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Lo que cuenta el viento

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Un grupo de jóvenes profesionales recorre el norte de la provincia de Córdoba para recuperar las voces originarias de sus pobladores. Leyendas, saberes y relatos que sobreviven en el monte.

 

Oral y popular. Recreación de la tradicional celebración de la Pachamama en la localidad de Chuña Huasi. (relatosdelviento.org)

En la mente de Pablo Rosalía (37) aún resuena la voz de doña María Escalante, abuela campesina de Rinconada, pueblo del norte cordobés: «¿Volverán esos tiempos, don? Porque antes era sacrificada la vida, pero se vivía bien. Y ahora, está todo dado vuelta». En una época de diálogos virtuales, este comunicador social decidió volver a las fuentes: el relato oral, el cara a cara, que aún sobrevive en la Córdoba rural. Con un enfoque que está en las antípodas de convertir las voces del campo en cosa folclórica o pieza de museo, Rosalía muestra que los tiempos de los que habla doña María merecen un lugar en esta «modernidad líquida», como la define el sociólogo polaco Zygmunt Bauman.
Una curación milenaria. El valor de una leyenda que sabe ser protectora del monte nativo. O la simple (y potente) idea del bien comunitario. Todo viaja en la palabra. En el encuentro cotidiano de rostros sabedores de historias milenarias. El colectivo Relatos del Viento (ahora Asociación Civil y Cultural), fundado en 2005 por Rosalía e integrado por otros cientistas sociales, salió a andar camino, a recuperar las voces originarias y campesinas de la provincia mediterránea, mientras patean rutas de tierra, guardan evidencia fílmica y escrita de este patrimonio cultural que sobrevive en el monte.
«Si en esta parte del país hablan de seres mitológicos, hay vocablos indígenas, prácticas productivas ancestrales, y confección de artesanías, no podemos hablar de pasado originario. Hay que hablar de presente»,  se planta Rosalía. Les da batalla a quienes aún se refieren a los aborígenes como sujetos extintos. Para eso trabaja sobre dos líneas: la reafirmación identitaria de las propias comunidades campesinas e indígenas, y la divulgación de este archivo de saberes rurales ante la sociedad urbana (ver recuadro).

 

Aquí no hay indios
Acción llega a Colonia Caroya, a unos 44 kilómetros al norte de Córdoba capital, por la ruta 9. Casas pequeñas, sin rejas, calles que se pierden entre las chacras. Abundan las arboledas de plátanos. Es la marca identitaria de este pueblo, vecino del más renombrado Jesús María.
Rosalía abre su hogar. Presenta a Patricia Rionda (34), compañera de vida, ruta, y proyecto profesional. Es psicóloga, española, asturiana más precisamente. Andar en el monte, desde hace 3 años, le disfrazó el acento. Arrima un mate y confirma su argentinidad adoptada. Rosalía es cordobés de pura cepa. Enérgico. Va y viene. Busca libros, documentales, informaciones varias. Junto con trabajadores sociales y psicólogos comunitarios, la pareja pone el hombro a esta valiosa empresa.
–Buscan dar cuenta de que todavía hay formas de vida campesina e indígena. ¿Hay quienes lo quiere ocultar?
Rosalía: Sistemáticamente los distintos gobiernos, y la misma sociedad conservadora que tiene Córdoba, han procurado dar la idea de que no hay comunidades indígenas. Eduardo Angeloz en 1992, a propósito del debate por el 12 octubre, deja bien clarito: «En Córdoba no hay indios». Y lo dice como si fuese un orgullo.
Rionda: Por ejemplo, el Cerro Colorado es una visita casi obligatoria para los colegios de Córdoba. Para los chicos es fácil asociar las pictografías (indígenas) que hay allí o los morteros con la historia de la zona. Pero hay una disociación respecto a ellos. Piensan: «Los que hicieron esto son unos que vinieron antes que nosotros, pero no tienen nada que ver conmigo». Y lo hacen desde la más sana inocencia. Nadie les enseñó otra cosa.
Para las voces que niegan la sangre originaria en la sociedad actual, Rosalía recuerda el estudio de linajes parentales amerindios que realizó el equipo de antropología biológica de Darío Demarchi (Conicet) en 2006. Mal que les pese a muchos, en poblaciones criollas del norte cordobés se registró que el 79% de los individuos tiene raíz de la América prehispánica.
El mate circula, mientras Rosalía revisa su archivo mental. Escoge un recuerdo. Dice que ilustra «la potencia con que aún se manifiestan las categorías de pensamiento originario». Cita a Enrique Quiroga, campesino de San Francisco del Chañar, y su relato sobre la luz mala. «En realidad, esa luz es una compañia –con acentuación grave– para uno. No hay que meterse con lo que uno no entiende o no le corresponde. Deje las cosas como están, nada le va a pasar». Este ejemplo evidencia «el profundo respeto de lo ajeno, del todo que compone la naturaleza. Esa virtud es propia del originario y por correlación del campesino.»
Narrativas de este tipo podrían dar cuerpo a lo que algunos académicos llaman «buen vivir». Las comunidades originarias acumulan miles de años en la práctica de esta forma de vida, «no aprehendida académicamente». Monte adentro «todavía se narra la historia de “el dueño de los animales”, leyenda del mundo andino», apunta Rosalía. Según el relato, ese ser mitológico protege el bosque y castiga a quien caza de forma indiscriminada. Esta leyenda, que sobrevive en días de desmonte masivo, «cuida los recursos naturales desde tiempos ancestrales».

