Palabra contra palabra

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Consolidado como un paso previo a cada comicio, el encuentro cara a cara entre candidatos, establecido por ley, muestra luces y sombras. Un aporte a la discusión política que, sin embargo, resulta muy acotado por el formato y por la creciente influencia de las técnicas publicitarias.

(Foto: Diego Martínez)

La frente del candidato se ve sudorosa y en el rostro la barba apenas crecida da la sensación de un hombre descuidado y nervioso. Frente a él, un joven decidido que luce fresco y elegante. En el otro extremo del continente, 55 años más tarde, un candidato lucha nerviosamente por abrir una botella de agua con su única mano frente a su desafiante, que se presenta como un rico y exitoso empresario que dejó todo de lado para hacer bien lo que a su criterio los políticos hicieron mal en el país.
El abismo que hay entre el debate John Kennedy y Richard Nixon, del 26 de septiembre de 1960, y el de Daniel Scioli y Mauricio Macri, del 15 de noviembre de 2015, es motivo de estudio para cientistas de la comunicación y fue también el eje de las discusiones que envolvieron a un conjunto de especialistas convocados por la Cámara Nacional Electoral (CNE) para elaborar una suerte de estatuto que luego los partidos políticos convirtieron en las pautas con las que se dieron los últimos debates presidenciales en el país.
Pasada la elección y con un nuevo Gobierno establecido, la cuestión puede parecer un tanto extemporánea, pero el debate sobre los debates despierta interrogantes en todo el mundo. Porque ese tipo de polémicas electorales se han convertido en una herramienta política a la que se asigna una importancia superlativa y con la que se corre el riesgo de suplantar la discusión sobre los grandes temas que atraviesan a la sociedad por la anécdota de lo que ocurre en presentaciones televisivas preparadas por expertos en imagen y entrenadas concienzudamente por los candidatos.
Es así que cientistas políticos se preguntan para qué sirven los debates presidenciales en un momento en que el marketing publicitario juega un rol cada vez más trascendente en la batalla por las ideas. Con algunas observaciones: lo que quedó de aquel famoso debate de 1960 fue esa gota de traspiración traicionera sobre la frente del candidato perdidoso, pero nada de las propuestas en juego. En la reciente campaña electoral argentina, Alberto Fernández azuzó a Macri en su primer encuentro de 2019 recordando sus promesas de cuatro años antes frente al entonces candidato Scioli, presente en el Paraninfo de la Universidad Nacional del Litoral, como testigo directo de aquellas mentiras de campaña.
Y aquí se plantea una cuestión crucial: ¿Los argumentos que se esgrimen en un debate deben ser un compromiso político para quien los pronuncia? ¿Deben ser considerados parte de su programa de gobierno? Si es así, como ocurre con cualquier contrato, ¿debería ser penalizado aquel que no lo cumpla? Otra cuestión: ¿el debate es tan determinante como para explicar un triunfo electoral?
La elección de octubre pasado puede ser un buen ejemplo para analizar estos interrogantes. Las PASO, que se desarrollaron en agosto, habían mostrado una diferencia de 16 puntos a favor del Frente de Todos sobre Juntos por el Cambio. 77 días después, la diferencia se achicó a 8 puntos. «¿Cómo se explica el aumento de votos de Macri a partir del debate, cuando en ese debate no fue una figura deslumbrante?», se plantea el sociólogo Atilio Boron, quien fue uno de los integrantes del Consejo Asesor para el Debate Presidencial convocado por la CNE. Boron, miembro del Consejo de dirección del Centro Cultural de la Cooperación, deja en claro que no cree que un enfrentamiento televisivo defina una elección. A su juicio, es posible «que un sector de los persuadibles, minoritario, si la cosa viene reñida, modifique su voto». Pero no mucho más.

Antecedente. El choque de 2015 entre Scioli y Macri es recordado por los anuncios que el expresidente no concretó luego durante su gestión. (Télam)

Sin embargo, esa comisión –fueron 17 miembros entre expertos, representantes de ONG y dos rectores de universidades pública– trabajó bastante para elaborar un documento que luego fue consensuado por representantes de los partidos políticos, en cumplimiento de la ley 27.337 que obliga a los candidatos a someterse a encuentros televisados previos al comicio.

