A siete años de la caída de Muammar Kadhafi, el país atraviesa una compleja situación política y humanitaria con dos gobiernos paralelos, mafias que trafican refugiados y demandas sociales en ascenso. Intereses y perspectivas detrás del llamado a elecciones.
13 de junio de 2018
Anuncio histórico. Macron, junto a líderes del país africano, en el anuncio del acuerdo para iniciar un proceso de «normalización». (Laurent/Pool/AFP/Dachary)El cuerpo de Muammar Kadhafi yace en el suelo. El histórico líder libio tiene sangre en el rostro y pide clemencia. A su alrededor, un grupo de milicianos armados festeja su captura y lo exhibe como trofeo. Las potencias de Occidente y los medios internacionales celebran el fin del hombre que gobernó ininterrumpidamente durante 42 años. Auguran un florecimiento democrático. Pero se equivocan: a partir de allí, todo irá cada vez peor.
El derrocamiento y la posterior muerte de Kadhafi, en octubre de 2011, marcaron un punto de inflexión en la historia del país de África del Norte. Siete años después, Libia es escenario de la más cruenta violencia terrorista, en el marco de una situación social desesperante y un vacío político reflejado en la existencia de dos gobiernos paralelos que se disputan el poder y el control del territorio.
El panorama es nítidamente sombrío, pero podría empezar a cambiar. El primer paso en ese sentido se dio a fines de mayo en el Palacio del Elíseo, donde el presidente francés Emmanuel Macron hizo un anuncio histórico: Libia tendrá elecciones presidenciales y legislativas para iniciar un proceso de «normalización». El inédito acuerdo fue gestionado por el mandatario galo –que ofició de mediador entre las partes– y aprobado por los representantes de los enfrentados gobiernos libios: el primer ministro Fayez al Serraj, que apenas logra controlar Trípoli y es respaldado por la ONU y Estados Unidos; y el mariscal Jalifa Haftar, que domina militarmente el este del país y cuenta con el apoyo de Rusia. Al igual que en todo conflicto –y sobre todo donde hay importantes recursos estratégicos en juego, como es el caso del petróleo libio-, aquí también las potencias hunden sus hocicos.
El acuerdo contempla dos etapas. La primera estipula la sanción de una nueva Constitución –o, como mínimo, de una ley electoral– con fecha límite para el 16 de septiembre. Luego comenzaría la segunda, con la elaboración de las listas electorales y la realización de los comicios, pautados para el 10 de diciembre de este año.
Aunque el pacto despertó gran escepticismo, algunos posibles candidatos ya se anotaron en la contienda. El primero fue Saif al Islam, más conocido por ser hijo de Kadhafi. El hombre, de 42 años, era el elegido para convertirse en el sucesor de su padre. Oficiaba como mano derecha, mantenía buena relación con Occidente y hablaba un fluido inglés. Ahora, todos lo ven como el único dirigente capaz de lograr la reconciliación nacional.
Desafíos con paradojas
Pero su candidatura está envuelta en un halo de misterio: desde 2011, su paradero es una incógnita y todas sus declaraciones fueron difundidas por un abogado que oficia también como vocero. «Saif es el único capaz de lograr la paz y recabar el apoyo de todos, tras la conspiración extranjera para apropiarse de los recursos de Libia», aseguró Jaled al Zaidi, su nexo con la prensa. Con él coincidió Ashraf Abdel Fattah, miembro del Consejo Supremo de las Tribus Libias. «Es la figura más capaz para ganar estas elecciones y gestionar el país –dijo–. Muchos lo ven como la única solución para salvar a Libia de su caótica situación».
Efectivamente, quien sea electo presidente no solo tendrá la titánica tarea de unir a un país desmembrado, sino también disminuir los altísimos niveles de violencia que se registran en diferentes regiones por la proliferación de milicias y células terroristas vinculadas con Estado Islámico. Por si fuera poco, las condiciones de vida de los seis millones de libios son cada vez más precarias: en vastos poblados faltan agua, comida, electricidad y medicamentos. En una entrevista con el diario español El País, el jefe de la misión de la ONU en Libia, Ghassan Salamé, resumió: «Uno de cada cinco libios necesita ayuda humanitaria. Hay un colapso de los servicios públicos. Tienes hospitales, pero no hay ningún mantenimiento». Todavía hay 165.000 desplazados producto de las revueltas de 2011 y la posterior ofensiva militar de la OTAN que culminó en la muerte de Kadhafi.
A eso se suman las mafias dedicadas al contrabando de armas, drogas y también personas. Su poder creció con la fenomenal crisis migratoria, que estalló hace algunos años y que tiene a Libia como paso obligado en la ruta de muchos refugiados hacia Europa. Hundidos en la desesperación, los migrantes suelen ser engañados y secuestrados por los traficantes para exigir rescates por miles de euros o directamente venderlos como esclavos. Mientras, la Unión Europea se desentiende del problema y mira hacia el costado.
Lo paradójico es que, antes de la caída de Kadhafi, la situación era distinta: con todos sus problemas estructurales, el país ostentaba índices económicos y de desarrollo humano de los más altos de África. Desde entonces, la producción de petróleo cayó un tercio y la unidad política en torno a la figura del líder se desgarró en mil pedazos. En un acto de honestidad brutal –o de cinismo, según quién lo mire–, el propio Barack Obama reconoció como el error más grave de su gestión el no haber pensado qué ocurriría el «día después» de la ofensiva militar contra Libia. Pequeño detalle.