Lula: golpe al golpe

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La detención de Lula Da Silva muestra a un Partido de los Trabajdores (PT) preso de una institucionalidad que logró desarticular la frágil democracia brasileña, colocando por encima de ella a un tribunal regional de primera instancia y luego al Supremo Tribunal Federal. El primer paso fue en 2016, cuando al consumarse el golpe contra Dilma Rousseff, 61 voluntades parlamentarias golpistas echaron por tierra los 54 millones de votos obtenidos por Rousseff. Estas instancias judiciales –junto con el  accionar de jueces como Sergio Moro– han expresado la necesidad por parte de los grupos económicos de Brasil de confiar en una nueva clase dirigente para esta etapa del capitalismo; amén de urgentes expectativas de desarme de instancias regionales –además de los BRICS– que la derecha regional y los Departamentos de Estado y de Justicia norteamericano han puesto entre sus principales objetivos. Sabido es que, en el devenir del PT, se ha priorizado una tradición aliancista. También que el sistema político brasileño, por su fragilidad, condena a los programas progresistas a establecer acuerdos que se constituyen en sus propias fronteras. Estas estrategias de gobernabilidad suelen profundizarse en escenarios de restauración, o por lo menos de crisis, lo que «obligó» al PT a conformar un gobierno de coalición apenas iniciado el segundo mandato de Rousseff, luego de que la derecha consiguió ganar las calles en 2013. La contracara de aquello fue un campo popular desmovilizado y organizaciones sociales que ya no acompañaban. A casi dos años de la destitución de Dilma, se consolida el golpe. Si en la figura de Lula algo sobresale es su liderazgo regional, el más claro luego de la muerte de Hugo Chávez; sobre todo en relación con la dimensión política –de unidad– que instancias como Unasur cumplieron en nuestra región frente a procesos de desestabilización.

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