Nueva era en la India

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A raíz de su gestión en Guyarat, el distrito más próspero –y a la vez el más injusto– de esa extensa nación, su pasado genera temores. Los mercados están exultantes porque prometió bajar impuestos.

 

Ceremonia. El primer ministro más votado en décadas tendrá una mayoría parlamentaria pocas veces vista en el país. (Singh/AFP/Dachary)

El segundo país más poblado y el del tercer Producto Interno Bruto (Pib) del mundo, uno de los cinco mercados emergentes más importantes de la economía internacional (a la par de Rusia, China, Sudáfrica y Brasil), una de las pocas naciones dueñas de la bomba atómica, la tierra donde se hablan 447 lenguas, la cultura que considera sagradas a las vacas. Todas esas definiciones le caben a la India y, sin embargo, no llegan a definirla. Esa democracia descomunal decidió, en comicios que duraron cinco semanas, dejar atrás a la dinastía Nehru-Gandhi, en el poder casi ininterrumpidamente desde 1947, año de la independencia nacional. El nuevo primer ministro indio, Narendra Modi, promete gobernar uno de los gigantes asiáticos con el sello que ya aplicó en su estado de Gujarat: una gestión prolija, orientada a las clases medias, benevolente con empresarios e inversores. Pese a que Modi no supo resolver en su propia casa la desigualdad en los sectores más pobres, su oferta resultó irresistible para un electorado que expresó en las urnas su descontento por los aumentos de precios, el desempleo y la corrupción que le imputan a la administración saliente. Pero deja un interrogante sobre lo que ocurrirá en esta estratégica nación ante un cambio que no es menor.
«La victoria de Modi sería una desgracia para el futuro de la India como país que abraza los ideales de inclusión y protección para toda su gente», había advertido el escritor Salman Rushdie antes de que sus compatriotas se dispusieran a votar. La crítica del autor de Los versos satánicos resaltaba los puntos débiles de un modelo presentado como exitoso en Gujarat. Ese distrito tiene, sí, la segunda renta per cápita más alta de la India y luce un crecimiento anual del 10%, el doble de la tasa que ostenta el país. Pero en su terruño los índices de desnutrición se encuentran entre los peores de la región, el nivel de la educación pública es bajísimo y en materia de salud, por caso, más de la mitad de los niños no están vacunados contra la polio o el tétanos.
Bajo el rótulo «Gujarat», el archivo de Modi también tiene una mancha más bien roja. En 2002, ultranacionalistas hindúes mataron en ese estado a un millar de musulmanes. Algunos de ellos, mujeres y niños, fueron quemados vivos. El ataque fue una brutal respuesta a una agresión atribuida a la minoría musulmana contra pasajeros de un tren que se dirigía a la ciudad de Ayodhya, donde se planeaba construir una mezquita incendiada en 1992. Se acusó a Modi de contribuir a tanto fuego con su radicalizada posición religiosa y política. Fue investigado por su responsabilidad en la masacre y resultó absuelto. Organismos de derechos humanos sostuvieron y sostienen que el hoy primer ministro miró para otro lado al momento de dar con los autores materiales del hecho y lo acusan de paralizar a las fuerzas de seguridad al momento de cuidar a los musulmanes. Algunos van más allá y califican esos disturbios violentos como pogromos, episodios inducidos, supuestamente, por el poder del Estado.

 

«Lo hicimos mal»
«Necesitamos llevar a la India hacia adelante, para cumplir los sueños de los 1.200 millones de habitantes. En democracia no hay enemigos, sólo hay oposición. Tomaré vuestro amor y lo convertiré en progreso», expresó el mandatario a poco de ser electo. Su triunfo se sustentó en una inédita participación ciudadana en los comicios, con un índice de asistencia del 66%, unos 540 millones de electores entre más de 800 millones de ciudadanos aptos para sufragar. El representante del partido Bharatiya Janata (Bjp, Partido del Pueblo Indio en idioma hindi) consiguió una apabullante hegemonía parlamentaria. Modi se alzó con 283 de los 543 escaños de la Cámara Baja, número que asciende a 336 si se cuentan los partidos aliados. El oficialismo, con su Partido del Congreso, sumó apenas 44 bancas. «Lo hemos hecho bastante mal», admitió –como si hiciera falta– Rahul Gandhi, el candidato derrotado. Su apellido y su historia familiar (es hijo de Rajiv Gandhi y nieto de Indira Nehru Gandhi, dos ex primeros ministros asesinados en funciones) no sirvieron para darle chances en la contienda. Tampoco lo ayudó el apellido
(que suele dar lugar a confusiones, porque el esposo de Indira no era de una rama familiar relacionada con el Mahatma) ni la coyuntura: el país tiene a 900 millones de habitantes que sobreviven con menos de dos dólares diarios y ninguno de los planes lanzados por el oficialismo en este último tiempo fue suficiente para mitigar esa catástrofe.

