Libérate, semilla

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Recreando la experiencia del software libre, un grupo de cientistas sociales, agrónomos y economistas propone una alternativa a la privatización de la naturaleza y de la vida que impulsa el lobby de las grandes empresas. La propiedad intelectual, en debate.

(Ilustración: Pablo Blasberg)

Buena parte de los teóricos liberales está en contra de los monopolios porque al eliminarse la competencia, se pierde el incentivo para seguir innovando, mejorar la productividad o bajar los precios. Sin embargo, en la práctica existen numerosos métodos para generarlos y quedarse con sus tentadoras ventajas. Una de ellas es la utilización de patentes para controlar un nicho del mercado: la justificación, paradójicamente, es que esa ganancia permitirá financiar más innovaciones. Las posibilidades de que un solo actor pueda remplazar la competencia de muchos es materia de discusión teórica.  
Cuando el control sobre un nicho del mercado es, además, sobre conocimiento, se puede obtener una renta escalable sin que sea necesario, prácticamente, agregarle inversión o trabajo. Es como si un arquitecto en lugar de cobrar por diseñar una casa recibiera dinero cada vez que alguien la usa. Para sostener este modelo de negocios es necesario volcar buena parte de los recursos a hacer lobby sobre los legisladores y contratar a los mejores abogados. En este cruce de variables financieras, legales, tecnológicas y ambientales se posa una industria que, en la práctica, está patentando la naturaleza y la vida.

Modelos de negocios
«Tengo la hipótesis de que es más caro defender legalmente las modificaciones genéticas que desarrollarlas», explica Anabel Marín, investigadora del CONICET y del Centro de Investigaciones para la Transformación (CENIT), una fundación que cuenta con un acuerdo con la Universidad de San Martín. Marín es también la directora de Bioleft, una iniciativa multidisciplinaria que reúne cientistas sociales, agrónomos, economistas, comunicadores y más. Entre todos brindan una mirada amplia al problema del pantentamiento de semillas.
«Hay dos tipos de semilleras –resume Marín–. Primero, las globales multinacionales que intentan captar renta por medio de derechos de propiedad intelectual por patentes: hacen pocas innovaciones que sirvan para muchos ambientes que se venden globalmente como, por ejemplo, la resistencia al glifosato». Este tipo de empresas hace desarrollos en ingeniería genética que luego pueden introducirse en semillas ya adaptadas a los suelos particulares. Es ahí donde entran en juego otras semilleras locales que «trabajan sobre variedades que se adaptan a distintas condiciones, pestes, suelos, climas o lo que requiere cada año. Pero como tienen el gen de Monsanto o de Syngenta, pagan regalías».
Las consecuencias de estos modelos de negocios son enormes: por un lado, parte de las ganancias producidas por el trabajo local sobre la tierra se derivan hacia los países centrales, dificultando aún más el desarrollo de las economías periféricas. Si las empresas se apropian de la mayor parte del germoplasma (la información genética almacenada en la semilla) y no tienen incentivos económicos para desarrollar ciertas adaptaciones, se reduce la variabilidad genética de las plantas y aumenta el riesgo de que se vean afectadas por una enfermedad nueva. «Los bancos de semillas no pueden mantener vivo todo lo que matan las empresas», se lamenta Marín. Por otro lado, el patentamiento de la vida puede hacer que prácticas agrícolas milenarias sean penalizadas por no cumplir con leyes cada vez más restrictivas.
«Las leyes de los Estados Unidos, Australia, Japón y otros países permiten patentar la planta entera, es decir que si vos desarrollás tu propio gen y lo insertás en una planta ya patentada, estás infringiendo la ley», sintetiza Marín sobre un problema con numerosas aristas. Entre otras cosas, esto permite sancionar por violación de la propiedad intelectual a un agricultor que utiliza las semillas obtenidas de su cosecha. Desde esta lógica, los intercambios de semillas entre agricultores también corren el riesgo de ser perseguidos y sancionados. «Patentar una semilla en todo el mundo es muy complicado y riesgoso: podés quebrar por los gastos legales que conlleva defender tu desarrollo», explica la investigadora. La ley argentina de semillas, cuya reforma se tratará en la Cámara de Diputados este año, es más flexible, aunque la presión del lobby global apunta a endurecerla.

Al rescate
Es en este escenario de fuerte concentración y pérdida de derechos que se inserta Bioleft, la organización que dirige Marín. Para operar toma la experiencia del software libre, que utiliza el sistema de registro de la propiedad intelectual no para cerrar el conocimiento, si no para garantizar que se mantenga abierto. «Yo entiendo que por la presión del mercado concentrado todos vamos a converger hacia el sistema de Estados Unidos. Entonces desde Bioleft proponemos proteger al germoplasma, la diversidad genética que se transmite de una planta a otra», sintetiza la directora de la organización. «La licencia que proponemos la podés usar para transferir tu material. Lo que le agrega Bioleft es una cláusula que dice que no podés cerrarla a futuro. Eso la hace viral porque asegura que haya una cantidad de germoplasma por fuera del sistema de patentes».
De esta manera, promueven un registro de semillas libres que dé cuenta del conocimiento de la comunidad, permita modificarlas y ponerlas nuevamente en circulación protegidas de cualquier apropiación. La primera semilla que aprovecha la articulación legal de Bioleft es la semilla Ubuntu, una leguminosa forrajera que toma su nombre de una de las distribuciones de GNU/Linux más populares.
La idea es registrar también semillas mejoradas por generaciones, como la de quinoa, para que no se transformen en propiedad privada de una transnacional. «Si vos tenés registros de que eso existía, es más difícil que alguien se lo pueda apropiar. Además, nos dimos cuenta de que puede ser un insumo bueno para desarrolladores. Si armás una red de testeo colaborativo y distribuido, podés ver cómo funcionan las variedades en distintos ambientes; así generás una red alternativa al sistema privado», se entusiasma Marín. Bioleft propone a la comunidad dos herramientas: la licencia y la plataforma para conectar agricultores y mejoradores, registrar las transferencias y recolectar información crucial para el desempeño de las semillas. «Estamos en una etapa en la que queremos que la gente se sume: luego está la discusión de la gobernanza».
Según un informe de Oxfam, una confederación de organizaciones que luchan contra la pobreza, en 2017 las ocho personas más ricas del mundo poseían la misma riqueza que el resto de la población global. Lejos de derramar, estos ingentes recursos financieros acumulados buscan avanzar sobre nuevos nichos que permitan seguir escalando esta brutal diferencia. Desde esta óptica, patentar la vida parece una excelente idea.

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