Silla vacía
En Argentina, los primeros debates que se recuerdan fueron producidos por un ciclo periodístico. El primero no se realizó en el marco de una campaña electoral: data de 1984, cuando el canciller Dante Caputo y el senador peronista Vicente Saadi expresaron posiciones divergentes en torno a un Tratado de Paz con Chile para poner fin al enfrentamiento por los límites en el canal de Beagle. Fue en un estudio televisivo y moderado por el periodista Bernardo Neustadt.
El segundo hito fue la ausencia de Carlos Menem al desafío que le proponía Eduardo Angeloz en 1989, también en el programa de Neustadt. El «efecto silla vacía» es uno de los errores que se pueden cometer en el marco de una estrategia electoral, explica Mario Riorda, director de la Maestría en Comunicación Política de la Universidad Austral. Fue ese el mote que utilizó el mismo comunicador para referirse al esquive del candidato del peronismo, quien sin embargo superó por 11 puntos al radical en aquellas presidenciales.
Un tanto escéptico sobre los formatos en que se desarrollaron esta vez, Riorda entiende que el problema con los debates como los de octubre es que «son tan estructurados que garantizan el status quo. La actuación de un candidato tendría que ser desastrosa para que algún votante cambie de parecer». En esa misma línea, Paola Zuban, politóloga y directora de la consultora Gustavo Córdoba y Asociados, piensa que «quienes ven las noticias y están pendientes de lo que cada candidato dice, en realidad ya tienen su voto definido y lo que hacen es reafirmar esa definición mirando cómo sus candidatos plantean cada tema importante como salud, educación, seguridad».
Precisamente salud, educación y seguridad fueron algunos de los puntos que se acordaron para debatir en el documento que elaboró la comisión organizada por la CNE. «Nosotros buscamos que se establecieran temas prioritarios que no podían faltar, pero también otras pautas básicas», adelanta Boron. Entre esas reglas, el recuerdo de aquellos debates de EE.UU. y también el del balotaje de 2015 fueron clave. «Tratamos de garantizar la ecuanimidad del encuadre, dijimos que debía haber una cámara fija cuando habla un personaje. No podés estar mostrando los gestos de desaprobación de otro», aclara Boron.

Boron. «El neoliberalismo ha avanzado en la despolitización de la sociedad.»

Las mayores críticas que recibió el formato fue que resultaba aburrido, entre otras cosas por esa cámara sin movimiento y porque no había posibilidad de intercambio entre los candidatos. Los moderadores tampoco tuvieron más intervención que presentar cada bloque y cada candidato.
Un problema con que se encontraron los diseñadores fue que eran seis postulantes y resultaba difícil desarrollar un tema en los pocos minutos que tenía cada uno. En este caso, primaron las concepciones de la televisión comercial, que entiende que más de dos horas, que fue lo acordado, superarían el tiempo de atención de un televidente promedio.

Zuban. «Es una forma de colaborar con un voto informado de la ciudadanía.»

Juan Grabois, referente de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), también participó de la comisión de la CNE a nombre de la agrupación que ayudó a fundar en 2011. Se queja justamente del poco tiempo para que cada postulante pudiera explicar su programa de gobierno. «Pero, además, yo pedí que se debata en lugares del pueblo sencillo, de las mayorías, como una escuela secundaria o un club de barrio. No me gusta que la política sea cosa únicamente de universitarios». A contrapelo de otras épocas, los escenarios fueron instituciones públicas como la UNL y el salón de actos de la Facultad de Derecho de la UBA.
El documento de la comisión del CNE no era vinculante y la palabra final la tuvieron los partidos políticos. Nadie quería correr riesgo de que lo desestabilizaran frente a cámara. Por eso tomaron la prevención de que los periodistas convocados para la presentación no tuvieran la posibilidad de «mostrar la hilacha» ante un aspirante que no fuera de su simpatía. Lo mejor, entonces, fue que no preguntaran. «Me parece que los candidatos tienen demasiada injerencia en qué se habla y qué no se habla. Mientras ellos tengan esa posibilidad van a buscar su zona de confort, y es lógico que intenten resguardarse», lamenta Paola Zuban. Pesó en las consideraciones previas la experiencia de Scioli, en 2015, que había jugado con la cancha inclinada en su contra.

