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Una sola persona es capaz de infectar a cientos y hasta miles bajo ciertas condiciones. Infinidad de casos de contagios masivos ponen el foco en la transmisión aérea, que ha sido motivo de polémicas entre científicos y organismos internacionales. La situación argentina y la inmunidad del miedo.

Milán. En febrero, el partido por los octavos de final de la Champions League contribuyó a que el virus se extendiera por el norte de Italia. (Medina/AFP/Dachary)

Cantar, rezar, gritar. Ventilación escasa, distancia social insuficiente, contactos prolongados. Personas que comparten un espacio y el aire que respiran. Carga viral alta, mal uso de barbijos, flujos aéreos impredecibles. Una serie de factores cuyas interacciones están siendo investigadas por científicos de todo el mundo contribuyeron a provocar, desde los inicios de la pandemia, estallidos masivos de COVID-19: situaciones en las que a partir de un único foco –una persona en general asintomática–, se infectan cientos y hasta miles de seres humanos. «Eventos de superpropagación» es el nombre que se les ha dado a estos acontecimientos, que incidieron en las curvas epidemiológicas de muchos países.
En espacios cerrados como templos, clubes de música, oficinas, salones de fiesta, fábricas, hoteles y bares, el nuevo coronavirus SARS-Co-V2 encontró un hábitat hospitalario para multiplicarse. El crecimiento que saturó los nosocomios en algunos países europeos en marzo pudo haber estado relacionado con eventos de este tipo. En febrero, dos días antes de que el primer caso de COVID-19 fuera confirmado en Italia, el partido por los octavos de final de la Champions League entre Atalanta y Valencia, que se disputó en Milán, se convirtió en el empujón que necesitaba la enfermedad para expandirse con fuerza por el norte de la península. Fue, según Giorgio Gori, alcalde de Bérgamo, una «bomba biológica»: 40.000 habitantes de esta ciudad que viajaron a Milán compartieron bares, tribunas y abrazos. Semanas después, Bérgamo se convertiría en uno de los epicentros de la pandemia y el 35% del plantel del Valencia terminó infectado.
En tanto, a fines de febrero, un encuentro de la empresa de biotecnología Biogen disparó los contagios en la ciudad de Boston. Durante dos días, 200 personas de distintos países compartieron espacios comunes del hotel, salas de conferencia, se dieron las manos, intercambiaron besos y abrazos sin darse cuenta de que en esos contactos circulaba y se multiplicaba también el virus. En las dos semanas semanas siguientes, fueron diagnosticados 90 casos relacionados con la conferencia. Gracias a una pequeña mutación, una especie de «huella digital», el virus de Boston se pudo identificar y su trayectoria pudo ser rastreada. Así se supo que decenas de miles de casos en Estados Unidos, Singapur y Australia provinieron de esa primera semilla. Pero el más notable de los casos de superpropagación ocurrió en Corea del Sur a principios de febrero: una sola mujer, conocida como la «paciente 31» y asidua concurrente a una iglesia de la ciudad de Daegu, convirtió al país, donde la enfermedad estaba controlada, en escenario del mayor brote fuera de China.

De Daegu a Washington
Vestidos de blanco, muy cerca unos de otros, los fieles de la Iglesia de Jesús Shincheonji, Templo del Tabernáculo del Testimonio, participan de un oficio religioso en el que ocultar la cara con lentes o tapabocas es considerado una ofensa a Dios. Los himnos son cantados con fervor y los fieles responden «amén» a cada frase del ministro. Shincheonji es la abreviatura de «Nuevo cielo, nueva tierra» en coreano, y el nombre de un credo que agrupa a más de 200.000 feligreses. Concurrir a misa es un precepto que debe cumplirse aun estando enfermo, según aseguran exmiembros de la congregación, considerada por la Iglesia Presbiteriana Coreana como una secta.