 

Inversores contentos
Por cuestiones de crecimiento demográfico, hay una franja etaria (18-25 años) que tiene severos problemas de empleo, en un escenario en el que el 70% de los habitantes sigue dependiendo de puestos de trabajo rurales. En ese contexto, el alza en el costo de los alimentos es un escollo insoslayable. El índice de precios al consumidor (IPC) fue del 8,3% en marzo y del 8,6% en abril. Las clases bajas –por décadas, sustrato electoral del clan Gandhi– se volcaron a quien les propuso terminar con esta crisis, sin dar precisiones sobre el cómo. El líder que en Gujarat desatendió a los más pobres asoma ahora como el que los favorecerá.

Modi. Es vegetariano y muy religioso.
(Singh/AFP/Dachary)

Los mercados, esa entelequia universal, sonrieron ante el veredicto de las urnas. Tras conocerse el resultado de la elección, el índice de referencia de la bolsa india, el Sensex, trepó hasta los 24.376,9 puntos, record histórico. El movimiento de acciones en el último lustro había tenido un fuerte descenso en el PIB, del 9,5% al 4,5%. Durante la campaña, Modi había asegurado que impulsaría proyectos por unos 75 billones de euros. Los inversores, parece, le creyeron. Ya se sentían castigados por lo que el propio candidato del BJP había llamado «terrorismo impositivo», una disposición del gobierno indio para gravar las actividades de grandes compañías multinacionales instaladas en su suelo. Vodafone, una operadora de telefonía celular con casa matriz en Inglaterra, había recibido una intimación por 2.000 millones de dólares. La Corte Suprema de la India resolvió que la firma no tenía que pagar. El oficialismo modificó las leyes para permitir el cobro retroactivo de esa obligación. La disputa continúa e involucra, por casos similares, a firmas como AT&T, Nokia y la cervecera Miller.
«El niño hinduista que vendía té gobernará la mayor democracia del mundo». Ese título, repetido en muchos medios de comunicación internacionales, fue la síntesis que el propio Modi ayudó a construir. Se lo presentó como un chico que ayudaba a su padre ofreciendo té en las estaciones de trenes, se habló de un viaje místico de tres años al Himalaya en su adolescencia, se comentó su afición al yoga y su condición de vegetariano, se resaltaron sus costumbres austeras y su personalidad reservada. Cuentan que vive solo, acompañado apenas por una colección de pájaros; resaltan que evita hablar en idioma inglés. No tuvo idéntica repercusión ni espacio mediático la formación ideológica del hombre del BJP. Modi se inició políticamente en el Rashtriya Swayamsevak Sangh (RSS), una organización con estructura y método paramilitar, agrupación que simpatizaba con la Alemania nazi, intransigente en la defensa del nacionalismo hindú.

 

Doctrina nuclear
Ese fundamentalismo de origen, sumado al incidente Gujarat, ampliado por la propuesta del BJP para recuperar para el hinduismo sitios del culto islámico, presuponen un cóctel explosivo. La lupa se posa sobre la relación entre India y Pakistán; ambas, potencias nucleares. Tienen un arsenal en permanente desarrollo y un pasado bélico en el que dos veces estuvieron a punto de recurrir a la bomba: en 1999, en la llamada guerra de Kargil, y en 2001, tras un ataque al Parlamento indio. El conflicto por Cachemira, la región bajo administración de Nueva Delhi reclamada por Islamabad, mantiene encendido el alerta.
«Estudiar en detalle la doctrina nuclear, revisarla y actualizarla para hacer las modificaciones relevantes para estos tiempos», rezaba la plataforma electoral de Modi. La definición es vaga, pero para algunos representa un cambio en la postura que el propio BJP sostiene desde 1998, impulsada por el entonces primer ministro Atal Behari Vajpayee: que la India no sea la primera en utilizar el armamento nuclear. El flamante mandatario intentó apaciguar las sospechas. «Aquella (la de Vajpayee) fue una gran iniciativa y no estamos comprometiéndola. Somos muy claros. La política de no ser los primeros en disparar es un reflejo de nuestra herencia cultural», manifestó Modi. Una triple carambola pone en juego la tranquilidad en la región. En India temen a China, que no adhiere a la idea de «no tirar si no nos tiran primero». Por eso preparan, entre otras cosas, un misil de largo alcance. En tanto, Pakistán no baja la guardia en la frontera y también revitaliza su producción de armas.
«Esta victoria está dedicada a los sacrificios de generaciones de leales trabajadores de mi partido, que han estado dando batalla desde hace medio siglo. Este es el fruto de sus bendiciones, sus rezos y su esfuerzo», arengó Modi a los suyos. Los triunfos políticos, se sabe, multiplican las nuevas amistades y renuevan las viejas. Barack Obama, presidente estadounidense, fue uno de los primeros en felicitar a su colega electo. Desde la Casa Blanca, prometió devolverle la visa que Estados Unidos le había quitado en 2005, tras los sangrientos sucesos de Gujarat. El indulto tiene un argumento de peso: India es el país que Washington eligió como contrapeso de China en Asia y está considerado como un importante socio comercial, un activo comprador de armas y un posible receptor de plantas nucleares made in USA para producir energía eléctrica.

Diego Pietrafesa

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