Nueva mirada generacional

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Libros, películas, obras de teatro y programas de TV ponen el foco sobre la dictadura militar y sus huellas en el presente. La literatura disruptiva de los escritores nacidos en los 70.

 

Una década en el cine. Infancia clandestina sedujo al público local con la historia de una pareja de militantes revolucionarios contada desde el punto de vista de su hijo.

Desde la restauración democrática, la última dictadura militar fue, en la Argentina, uno de los temas principales de investigación periodística primero, y académica, después. Hasta fecha reciente, la literatura acompañó ese movimiento en un segundo plano, quizás porque la ficción no podía ser tan contundente como los testimonios, las denuncias y los estudios que expusieron los distintos aspectos de la represión. Sin embargo, en el contexto de una nueva etapa en la búsqueda de justicia por los delitos de lesa humanidad y, sobre todo, con la aparición de una nueva generación de narradores, esa tendencia parece revertirse.
El fenómeno excede la literatura: se extiende al cine, al teatro, a la televisión, a la plástica. Se trata de un vector significativo que, con su potencia simbólica y su peso histórico, atraviesa la producción cultural en los últimos años (ver recuadros), y reconoce sus propios hitos: «Hay una puerta que nos abrió Albertina Carri, por la que entramos varios detrás», admite Mariana Eva Pérez, en alusión a la directora de la película Los rubios (2003).
Libros de edición más o menos reciente como Pequeños combatientes, de Raquel Robles; ¿Quién te creés que sos?, de Ángela Urondo Raboy; Diario de una princesa montonera, de Mariana Eva Pérez; Los pasajeros del Anna C, de Laura Alcoba; El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, de Patricio Pron; y Una misma noche, de Leopoldo Brizuela, indican que ahora la literatura reabre y pone en cuestión aspectos poco explorados de la historia reciente, como la complicidad civil (en la novela de Brizuela) o el estatuto ficticio de la memoria (en la de Alcoba). «La mirada de las generaciones de posdictadura sobre la dictadura es diferente y tiene un efecto disruptor que muchas veces desconcierta a los más viejos», dice al respecto Elsa Drucaroff, ensayista y también escritora de ficción.
«Buena parte de la obra de estas nuevas generaciones de escritores trae acentos inéditos e incomoda, descoloca, aporta lo que debe aportar la literatura: preguntas, en lugar de respuestas», destaca Drucaroff, autora de Los prisioneros de la torre (2011), un exhaustivo ensayo sobre la nueva narrativa argentina.
Mariana Eva Pérez, hija de desaparecidos, revela el problema que le planteaba el tema –«temita», dice–: «Lo que me interesaba era escribir fuera de esa legitimidad fundada en la experiencia del dolor, que es la condición de enunciación socialmente más aceptada. Quería correrme de ese lugar que funciona como lugar de autoridad, pero es difícil porque tampoco iba a negar mi historia: soy hija de desaparecidos y muchas de las cosas que están en el libro efectivamente sucedieron. Sabiendo que iba a ser leído en clave testimonial, me interesaba entonces seducir, despistar, jugar a qué es verdad y qué no lo es, qué es fantasía, qué es exageración, qué es ese plus de 110% verdad que promete el subtítulo de mi libro».

 

Datos del contexto
El contexto histórico y el fin de las leyes de impunidad son claves para entender el fenómeno, según Drucaroff. «Hasta hace muy poco no se podía hablar con libertad, preguntar con libertad acerca de todo esto, y recién ahora se está comenzando a poder. No se trata de que hubiera censura en el sentido oficial del término, sino de que funcionaba la culpa, un dispositivo censor infinitamente más poderoso», dice.
En esa etapa, «la impunidad objetiva que gozaban los represores asesinos y la tranquilizadora y tramposa teoría de los dos demonios eran factores que enmudecían el libre pensamiento». No había posibilidades para la crítica: «Todo podía caer en el discurso facho demonizante de la guerrilla, y, para no caer allí, se prefería no pensar. Esta mirada impedía entender lo que había pasado como un proceso humano, político, histórico, con intentos justos y con errores, contradicciones, cosas admirables, cosas horribles; en cambio, se lo veía, a lo Sabato en el Nunca más, como el mal y el infierno desatándose sobre la tierra».

(Fotos: Silvina Basualdo/
Arte Memoria Colectivo)

Drucaroff advierte la afinidad entre «la imaginación literaria de los nuevos» y obras de otros géneros: «Pienso en 76 89 03, una película de Cristian Bernard y Flavio Nardini, estrenada en el tremendo 1999. El título remite a tres años: la dictadura, el comienzo del menemismo y un futuro 2003 que en ese momento se vislumbra atroz, porque a esta generación golpeada no le es posible siquiera imaginar que llegue un acontecimiento popular que cambie la historia. La lucidez, el sarcasmo, el dolor, la risa negra con que esa película mira no sólo la dictadura sino las complicidades sociales con el gobierno de facto, la derrota de una generación, su descomposición de valores y voluntades, es implacable, es la de los más jóvenes juzgando a los más grandes y tiene poco que ver con lo políticamente correcto de ese tiempo».
Mi vida después, «una obra teatral impresionante de Lola Arias, creación bio-dramática con actores nacidos en los años 70», vuelve sobre el pasado reciente y elabora el contexto del presente, sostiene Drucaroff: «Los padres están ahí atravesados de modo traumático por la lucha por el socialismo primero y la dictadura después, y ellos, los hijos, los miran con risa, amor, crítica, tristeza, discutiéndolos, pensándose a sí mismos ahí sí con futuro, quizás también porque la obra ha sido creada cuando el Estado tomó en sus manos la necesidad de terminar con la impunidad, y haciéndolo generó ese “después” para millones de jóvenes».