 

Una lucha desigual
«Hay muchos yuyos con los que la gente antes se curaba, no había que ir al médico. ¿Por qué cambió la gente? ¿Será por la radio, la tele? Dirán que somos antiguos, pero esas cosas no existían antes». Hortensia Quinteros (97), del paraje Ceci Yaco, en Deán Funes, expresa su añoranza por la medicina casera. Empacho, migraña, quemaduras, dolores óseos, todo sabía sanarse a partir de medicamentos que ofrendaba la tierra. Poleo en té, grasa de iguana, miel de palo o arrope (jalea) de mistol son algunas de las preparaciones campesinas en peligro de extinción.
Una pequeña de 15 años esboza una respuesta para doña Hortensia. María Ercilia Figueroa, de la escuela media de Sebastián Elcano, arroja un análisis que invita al silencio reflexivo: «Un mínimo té que te dan te cura un problemón que te puede costar un montón en un remedio. Por eso, muchas veces la gente apunta a que los curanderos son malos. ¿Por qué? Porque de ellos no pueden obtener ningún beneficio económico, como ir a comprar un remedio a una farmacia». El material audiovisual y gráfico de Relatos del Viento está desbordado de historias de este tinte, que evidencian la desvalorización por lo autóctono, y la desigual disputa por el sentido común.

Historias. Doña Ruperta cuenta que las fumigaciones afectan sus hierbas medicinales. (relatosdelviento.org)

Tal como ocurre con la medicina, en la alimentación se repite esa lógica. Con la voz resquebrajada de indignación, Rosalía cuenta que «ha habido casos de desnutrición al lado de (especies nutritivas como) algarrobos y mistoles que se pudrían». La «marginación de lo originario» llega al punto de modificar la dieta, porque de esos árboles «comían los indios». En Chuña, Paula Virgilia Torres (82) da cuenta de que «las comidas de hoy ya no se hacen como antes. Los chicos te dicen que esa es comida de chanchos… hoy nadie muele».
–¿Cómo operan los medios masivos en esta lucha simbólica?
Rionda: De quince años para acá, la irrupción masiva de los medios comerciales, la televisión satelital hasta en el último rancho e Internet marcaron una diferencia abismal. La tele machaca con otro modelo. Ser campesino es vendido como algo de segunda. Y ese mensaje finalmente llega. Pero el problema de fondo no son los medios sino el uso que se les da.
Rosalía: Otro ejemplo es la ruta 9 –que atraviesa al medio el norte cordobés–. Al bombardeo con carteles promoviendo el uso de agrotóxicos y tecnología basada en la modificación genética, se suman los modelos publicitarios en la ropa de marca; todos rubios que parecen de Alemania.
Los miembros del colectivo de investigación no pueden escindir esta disputa por la identidad de la lógica productiva que irrumpió en paralelo: los agronegocios vinculados con la expansión de la frontera sojera. «En los últimos 15 años, hay un acelere del desmonte que viene de la mano de un montón de problemáticas sociales».
Es en este marco que se potenció el éxodo campesino. Y entonces, «no sólo se rompe la vida comunitaria sino los modos de transmisión». Es que «desaparecen los espacios comunes, como la minga (del quechua mink’a)». En ese ámbito las familias compartían las cosechas, se transmitían saberes e historias y, a fin de cuentas, «mamaban la identidad».
«A lo mejor a alguno le cuesta reconocerlo. Yo me siento orgulloso». Víctor Hugo Navarro (46), campesino de Deán Funes, reivindica su ascendencia indígena. Rionda agrega otro triunfo. Recuerda a una niña que, tras un taller escolar, revisó su árbol genealógico. ¿Qué encontró? «Que tenía una abuela sanavirona. Y descubrir ese familiar fue un motivo de mucha alegría».
Junto con docentes, algunos funcionarios locales y los propios protagonistas de estas historias, Relatos del Viento demuestra que impugnar el discurso que pretende invisibilizar  la cultura campesino-indígena no es utópico. Un logro en ese sentido es el impulso político de la jefa comunal de Caminiaga, Edilma del Valle Navarro (UCR), para declarar ese pueblo como prehispánico. Una reparación frente a la visión planteada por su correligionario Angeloz, hace 20 años.
«Si vos no te sentís orgulloso de tu identidad indígena o campesina te arrasan», deja en claro Rosalía, acerca de la llama que enciende su trabajo diario. La pareja despide al cronista. Mañana, otra vez a patear caminos de tierra. En el monte sobrevuelan más relatos que aguardan ser narrados.

—Leonardo Rossi

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