Parte del aire. La evidencia sobre el papel de los aerosoles crece día a día. (Shutterstock)

En Daegu, una ciudad de 2,5 millones de habitantes, el templo de Shincheonji fue sede del primer evento de superpropagación de COVID-19 del que se tenga registro. Así lo definieron los Centros del Control y Prevención de enfermedades del país asiático, que mediante investigación epidemiológica y sofisticadas técnicas de rastreo determinaron que una sola persona había sido responsable del contagio de varios centenares. La mujer asistió a cuatro oficios religiosos y a los pocos días dio positivo para COVID-19. 10.000 fieles fueron puestos en cuarentena. Un mes después, el clúster de Shincheonji era responsable de al menos 60% de los casos de toda Corea del Sur. «A diferencia de otras iglesias, los miembros de Shincheonji deben sentarse muy juntos en el suelo, en filas ordenadas, casi militares, durante los servicios. Se supone que no debemos usar nada que nos tape la cara, como anteojos o tapabocas, y que debemos cantar nuestros himnos en voz muy alta», explicó un exmiembro del culto al canal coreano Arirang TV. Tras conocerse los casos se desató una oleada de repudios a la iglesia y sus prácticas, y el Gobierno coreano demandó a su líder, Lee Man-hee, por «homicidio, perjuicio y vulneración en la prevención y gestión de enfermedades infecciosas».

Cahn. El riesgo se incrementa cuando hay mucha gente y poca ventilación.

Mientras Lee pedía perdón postrándose ante la las cámaras, en otra iglesia, a miles de kilómetros de distancia, los integrantes de un coro discutían sobre la conveniencia de suspender los ensayos. Comenzaba marzo; en el condado de Skagit, estado de Washington, escuelas, restaurantes y tiendas estaban abiertas pero el nuevo coronavirus ya se estaba extendiendo por el territorio de los Estados Unidos. Los directores del Skagit Valley Chorale decidieron continuar con las prácticas programadas en la Iglesia Presbiteriana Mount Vernon. El 10 de marzo, 61 integrantes del coro concurrieron al ensayo que, semanas después, los medios locales caracterizarían como «fatal». 52 de ellos contrajeron COVID-19 y dos murieron. Los contagios se produjeron a pesar de que se habían tomado precauciones: se utilizó alcohol en gel, se evitaron los abrazos y los apretones de mano, todos llevaron sus propias partituras, no tuvieron contacto físico y se respetó la distancia social recomendada.

Pizzi. En Santiago del Estero, una sola persona contagió a otras 300.

El incidente atrajo la atención de la prensa y de investigadores de distintas universidades de Estados Unidos, Canadá, Australia y el Reino Unido. Un pormenorizado trabajo publicado en la revista científica Indoor Air reconstruye el desarrollo del ensayo. Teniendo en cuenta la alta tasa de incidencia de la enfermedad –el 87% de los asistentes terminaron infectados–, el estudio llega a la conclusión de que los contagios se produjeron por inhalación de aerosoles, es decir, las pequeñas partículas de saliva y fluidos respiratorios exhaladas al cantar, hablar, gritar o respirar. A diferencia de las gotas más grandes expelidas al toser o estornudar, que por su tamaño y peso tienden a caer y depositarse sobre el suelo u otras superficies, los aerosoles pueden permanecer horas flotando en el aire y «viajar» distancias más largas. Infectan al inhalarse por la nariz o la boca o, de modo menos probable, por deposición en los ojos, según explica el doctor en física José Luis Jiménez, de la Universidad de Colorado.

Vizzotti. «Evitar acciones intensas como hablar fuerte, gritar, cantar o reírse.»

La discusión sobre el papel de los aerosoles en la propagación del COVID-19 se remonta casi al inicio de la pandemia y ha enfrentado a especialistas en polución del aire con organismos internacionales como la Organización Mundial de la Salud (OMS) o los CDC (Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades) de Estados Unidos. La OMS asegura que el contagio se produce sobre todo por contacto directo –con una persona infectada– o indirecto –con un objeto o superficie contaminada– a través de las gotas más grandes, portadoras del virus. Pero un grupo de prominentes científicos de todo el mundo insiste desde hace meses en que la transmisión áerea es el principal impulsor de la pandemia. Las nubes de finísimos aerosoles que contienen el virus jugarían, así, un papel fundamental en la propagación, y su capacidad para permanecer horas en el aire supondría nuevos desafíos a la hora de recomendar estrategias de prevención, reabrir comercios o escuelas.
Los casos de contagios masivos aportaron pruebas contundentes a favor de la hipótesis de la propagación aérea. «Solo la transmisión por aerosoles puede explicar que una persona haya infectado a 52, incluyendo a algunas que estuvieron a 13 metros de distancia del caso índice», asegura Jiménez, uno de los autores del paper que analizó el caso del Skagit Valley Chorale. A la misma conclusión arribaron muchos de sus colegas a propósito de otros eventos de superpropagación: esas cascadas de contagios entre personas que no tuvieron contacto directo no pueden ser explicadas de otra manera.