 

Inclasificables
Libros y autores tienen otras coincidencias, además del tema. Se trata de narradores nacidos en los años 70 que directa o indirectamente padecieron la represión durante la dictadura, y cuyas obras muestran un trabajo de experimentación formal notable, que los vuelve inclasificables o difíciles de encasillar en los términos habituales. Ficción y no ficción son difíciles de distinguir.
En El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, Patricio Pron relata la historia de sus padres en esa clave, a partir de una muy cuidadosa confusión entre autobiografía y ficción. No obstante, esta novela se aparta de la perspectiva crítica y de indagación que define las obras más logradas del conjunto al resolverse en una idealización de los personajes y de los hechos (y de un movimiento político como Guardia de Hierro, al que Pron relaciona, para sorpresa de propios y extraños, con las experiencias de las organizaciones de izquierda).
En su último libro, Los pasajeros del Anna C, Laura Alcoba relata la experiencia de sus padres en Cuba entre 1966 y 1968, cuando recibieron entrenamiento militar, en compañía de otros jóvenes; entre ellos, militantes como Emilio Jáuregui, Fernando Abal Medina y Joe Baxter. Una historia que transcurrió en secreto y de la que no quedaron registros, por lo que su única fuente es la memoria de los sobrevivientes. En un procedimiento atípico para escribir ficción, Alcoba entrevistó a sus propios padres, a algunos de sus compañeros de militancia y a Régis Debray, el francés que acompañó al Che Guevara en Bolivia.
La novela se acerca a la historia a través de la duda y de la interrogación. «En esos meses de investigación, mientras recogía testimonios de mis padres y de todos los sobrevivientes de aquella aventura cubana a la que me fue posible acceder, yo misma me he perdido muchas veces, lo confieso», escribe Alcoba. Algunos detalles de aquel viaje «sólo mucho más tarde cobrarían sentido; otros siguen siendo, aún hoy, indescifrables». Más que cerrar el pasado, el relato lo interroga y lo reinstala en el presente. No hay memoria que coincida con otra, y tampoco es posible articular las diferentes versiones sin que aparezcan fisuras o superposiciones divergentes.
Papá Iván (2004), el documental de María José Roqué sobre su padre, Juan Julio Roqué, dirigente de Montoneros asesinado durante la dictadura, propone un recorrido similar: la película se despliega como una investigación sobre Roqué y también como un intento de darle un lugar al padre desaparecido. Sin tumba, sin cuerpo, el documental debía ser ese espacio donde procesar el dolor y superar el desgarramiento de la pérdida, pero la búsqueda, como plantea la propia realizadora en el final, no se agota: la pregunta por el padre persistirá abierta.
Félix Bruzzone, a su vez, ha precisado esa idea a propósito de sus libros 76 y Los topos: «La idea de búsqueda para un personaje que es hijo de desaparecidos es una búsqueda constante. A partir de algo que no sé encontrar y que está explícitamente puesto así, para que no se pueda encontrar, esa búsqueda nunca va a tener un final». ¿Quién te creés que sos?, de Ángela Urondo Raboy, puede ser leída precisamente en esa perspectiva: el libro, un cruce de autobiografía, testimonio y poesía, reconstruye, al propio tiempo que la historia de la autora, la de sus padres, el poeta Francisco Urondo y la periodista Alicia Raboy, en un relato en el que algunas de las preguntas más importantes todavía no han sido respondidas.

Símbolo. El lanzamiento de Teatro x la identidad, algunas de las obras
publicadas y los emblemáticos Falcon. (Jorge Aloy)

 

Formas nuevas
Mariana Eva Pérez escribió desde siempre. «Cuando tenía 13 años, las Abuelas publicaron un libro con textos míos. Esa publicación tan prematura me asustó un poco y me alejó de la escritura. Pude volver años más tarde, a través del teatro», cuenta.
La impronta autobiográfica se hizo sentir en su primera obra, Instrucciones para un coleccionista de mariposas. «Por suerte hubo otras obras muy diferentes. Para mí fue importante haber recibido un premio, el Germán Rozenmacher, con una comedia, una obra que no tenía nada que ver con el tema. Eso me permitió volver a partir del deseo, de cosas que querían ser dichas, y no de sentirme condenada a hablar de mi historia».
El resultado fue un blog abierto en 2009 que se convirtió en el libro Diario de una princesa montonera. Pérez recapitula su historia como hija de desaparecidos desde el presente de los juicios y con una mirada crítica que hace foco en prácticas cristalizadas de militancia en derechos humanos, visiones estereotipadas sobre los 70 y cierta retórica seudoprogresista en torno a los desaparecidos.
El humor es una de sus mejores armas. «No lo tuve como algo consciente desde el principio», confiesa Pérez. «La búsqueda fue hablar desde un lenguaje que no fuera acartonado ni solemne, escapando a dos discursos muy fuertes con los cuales es difícil romper. Por un lado, el discurso de los organismos de derechos humanos, que es un poco el discurso oficial para dar cuenta de lo que pasó, y, por otro lado, el discurso académico. Me iba para un lado o para el otro, no lograba que apareciera una voz propia. El blog fue el antídoto contra esos discursos».

