Obama se va a la guerra

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Contra la opinión mayoritaria de los gobiernos del mundo,
el presidente estadounidense profundiza la política belicista
en Oriente Medio. El rol de Francia, Rusia y China.

 

Desazón. En el G20 la mayoría de sus miembros le dieron la espalda al Nobel. (Samad/AFP/Dachary)

Para muchos países –y en la lista debe incluirse a la Argentina– la actitud belicista del presidente de Estados Unidos representa una bofetada al multilateralismo. Para la dirigencia política de su propio país, es una muestra de su escaso liderazgo a nivel internacional, por lo que le pasó factura mostrándose remisa a apoyar la intervención armada en Siria. En las calles estadounidenses mientras tanto, es cada vez mayor el rechazo a una nueva aventura militar a miles de kilómetros de sus propias fronteras. Ni qué decir de lo que piensa la opinión pública mundial.
Como al pastor mentiroso de la fábula, le tocó a Obama hacerse cargo de la explicación de por qué es imperioso actuar contra el uso de armas químicas por parte de Bashar Al Assad. El relato se parece demasiado al usado cuando invadieron Irak hace diez años. Y ya nadie está dispuesto así como así a creer esos argumentos por varias razones: una de ellas es porque Obama llegó a la Casa Blanca enarbolando las banderas de giro copernicano a la gestión de George W. Bush. Pero hay más: la sociedad estadounidense repudia las bolsas negras con cadáveres de compatriotas llegando desde el campo de batalla, además de las secuelas de miles de víctimas con problemas mentales y las revelaciones que cada tanto se cuelan –desde Bradley Mannig a hoy– sobre atrocidades cometidas en Irak y Afganistán bajo el amparo de la insignia de las barras y las estrellas.
Por eso es que el plan de «castigo» al régimen sirio contemplaba inicialmente la utilización de aviones no tripulados y misiles teledirigidos. Incluso anunció que sería una incursión punitiva de no más de 72 horas, sin intención de cambiar al gobierno del oftalmólogo que asumió en 2000 tras la muerte de su padre, sino dirigida a destruir sitios estratégicos sin desembarcar soldados.
Pero la administración del Premio Nobel de la Paz 2009 está en un atolladero. Al frente de un puñado de países que sustenta a la oposición a Al Assad desde que estalló la revuelta, hace algo más de dos años, EE.UU. en la práctica terminó aliado a un grupo desordenado e incontrolable que entre los más radicalizados cuenta con miembros de Al Qaeda. Eso no impidió que durante estos meses EE.UU. y sus socios le dieran armas, pertrechos y cobertura mediática. Con todo, la situación es de virtual empate técnico. Los rebeldes no están en condiciones de derrotar a Al Assad pero tampoco el gobierno puede con ellos.
Damasco tiene como aliados a Rusia e Irán y a Hezbollah, pero no le son ajenos Venezuela, Cuba y China. Si Occidente les retira su apoyo a los opositores, serían fagocitados por las tropas leales en poco tiempo. Es una historia que ya se vio con el derrocamiento de Muammar Khadafi en Libia. Los no menos dispersos rebeldes libios necesitaron de la OTAN para terminar con el gobierno del coronel que estaba en el poder desde 1969. El problema con Siria hoy, al igual que antes Libia e Irak, es que esos gobiernos fueron regímenes laicos en un mundo lleno de tentaciones fundamentalistas. Basta con mirarse en el espejo de Egipto y el proceso abierto en Irak tras la invasión para darse cuenta del riesgo de la jugada de Obama. Además, el final de Hussein, ejecutado en diciembre de 2006, o de Khadafi, apaleado en una emboscada en octubre de 2011, seguramente es un antecedente como para que Al Assad no quiera dar el brazo a torcer. Incluso, el mandatario insistió en que si EE.UU. tiene pruebas de que sus tropas arrojaron gases letales las muestre. El líder sirio sabe que tras la invasión a Irak en 2003, el argumento necesita de evidencias incontrastables.
El secretario de Estado, John Kerry, se la había dejado servida cuando apeló a una pirueta insólita: dijo que las pruebas existen, que resultan absolutamente confiables, pero que no las podía mostrar porque eso afectaría la seguridad de Estados Unidos. Obama reforzó esta explicación recordando que él como senador no había creído en los argumentos de Bush y había votado en contra del ataque a Irak. Por lo tanto, ahora tendrían que creerle. Si él decía que había armas químicas, y que las había utilizado el gobierno de Damasco ¿cómo iban a desconfiar?

