Nobel en conflicto

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Los rohingyas, minoría musulmana considerada extranjera, sufren la persecución del Ejército que provocó el éxodo de 600.000 de sus miembros. El rol de San Suu Kyi: del premio de la academia sueca a cómplice de lo que la ONU llama «limpieza étnica».


Naypidó. La cuestionada dirigente de la antigua Birmania en un discurso pronunciado en la capital del país, durante setiembre de este año. (THU/AFP/Dachary)

Todo el mundo sabe que la injusticia me rebela. Y hoy me rebela esto que le pasa a la señora Suu Kyi por no tener la libertad de estar con su pueblo». El mensaje, grabado en 2008 por un Diego Maradona delgado y de frondosa cabellera, formaba parte de una campaña mundial para exigir la liberación de Aung San Suu Kyi, ícono de la lucha democrática en Myanmar, en aquel entonces detenida por enfrentar a la dictadura militar que gobernaba el país. La denuncia de Maradona y de otras figuras internacionales, acompañada por la fuerte presión de organismos de derechos humanos, tuvo su efecto: Suu Kyi fue liberada en 2010.
Mucha agua corrió bajo el puente desde ese momento hasta que, en 2015, la emblemática mujer que había sido galardonada con el Premio Noble de la Paz por su lucha a favor de los derechos humanos en 1991, ganó las elecciones presidenciales y abrió una nueva etapa en la historia de Myanmar –la antigua Birmania– tras 40 años de gobierno militar. Sin embargo, la incipiente primavera democrática no fue sinónimo de bienestar y reconocimiento de derechos en uno de los países más pobres del sudeste asiático. Todo lo contrario: hoy, Suu Kyi es tapa de diarios y revistas por su complicidad frente a la feroz embestida que sufren los rohingyas, una minoría musulmana que, según la ONU, es víctima de una «limpieza étnica» que incluye «elementos de genocidio».
Los datos son contundentes: este año, unos 600.000 rohingyas –es decir, la mitad de todos los que viven en Myanmar– huyeron hacia el vecino Bangladesh para escapar de la represión del Ejército. Otros 120.000 sobreviven en campos cerrados bajo la temible vigilancia de las autoridades birmanas. Se trata de villas miseria en las que no hay servicios básicos y donde reinan el hambre y la violencia.

Palabra prohibida
Según marcan las leyes de Myanmar, los rohingyas no tienen derecho a poseer tierras ni propiedades. No pueden practicar algunas actividades laborales ni manifestarse. Son considerados extranjeros, sin derechos civiles ni políticos, que deben pedir permiso para casarse o viajar. En su visita al país a fines de noviembre, el papa Francisco ni siquiera pudo usar la palabra «rohingya», cuya pronunciación está prohibida (ver recuadro). Para Amnistía Internacional, es un sistema institucionalizado de segregación étnica y racial que constituye «un apartheid y un crimen contra la humanidad».
En un país principalmente budista y donde el odio religioso parece ser parte de la vida cotidiana, los rohingyas sufren la persecución del Estado birmano con sucesivos rebrotes de violencia. El último se dio en agosto pasado, cuando el grupo insurgente ARSA (Arakan Rohingya Salvation Army) realizó una serie de ataques contra puestos militares en el estado de Rakhine. La represión del Ejército de Myanmar fue aplastante y contra toda la minoría islámica, sin importar su pertenencia o no a la organización armada. El gobierno sostiene que, desde entonces, abatió a 370 «terroristas». Los musulmanes hablan de más de 3.000 muertos.

Construcción del enemigo
Aunque Suu Kyi no es la presidenta del país –la Constitución se lo prohíbe por tener hijos extranjeros y por eso confió el cargo a un íntimo amigo–, encabeza cuatro ministerios y oficia como líder de facto. En este nuevo capítulo del conflicto con los rohingyas, todas sus acciones avalaron el accionar del Ejército: no hubo condena para altos ni bajos mandos, cuestionó las denuncias de víctimas, testigos y organizaciones internacionales, y culpó a la «inmigración ilegal» de propagar el terrorismo. No era Donald Trump quien hablaba, sino una mujer que ganó el Premio Nobel de la Paz. Más de 400.000 personas ya firmaron un petitorio para exigir que se le retire el galardón.
Consultado por Acción, Tomás Ojea Quintana, exrelator especial de la ONU para los derechos humanos en Myanmar, sostuvo que son varios los factores que explican la postura de Suu Kyi frente a la crisis de los rohingyas. «En primer lugar, hay que recordar que los militares todavía tienen una cuota de poder muy importante. Designan a los ministros de Interior y Defensa, y cuentan con el 25% de las bancas en el Parlamento, mientras el gobierno de Suu Kyi es nuevo y frágil. A eso se suma que los rohingyas siempre fueron utilizados como el “enemigo interno” para generar cohesión en la población y apoyo a las Fuerzas Armadas», señaló el abogado argentino, quien en su labor como funcionario de la ONU visitó Myanmar en diez ocasiones.
Más allá de lo que ocurre puertas adentro, el conflicto también tiene su costado geopolítico. En el interior del Consejo de Seguridad de la ONU, EE.UU. es el principal impulsor de sanciones contra Myanmar, pero se topa con la oposición de Rusia y China, que sostienen el principio de no interferencia en asuntos internos cuando se trata de derechos humanos. En el fondo, persiste una lucha por ejercer control sobre la antigua Birmania, históricamente cercana al gobierno chino, pero más permeable a la influencia occidental desde que inició su transición a la democracia.
Mientras las grandes potencias resuelven sus disputas, Suu Kyi vuelve a estar en el centro de la escena, al igual que hace diez años. La diferencia es que hoy el mundo no clama por su libertad y su protección, sino por la de una comunidad perseguida y hostigada desde hace más de 50 años.