(Ignacio Sánchez)

En particular, advierte, «hay palabras que no me sirven para nada, que a fuerza de decirlas tanto no me dicen nada. Memoria es una palabra a la que me cuesta mucho hacer significar algo. Y hay otras palabras que no me alcanzan. Para hablar de mi hermano, la palabra apropiación no me alcanza, ni siquiera me involucra. Necesito pensar otras palabras para entender lo que pasó».
En Ábaco, obra de teatro estrenada en Buenos Aires en 2008, Pérez se propuso mostrar la complejidad de la relación entre los hijos de desaparecidos y las abuelas que los criaron. «No fue un vínculo tan idílico como a veces se quiere pensar, sino marcado por la ausencia violenta de la generación del medio», dice. «A veces, cuando veo a abuelos normales y niños que crecen con los padres, pienso que a mis abuelos los privaron de esa experiencia; ellos no pudieron ser mis abuelos, tenían que ocuparse de mí como si fueran mis padres, sin poder darme una explicación de lo que había pasado, porque ni ellos tenían idea». Drucaroff apunta al carácter de la novedad: «Yo percibo cambios de estética. Está llegando algo más vital, menos sombrío. Están apareciendo otros temas y otros procedimientos, más centrados en el presente. Es como si se hubiera vuelto a poder ser joven y el presente como acontecimiento hubiera ganado otro espesor».
A su vez, Pérez señala la existencia de un ámbito más propicio, «un interés de un sector de la sociedad por complejizar las cosas, por escuchar otras voces». La crítica, las preguntas incómodas y la suspensión de las certezas parecen necesarias para iluminar presente y pasado. Porque, según la autora de Diario de una princesa montonera, «las historias de cuentos de hadas no sirven para nada».

Osvaldo Aguirre

 

El teatro y el pasado reciente

Máquina de la memoria

El teatro de las últimas décadas, en democracia, ha trabajado permanentemente sobre la construcción de una memoria de los años 70. Uno de los primeros fue Eduardo Pavlovsky, quien en 1985 estrenó Potestad, verdadero clásico contemporáneo que sigue presentando hasta hoy y en el que habla de la represión, el asesinato de jóvenes militantes y el robo de bebés en los primeros años de la dictadura. Mauricio Kartun incluye en Pericones (1987) la historia de una rebelión indígena traicionada por la clase media y reprimida por los ingleses, relato que refiere el regreso del peronismo al poder y el golpe militar del 76. En Postales argentinas (1988), Ricardo Bartís imagina la «muerte de la Argentina», con la idea de que después de la dictadura ya nada será lo mismo. En El fulgor argentino (1996), el grupo de teatro comunitario Catalinas Sur propone una mirada sobre la historia nacional que registra, entre otros acontecimientos, la división interna del peronismo entre derecha e izquierda y el comienzo del horror en una escena memorable de manifestantes enfrentados sobre los que empieza a caer la lluvia, metáfora de la dictadura. Hay dos casos muy importantes de «teatro aplicado» a la causa de la memoria: Teatro x la identidad, ciclo iniciado en 2001, en el que un grupo de teatristas colabora con Abuelas de Plaza de Mayo para restituir su identidad a aquellos que fueron apropiados en la dictadura, y Teatro por la Justicia, que comenzó en 2006 en el Teatro Tadrón. La pieza Judith (2012), de Jorge Palant, retoma el mito bíblico para hablar del síndrome de Estocolmo, partir de las relaciones entre un torturador y su víctima, tópico que también aparece en Esa extraña forma de pasión (2010), de Susana Torres Molina. Entre los exponentes de la nueva generación, sobresale Mi vida después (2009), de Lola Arias, nuevo teatro documental, en el que seis actores argentinos de aproximadamente 35 años cuentan la historia real de sus padres en los años 70 a través de relatos, objetos y documentos. Imágenes del golpe militar, el horror de la dictadura y los desaparecidos regresan en obras de Daniel Veronese y El Periférico de Objetos (El hombre de arena), Javier Daulte (¿Estás ahí?), Arístides Vargas (Nuestra Señora de las Nubes), Alejandro Acobino (Continente viril), Daniel Dalmaroni (El secuestro de Isabelita), Rafael Spregelburd (El pánico), entre muchas otras. Más allá de las referencias explícitas o metafóricas, en el teatro argentino basta con sugerir una alusión para que la memoria se haga presente. El teatro es sin duda una máquina de la memoria.

Jorge Dubatti

 

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