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Los nuevos viejos

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El aumento de la calidad y la esperanza de vida gracias a los avances científicos y tecnológicos está transformando los modos de transitar por la llamada «tercera edad». Mitos y prejuicios.

 

Plazas porteñas. Adultos mayores comparten con los jóvenes la actividad física. Nicolas Pousthomis/Sub.coop)

Se levanta cada día a las cinco. Desayuna y pasea por el barrio para visitar a sus amigas. Más tarde cuida la huerta y teje. Y hacia el mediodía, se prepara la comida, almuerza y duerme una larga siesta. Por la tarde, vuelve a la tierra y a las lanas, y se acuesta temprano, después de cenar.
Esta es la rutina diaria de Teru, una de las 90 abuelas que viven en el pueblo con más habitantes centenarios del planeta: Ogimi, en el archipiélago japonés de Okinawa. El secreto –devela el informe El estilo de Okinawa. Cómo la gente más longeva del mundo logra una salud duradera– es la conjunción de ciertos genes con hábitos saludables, como una alimentación adecuada, la práctica de ejercicio y una vida tranquila y con sentido espiritual.
En el resto del mundo las perspectivas no son tan optimistas, aunque es indiscutible la prolongación de la esperanza de vida gracias a los avances científicos y tecnológicos de las últimas décadas. Y la tendencia, apuntan, se acentuará en el futuro: la Federación Iberoamericana de Asociaciones de Personas Adultas Mayores (FIAPAM) publica que en los próximos 50 años se triplicará la proporción de personas con más de 60 años; de ese modo, para esta última fecha, 1 de cada 4 latinoamericanos será una persona adulta mayor. Debido al aumento de la longevidad, el peso de las personas más viejas entre los mayores se incrementará; la población mayor de 75 años pasará de un 2% a un 8% entre 2000 y 2050. Y la ONU, a través de un informe de la CEPAL, alerta que si en Europa el proceso de envejecimiento de la población se llevó a cabo a lo largo de dos siglos, en América Latina se dará en apenas cinco décadas, lo que significa que tendrá menos tiempo para adaptar sus sistemas al nuevo escenario.
Por lo pronto, en la Argentina ya existe un millón de adultos mayores, según cálculos del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) y, solo en Buenos Aires viven cerca de 100.000 personas de más de 80 años. «Al igual que en los demás países de la llamada cultura occidental, la vejez en la Argentina es vista a través de mitos y prejuicios que la hacen sinónimo de discapacidad y pasividad. Paradójicamente, se aspira a la longevidad pero se rechaza la vejez», explica Graciela Zarebski, directora del área de Psicogerontología de la Universidad de Maimónides (UM).
Una de las aspiraciones más compartidas entre los que contemplan una vida longeva es la capacidad de seguir manteniendo la autonomía. «No quiero ser una carga» apareció en la mayoría de las respuestas de un estudio elaborado por la UM. En el lado de los factores que contribuyen a conservarse «autoválido» (a pesar de los desgastes inevitables por el paso del tiempo en el cuerpo y aun a pesar de las patologías) hay dos elementos clave: la capacidad de adaptación y la flexibilidad para soportar contradicciones, paradojas y cambios. El contexto también es fundamental, sostienen los expertos, ya que la salud y el desempeño intelectual se mantienen mejor bajo la influencia de emociones positivas: todo aquello que haga sentir a la persona productiva, tanto social como familiarmente, tendrá este efecto. Y también todo aquello que contribuya a superar las adversidades y hasta a salir fortalecido de esos tropiezos, como el sentido el humor o el sentirse reconocido por los otros.
Teatro, taller de títeres, folclore, fotografía, estimulación de la memoria, escritura, francés, Internet avanzado o hasta cómo aprender a caerse. La oferta de cursos destinada a los adultos mayores es extensa y sugestiva. Se ofrecen en todo el país desde diferentes centros, tanto públicos como privados, para fomentar el actual lema en boga de los organismos internacionales: promover el envejecimiento activo.
En una vuelta más de tuerca, no solo se plantea la actividad desde un punto de vista pasivo (los mayores solo como receptores de los servicios que les beneficia), sino también como partes activas y dinámicas. «Los adultos mayores están cada vez en mejores condiciones de aptitud física y psicológica, no solo para recrearse y seguir aprendiendo, sino también para aportar a la sociedad su memoria, su creatividad, su solidaridad, desde el trabajo y desde el voluntariado. Elaborando proyectos propios, chicos quizás, pero posibles. Los mayores de hoy no sobreviven, viven. Y conservan su autonomía», comenta Zarebski.
Para llegar a la generalización de este estado ideal, primero debe transformarse la concepción colectiva de qué significa ser viejo en el siglo XXI. La Gerontología es la rama de las ciencias de la salud que ayuda en este sentido. Contribuye a ampliar el concepto de que la persona mayor es solo un paciente de la medicina, un candidato al geriátrico o un consumidor de psicofármacos. «Así como hace 100 años apareció la Pediatría como disciplina diferenciada para la atención del niño, hasta ese momento a cargo del médico general, hace unos años surgió la necesidad de contar con herramientas específicas para abordar la problemática de la gente grande. Así han surgido la Geriatría como rama de la Medicina, la Psicogerontología como rama de la Psicologia y la Gerontología Social para dar respuesta a todas las cuestiones de índole social», dice Cynthia Mariñansky, médica geriatra y directora de la Escuela de Ciencias del Envejecimiento de la UM y vocal en la Sociedad Argentina de Gerontología y Geriatría con la dirección de la Escuela de Ciencias del Envejecimiento en la UM.
Desde ambos organismos imparten cursos destinados a quien luego estará en contacto con las personas mayores. Y estudian no solo cómo afecta la vejez en la sexualidad, en la calidad del sueño o en las relaciones con la familia, por ejemplo, sino también cómo educar correctamente a estos superveteranos para que lo físico, lo emocional y lo social les permita llegar un poco más allá, con el aspecto lozano y las ganas intactas.

Ana Claudia Rodríguez