Otra canción urgente

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Las movilizaciones contra la reforma previsional, que dejaron muertos y heridos, obligaron al gobierno de Ortega a convocar a una mesa de diálogo para superar una crisis de consecuencias impredecibles. El rol de la lglesia y Estados Unidos, factores clave.

Managua. Un manifestante opositor entona el himno durante una de las fuertes protestas que tuvieron en vilo al país a fines de abril. (Arangua/AFP/Dachary)

Se partió en Nicaragua otro hierro caliente. Pero la letra de la canción de Silvio Rodríguez requiere una actualización, como el título del tema lo indica. Muertos y heridos incontables (algunos hablan de 45 víctimas fatales, otros de 10, la imprecisión en las cifras es también signo de los tiempos), manifestaciones en las calles de Managua, héroes de la revolución y poetas en ambos lados de la trinchera, términos como «régimen» y «dictadura» que adoctrinan desde la prensa hegemónica y el águila que –como siempre– da su señal a la gente. El presidente Daniel Ortega es el mismo militante del Frente Sandinista de Liberación Nacional que en 1979 parió en Centroamérica otra esperanza posible. En 1990 Ortega dejó el poder, lo retomó en 2007 y los últimos comicios los ganó con el 70% de los votos. Algo cruje en su tierra ahora y los ecos de ese sismo son impredecibles.
La crisis se inició por el decreto presidencial para una reforma previsional. Ocho de cada diez nicaragüenses tienen empleo informal y no aportan al sistema jubilatorio. Para equilibrar las cuentas, Ortega decidió que los jubilados cedan un 5% de sus haberes y los trabajadores en blanco aumenten sus aportes del 6,25% al 7%. El sector privado incrementaría su participación a la caja estatal del 19% al 22,5%. El seguro social tiene un déficit de unos 70 millones de dólares y la estrategia oficial apuntaba a recaudar el triple. La iniciativa buscaba evitar la suba de la edad jubilatoria y más años de aportes. Pero las protestas se multiplicaron, una feroz represión policial regó de sangre la capital del país y el gobierno retrocedió. El presidente derogó su propio decreto y convocó a una mesa de diálogo.
Será difícil el acuerdo si uno de los principales actores políticos quiere imponer sus condiciones. La Iglesia, que había acompañado a Ortega con matices a lo largo de los años, parece haber perdido la paciencia. Los obispos pidieron que cesara la represión a los opositores y que se libere a los detenidos durante la protesta. Dieron 30 días de plazo al presidente y se animaron a plantear una «salida ordenada» de Ortega y una inmediata convocatoria a elecciones. «De ahora en adelante, la historia de Nicaragua la decide el pueblo y nadie más», advirtió el cardenal Leopoldo Brenes, a cargo de la Conferencia Episcopal. En las últimas elecciones, hace seis meses, el oficialismo se había llevado siete de cada diez votos. La oposición no se amedrentó entonces ante la voluntad popular, denunció fraude y ahora ve en la volatilidad social una puerta de acceso al poder que se le negó durante largos años. Gioconda Belli, escritora, y Sergio Ramírez, flamante premio Cervantes de Literatura, se sumaron a las críticas. El caso de Ramírez es más que simbólico: fue vicepresidente de Ortega entre 1985 y 1990 y considera ahora que existe «un clamor popular por el restablecimiento de la democracia y las libertades conculcadas».

Presión en espejo
El gobierno, por su parte, calificó de «pandilleros» a los referentes de las protestas. Según Ortega, «existen sectores políticos que atentan contra la estabilidad del país» promoviendo los incidentes. El mandatario reconoció el malestar que manifiestan los jóvenes «por lo que piensan es justo, pero también hay mucha manipulación». Sin tanto cuidado, la vicepresidenta –esposa de Ortega– había calificado a la multitud en las calles como «minúsculos grupos alentadores de odio». Rosa Murillo dudó incluso de las cifras de víctimas que aporta la oposición, a la que acusó de «tener la desfachatez de inventarse muertos».
Las imágenes divulgadas por las redes sociales, las balas sin dueños y el fuego que se alimenta desde dentro y fuera de las fronteras presentan a Nicaragua como el espejo de Venezuela, villano favorito de la región. La Casa Blanca había lanzado en 2016 un plan para evitar que Ortega fuera –como resultó– reelecto. Impulsó entonces una ley que condicionaba el apoyo financiero a Managua y bloqueaba inversiones y cuentas. Fue aprobada por unanimidad, pero perdió estado parlamentario al asumir Donald Trump y cambiar la composición del Capitolio. Hace un año Washington retomó la idea y la mejoró: se dispuso –entre otras cosas– que Estados Unidos deberá certificar el fortalecimiento del estado de derecho en Nicaragua para liberarle el acceso al crédito internacional. El caos sirve así de argumento perfecto para comenzar el «operativo asfixia».  
Las Naciones Unidas se mostraron en sintonía con la presión que ejerce Estados Unidos. Si bien el organismo reconoció que no tiene personal en Nicaragua, su oficina de Derechos Humanos asegura «haber recibido informaciones» de que muchas de las muertes durante el conflicto podrían definirse como «asesinatos no justificados». Varios opositores exigieron que la OEA condene lo ocurrido en Managua. «Esto se soluciona con la salida de Ortega», expresó sin disimulo Mónica Baltodano, exguerrillera sandinista, enfrentada al presidente. Por si la sombra del águila necesitara quien la rubrique, del otro lado del océano la prensa evitó eufemismos: «Daniel Ortega debe irse», sentenció un editoral del diario El País, de España.

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