El dedo de Fernández
Lo que ocurre en ese tiempo de confrontación televisiva, entonces, es una lucha entre esquemas rígidos elaborados por asesores en comunicación y con concepciones tomadas de la publicidad. Como si un plan político no pasara de ser un producto más a ser comercializado en el mercado.
«La característica del entrenamiento previo hace que el debate sea una figura mucho más editada que algo espontáneo donde cada uno pueda exponer sus pros y sus contras», define Riorda. Claro que un cruce directo entre los aspirantes a un cargo le pondría un poco de adrenalina a la emisión. «Más allá de la necesidad que tienen los medios y algunos militantes de ver sangre, un intercambio de posturas con respecto a temas que no están predefinidos y que puedan surgir en el debate, de alguna manera también podría enriquecerlo», añade Zuban.

Grabois. «Se puede ir mejorando, buscando nuevas formas de participación popular.»

Pero el «coucheo» a través de especialistas, y en la medida en que un debate no es un juramento o la exposición de un programa político, resulta inevitable. En ese sentido, la socióloga Soledad Montero señala algunos puntos de un canon que ningún candidato bien asesorado deja de lado a la hora de participar en un debate: diferenciarse del oponente, sortear los puntos críticos, contraatacar sin parecer violento y construir una imagen compatible con lo que espera el ciudadano que lo votaría a él. Otros «consejos» se relacionan con la postura y el lenguaje gestual.

Riorda. «Los candidatos reproducen argumentos de corte publicitario.»

Poco importó para algunos el contenido del cruce de Macri y Fernández del 13 de octubre en Santa Fe. Lo que quedó fue el dedo índice levantado del entonces candidato opositor, al que el equipo de campaña del macrismo y los medios hegemónicos intentaron identificar como señal de autoritarismo. Con un muy estrecho margen para la discusión, «los candidatos terminan reproduciendo los argumentos de corte publicitario, no aportan nueva información. Se preocupan más bien por las formas o la estética y la retórica y no por el contenido», desliza Riorda. La respuesta de Alberto Fernández en este plano fue hablar de otros índices que para él resultaban preocupantes, como el de la inflación, la desocupación y la pobreza.
Para próximas campañas, se sabe que entre los planes de Fernández, ahora desde la Casa Rosada, figura una reforma a la ley de debates electorales. En el contexto de crisis económica y de deuda externa, resulta un tema quizás secundario, pero en el entorno del mandatario hablan de establecer un cierto contrato político que obligue a dar cuenta de qué se ofrece a la ciudadanía y qué se cosecha al cabo de un período de gobierno.

Balance positivo
¿Sirven entonces los debates? «Siempre es bueno ver a un candidato político en tensión, argumentando y defendiendo puntos de vista. Por eso creo que son necesarios, pero tampoco hay que mitificarlos», aduce Riorda. Porque, sostiene, «en realidad tienen niveles de edición, de corte publicitario y de entrenamiento muy intenso, mucha forma, mucha retórica y poca política pública novedosa».
Paola Zuban también tiene una mirada positiva. «De alguna manera plantean una forma de colaborar con un voto informado de la ciudadanía». La especialista cordobesa considera que si bien lo que se muestra suele ser una puesta en escena, un show, también aparece en el trascurso de ese tipo de enfrentamientos «la capacidad de un candidato para expresarse públicamente, si transmiten una imagen de seguridad, de firmeza, los atributos que se esperan de un liderazgo».
Para Grabois, la utilidad no está tan clara con el formato actual, «pero creo que se puede ir mejorando, buscando nuevas formas de participación popular, con creatividad y sin calcar formatos como el norteamericano».

Nixon-Kennedy. Incidencia en el resultado de cuestiones estéticas y emocionales. (AFP/Dachary)

Atilio Boron, en tanto, comparte las críticas al formato y cree que sería mucho más útil en el caso de un balotaje, porque ahí se puede hacer un cara a cara más productivo. Además, argumenta que es un paso para volver a poner la política en el centro de las discusiones de una comunidad, al menos antes de una elección. «El neoliberalismo ha avanzado en la despolitización de la sociedad. Mal que mal entonces, en un momento determinado la gente se interesa por la política, habla de lo que dijo o no dijo alguien, de si está bien o mal. No cambia a la gente, concluye Boron, pero cumple una función importante».

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