Operación Lula

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La destitución de Dilma Rousseff hace un año tuvo varios objetivos políticos y económicos que se combinaron para que las élites brasileñas retomaran el completo poder del país.
En primer lugar, había que sacar a Dilma de la presidencia. De esa manera le daban un golpe al Partido de los Trabajadores (PT) en su conjunto porque evitaban que usaran el aparato del Estado para organizar desde allí la campaña electoral de Lula para 2018. En cualquier país un partido que gobierna utiliza sus éxitos y obras para mostrar sus logros y catapultar a sus candidatos. Sin el aparato estatal se corre desde atrás.
En segundo lugar, desalojada del poder Rousseff, era posible impulsar tres grandes reformas económicas: el congelamiento del gasto público, una profunda reforma laboral y la modificación del sistema de pensiones. Los grandes medios de comunicación a través de sus editoriales y columnistas machacaron una y otra vez sobre la necesidad de las transformaciones con el argumento de «modernizar las relaciones laborales», expresión mágica que repiten los economistas y comunicadores liberales desde hace décadas. Es claro que estas reformas no se podían realizar con el PT en el gobierno.
En tercer lugar, y lo más importante, evitar que Lula retorne a la presidencia. El «lulismo» hace rato que ya excede al PT, y es lo que permite comprender por qué el exdirigente metalúrgico continúa siendo el político más popular del Brasil a pesar de la baja popularidad de Rousseff (a quien él mismo eligió). Los errores, e incluso la aplicación de políticas de ajuste durante la gestión de Dilma, no parecen haber afectado lo suficiente a Lula como para sacarlo de carrera. Sin este contexto no se puede comprender la persecución judicial contra el expresidente a pesar de que no existen pruebas reales en su contra.
Los dos primeros objetivos lo lograron. El tercero, por ahora, está en veremos.

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