijón, trabajador del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) y responsable del área de Pueblos Originarios de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) Capital, el despojo que sufren los pueblos originarios tuvo dos momentos históricos: primero, las campañas militares genocidas y luego, «la pauperización de las condiciones de vida en los territorios, generados por conflictos con los titulares registrales de las tierras, cuestiones ambientales y/o económicas que fueron expulsando a los miembros de las comunidades hacia las grandes ciudades. Ambas dimensiones se encuentran íntimamente relacionadas».


Ivanoff. «Además de la nación argentina, está la nación étnica y cultural.»


Lenton. «Más de la mitad de la población indígena actual vive en las ciudades.»

«En Salta existen más de 14 pueblos originarios», dice, afirmando la idea de diversidad existente en esa provincia, David Pastrana, delegado de la Unión de los Pueblos de la Nación Diaguita, pero «hoy nos invade mucho el agronegocio y la soja, es mucho el desmonte que se hace en busca del desarrollo, que es el desarrollo del bolsillo de muy pocos. Hay problemas con los agrotóxicos y las pulverizaciones que traen nuevas enfermedades y se viven situaciones angustiantes por la dificultad para acceder al sistema de salud. Hay muchos intereses puestos en el territorio. Estamos viviendo una fiebre del vino y para el cultivo de la vid se produce mucho desmonte y se utilizan cursos de agua que para nosotros son espacios sagrados. A ellos no les importa, se instalan en las nacientes de agua y nos privan del acceso a las comunidades».
Ángel Cayupil, integrante del Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (ENDEPA) y parte de las comunidades de la meseta central norte de Chubut que se oponen a la megaminería, cuenta que de las 10 comunidades de su zona, solo dos tienen título comunitario. A una de ellas el Estado provincial le «donó», en 1999, una parte del territorio que siempre ocuparon. No hubo reconocimiento sino donación. A otra, el título se lo gestionó la empresa minera que pretende explotar la gran mina de plata Navidad en la región y que hasta logró trasladar un cementerio mapuche para poder empezar sus tareas. Además de los históricos conflictos por las tierras entre estancieros y pobladores, Cayupil reconoce que la organización de las comunidades las fortaleció para frenar los atropellos, o al menos para demandar ante la Justicia.
En la Aldea Fortín Mborore de Puerto Iguazú (Misiones) viven más de 300 familias del pueblo mbya guaraní. Silvino Moreira, que es cacique allí desde hace 29 años, dice que el principal problema es el acceso al territorio para la vida. «Hoy se están consiguiendo muy pocos espacios de tierra para la ocupación de las comunidades. Muchas comunidades no tienen los papeles, los títulos. Por eso, conseguir y asegurar las tierras es la deuda a nivel del Gobierno provincial. Muchas comunidades tienen un problema muy grave que es la falta de agua de agua potable. Algunas comunidades tienen solo un pocito de agua y en el verano viene el conflicto. También hay falta de buenas viviendas para las comunidades, muchas familias viven debajo de lonas».


Diversidad. En Argentina habitan miles de comunidades de alrededor de 40 pueblos originarios y subsisten una veintena de lenguas. (Guido Piotrkowski)

La defensa y el reclamo del territorio de los pueblos originarios apuntan a mucho más que a la propiedad de la tierra. Así lo ejemplifica Reyna: «Allí, milenariamente, están nuestras medicinas, nuestros muertos y muertas, nuestros árboles sagrados, nuestros cerros que deben ser respetados, nuestros hermanos animales y nuestros guardianes y seres tutelares. Hay sitios sagrados que desde el poder llaman arqueológicos y que son fundamentales para nosotros y nosotras, ya que ahí está nuestra historia y en ellos recordamos y fortalecemos nuestra identidad. El extractivismo y desarrollismo están destruyendo nuestro territorio ancestral. Y tanto el Gobierno como los empresarios privados no pueden comprender qué es realmente el territorio. Ellos solo ven tierras y posibilidades de aumentar ganancias».
El uso reduccionista o casi snob que algunos sectores urbanos hacen de una parte de esa perspectiva integral del territorio, la espiritual, distorsiona, muchas veces, el sentido de las luchas de los pueblos. La mirada casi bucólica o ingenua de las cosmovisiones de los pueblos antiguos, sin anclaje en la lectura política de la realidad que las comunidades hacen con sus avances y retrocesos, suele generar una banalización de las disputas históricas. Por otro lado, los defensores de la propiedad privada y el desarrollo a cualquier costo arguyen que bajo esa mirada integral del territorio los indígenas quieren hacer otros Estados y quitarles todas las propiedades a los no indios. Nada de las luchas políticas actuales de los pueblos originarios puede ser tomado seriamente en ese sentido. Sí es válido que la sociedad debata cómo sostener la integridad territorial argentina sin avasallar los derechos de los pueblos originarios, sin que ese respeto al territorio permita una balcanización que haga perder soberanía o que genere una mayor mercantilización. A la vez que quienes aún no se reconocen o no son parte de los pueblos originarios deben hacer esfuerzos por seguir descolonizando la práctica social, también es importante tomar en cuenta la incidencia de los integrantes de pueblos originarios en las luchas y experiencias políticas por conseguir la justicia social para todos los ciudadanos, que, como dice Lenton, «permitieron que hoy tengamos determinados pisos de dignidad que ni siquiera los gobiernos neoliberales han podido destruir».

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