 

Tablero peligroso
Como sea, la cuestión no es tanto qué ocurrirá en Oriente Medio luego de la incursión armada sino cómo se recompondrá el tablero de las relaciones internacionales. Si algo pudo comprobar Obama en estos meses es que el mundo ya no es lo que era. El multilateralismo como programa para la gestión de los conflictos internacionales es una «ideología» que encuentra cada vez más adeptos.
No es casual que entre la ocupación de Libia y la situación en Siria, EE.UU. encuentre tanta negativa a su deseo de extender sus tentáculos militares. En Libia eligió ocupar un segundo plano detrás de Francia. Tras él, se encolumnaron Gran Bretaña, el resto de la comunidad europea y sobre todo la OTAN, que fue la que manejó el bloqueo aéreo. Y también hubo anuencia de la ONU, donde el operativo contó con el visto bueno esquivo pero favorable de Rusia y China.
Ahora el organismo internacional envió expertos a analizar si se lanzaron gases venenosos y, en caso afirmativo, quién los arrojó. Y son mayoría los países que reclaman esperar el resultado de esa investigación. Argentina, que presidió el Consejo de Seguridad durante el mes de agosto, propuso que, además de contar con ese informe, se buscara una solución política de alto nivel para la situación siria. Y a la manera de la resolución de conflictos que encontró la Unasur, pidió que los cancilleres de los 15 países del consejo se instalen en Siria para encontrar un arreglo político al entuerto.
Por su parte, Moscú utilizó esta vez su poder de veto en el Consejo de Seguridad. Es que en Tartus, Siria, hay una base militar rusa. Además, el premier Vladimir Putin sabe que en última instancia lo que el Pentágono busca es instalarse en territorio sirio para terminar de rodear a Rusia con un anillo de misiles desde Europa oriental a Afganistán. Por otro lado, a nadie escapa que la provisión de gas y petróleo mediante ductos que atraviesen Siria es uno de los proyectos en ciernes para el futuro cercano. Rusia no está sola, China, que también ocupa un escaño permanente y con derecho de veto en el Consejo de Seguridad, comparte el rechazo a la intervención militar.
Otro dato que inquietó a EE.UU. fue que su aliado más firme, Gran Bretaña, esta vez no estuvo de su lado. David Cameron, bastante golpeado por la crisis económica y los continuos escándalos –por su acercamiento con el vapuleado grupo Murdoch y por la manipulación de tasas con el banco Barclays– no consiguió el apoyo legislativo para «castigar» a Al Assad.

Bombardeos. Desde hace dos años los rebeldes reciben ayuda estadounidense. (Medina/AFP/Dachary)

El presidente francés, François Hollande, siguiendo el ejemplo de su antecesor en la ocupación de Libia, es el más firme partidario europeo de la intervención militar en Siria. Al igual que Obama,  el socialista viró hacia posiciones cada vez más cercanas al colonialismo del siglo XIX, a pesar de que también en Francia la condena al ataque es masiva.
Tanto cambiaron algunas cosas que hasta el Vaticano decidió esta vez asumir compromisos antes de la batalla. El argentino Jorge Bergoglio emitió comunicados condenando el uso de la violencia y el comercio de armas y protagonizó una jornada de ayuno en contra de una nueva guerra.
Para desazón de Obama, el encuentro del G20 en San Petersburgo, el grupo de los países más desarrollados y los emergentes, entre los que figura la Argentina, se convirtió en un foro donde se ventiló la situación siria, más allá de que es un espacio para el debate de cuestiones económicas. Si el presidente estadounidense esperaba conseguir un apoyo explícito a su intentona, se llevó la sorpresa de que mayoritariamente le dieron la espalda.

 

Amigos son los amigos
Sólo consiguió un tibio documento firmado por un puñado de países amigos que propone «una fuerte respuesta internacional a esta grave violación de las normas» por el uso de armas químicas. Si bien el texto no refiere explícitamente a operaciones militares, significó una suerte de carta blanca a Obama. Como primer fogonero, entre los firmantes está Francia, y le siguen Gran Bretaña, Australia, Canadá, Italia, Japón, Corea del Sur, Arabia Saudita y Turquía. España, como país invitado, también aprobó el respaldo.
Con ese papel en la mano y una catarata de videos donde se ven los horrores del uso de armas químicas, Obama fue a la caza de votos en el Capitolio. Según las encuestas, 6 de cada 10 estadounidenses rechazan la intervención. Ni siquiera el aniversario de los atentados del 11S logró cambiar estos datos.
La población, que mostró su hastío a las guerras votando a Obama en 2008, percibe ahora que con el demócrata nada cambió. Para peor, la revelación de que todos son espiados por organismos de seguridad con la justificación de que así se combate el terrorismo es un trago amargo que ya no están dispuestos a digerir. Ni en EE.UU. ni afuera, como le dijo la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, al mandatario en su encuentro en Rusia.
Asimismo, hay una movida internacional para pedir que le retiren el Nobel a Obama. El propio presidente admitió ante periodistas –y a confesión de parte relevo de pruebas– que él siempre había dicho que no se lo merecía. El discurso de que la suya es la última de las guerras hasta alcanzar la paz puede desencadenar consecuencias imprevisibles en Oriente Medio, a poco de anunciarse la vuelta al diálogo entre palestinos e israelíes.

Alberto López Girondo

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