Rezos y risas
«Cómo no se va a poder reír la gente, lo que necesitamos es un poco de alegría». Más cerca del eslogan que de los argumentos o las evidencias científicas, el vicejefe de Gobierno porteño, Diego Santilli, le respondió a la periodista Cristina Pérez. Ese mismo día, la secretaria de Acceso a la Salud de la Nación, Carla Vizzotti, había recomendado, en el reporte matutino que brinda todas las mañanas, evitar «acciones intensas como hablar fuerte, gritar, cantar o reírse» en lugares cerrados. «¿Usted coincide con las declaraciones de la funcionaria nacional Carla Vizzoti acerca de que no hay que reírse?», le había preguntado con ironía Pérez a Santilli en el noticiero de Telefe. Tras intentar eludir la pregunta, Santilli respondió que no, que cómo no se iba a poder reír la gente. Que lo que necesitamos es alegría. Mientras los contagios seguían aumentando en forma alarmante y la Argentina se convertía en el quinto país con más cantidad de casos diarios, la discusión pública sobre la pandemia transitaba por los carriles de la falacia y la ironía. La recomendación de Vizzottti, basada en el creciente consenso científico sobre el riesgo de transmisión por inhalación de aerosoles, cuya emisión aumenta al hablar alto, cantar o reírse, fue, en el mejor de los casos, ignorada.

Reacción en cadena. Gran parte de los primeros casos registrados en Corea del Sur estuvieron vinculados con la iglesia de Shincheonji. (Yeon Je/AFP/Dachary)

Una semana después, una serie de contagios masivos en la localidad de Justiniano Posse, provincia de Córdoba, le dieron tristemente la razón a la funcionaria. No hubo risas, pero sí rezos en la Iglesia Natividad de María durante la misa en honor a la patrona del pueblo. Según testigos, el sacerdote invitó a los asistentes a quitarse los barbijos: quienes lo usan, dijo, son miedosos. Además, tal como lo revelan imágenes difundidas por la televisión cordobesa, no se respetó el distanciamiento social. Al poco tiempo, en la localidad de 8.500 habitantes se registraron 16 casos positivos, la mayoría vinculados con el servicio religioso.
La misa de Justiniano Posse se sumó así a una serie de casos registrados desde el inicio de la pandemia, como el del joven que, a mediados de marzo, contagió a 20 personas –entre ellas su abuelo, que falleció semanas más tarde– en un cumpleaños de 15 en el partido bonaerense de Moreno o el baby-shower clandestino que en junio disparó una ola de contagios en la ciudad de Necochea.
El epidemiólogo cordobés Hugo Pizzi aporta otros ejemplos: «Fiestas clandestinas, un viajante que paró en la localidad cordobesa de Monte Maíz, se puso a tomar mate con otras personas y contaminó a todo el pueblo, o el caso de don Ávila, un santiagueño que yendo de asado en asado terminó contagiando a 300 personas». Para Roberto Etchenique, doctor en Química e investigador del CONICET (ver recuadro), el estudio de los eventos de propagación es una de las deudas pendientes en la Argentina. Se sabe, sin embargo, como destaca la infectóloga Florencia Cahn, que los «lugares donde hay aglomeración de muchas personas, donde no se puede mantener la distancia, y más aun cuando se trata de lugares cerrados y poco ventilados» son los escenarios más proclives a generar contagios masivos. Pero también, insiste, «puede haber aglomeración de personas al aire libre». Un runner, ejemplifica Etchenique, si tiene una carga viral alta, «deja una nube de virus que los que vienen detrás corriendo lo pueden agarrar».

Buenos Aires. Poca distancia y escasos barbijos en la reapertura de bares y restaurantes. (Daniel Vides/NA)

«Al ser al aire libre –dice– uno puede pensar que no es tan peligroso, y es cierto, si lo hicieran dentro de un lugar cerrado sería una matanza, pero aunque estén al aire libre, si están todos corriendo uno detrás de otro, hay riesgo». Calles hacinadas, bares desbordados, tapabocas mal colocados, marchas sin barbijos, fiestas clandestinas, incrementan las probabilidades de transmisión. El virus, como lo demuestra la creciente evidencia, está en el aire. Y la gran cantidad de asintomáticos, que ignoran que están enfermos pero pueden contagiar, obliga a seguir respetando el distanciamiento y el uso de barbijo. Mantener distancia es, paradójicamente, la única forma de estar cerca de los otros, cuidando la vida apropia y la de los demás.

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