Discursos que incitan a la violencia, estigmatizan a las minorías y niegan derechos ganan terreno en medios de comunicación y redes sociales, alentados por factores políticos y multiplicados gracias a las nuevas tecnologías. La negación del otro, un signo de los tiempos neoliberales.
26 de abril de 2019
Sin argumentos. Neologismos, insultos y agresiones proliferan en el debate político, sobre todo en plataformas como Twitter y Facebook. (JORGE ALOY)
En un trabajo de campo realizado por el Grupo de Estudios Críticos sobre Ideología y Democracia (Gecid) con personas de 30 años, se preguntó a los entrevistados qué entendían por justicia social. «Nos dijeron que significaba justicia por mano propia, justicia del pueblo. Y que justicia del pueblo es aquella que hace la sociedad cuando el Poder Judicial no actúa, por ejemplo, en la calle frente a un delito común», dice la socióloga Gisela Catanzaro, integrante del GECID. Así un concepto central en la política argentina se transformaba en un motivo de odio y venganza.
El odio parece tan omnipresente como inasible en la cultura argentina. Puede ser flagrante en las publicaciones de las redes sociales –para insultar a quienes están a favor de la ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, en uno de sus registros constantes–, pero también solapado, como ocurrió con Vanesa Gómez, la ciudadana peruana separada de sus hijos y expulsada por el Gobierno nacional en febrero, un caso de xenofobia disimulado bajo consideraciones sobre seguridad. La psicoanalista Nora Merlin lo considera «una epidemia, uno de los principales daños que trajo el neoliberalismo y quizás el más difícil de erradicar».
La difamación, la incitación a la violencia y los estereotipos discriminatorios caracterizan a los discursos de odio. Sus voceros no plantean debates, sino la impugnación y la exclusión social de quienes se les oponen. Si esas expresiones pueden ser marginales –o claramente identificables en algunos de sus propagandistas, como Baby Etchecopar, imputado en diciembre de 2018 por discriminación y violencia de género–, otras resultan menos visibles a fuerza de ser repetidas y circular como parte de un sentido común.
«Los discursos de odio deben ser pensados como un fenómeno complejo. En primer lugar, si bien son promovidos por discursos gubernamentales y por políticas concretas, captan y le dan materialidad a una sensibilidad social preexistente, más difusa», advierte Catanzaro, investigadora del Conicet y profesora en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. La estigmatización es otro componente: «Funcionan sobrerrepresentando a ciertos sectores, es decir, reduciéndolos a una característica, por ejemplo, el pibe chorro, lo que permite la discriminación, leer rápido al otro como una figura amenazante». A la vez, «opera el fenómeno contrario, una subrepresentación, donde la vida del otro aparece como un puro caos, algo incomprensible y confuso, una vida con la que es imposible empatizar. El otro se vuelve inimaginable en términos de alguien que merece vivir».
El sociólogo Gabriel Kessler, autor de El sentimiento de inseguridad, entre otros libros, señala «figuras de bronca que se transmiten a lo largo de la historia y de país a país», como el inmigrante representando un riesgo para el trabajo o la seguridad. Las medidas anunciadas por los gobiernos de Jujuy y Chubut para gravar la atención médica a extranjeros y expulsar a los que tengan antecedentes penales, respectivamente, parecen inconducentes para resolver problemas de la salud o la seguridad, pero sintonizan con esa corriente de xenofobia. La fórmula del odio incluye la idea de alteridad –el otro como alguien ajeno–, la amenaza y una descalificación: «El pobre villero entendido no como alguien que vive en un lugar, sino por una determinada valoración moral», ejemplifica Kessler.
«El fuerte temor al crimen y la visión negativa de la inmigración son parte de lo que posibilita la capacidad de escucha de los nuevos discursos de odio en América Latina –destaca el sociólogo–. Hay una oferta política asentada en prejuicios que ya estaban presentes y ahora tiene representantes que apelan a las formas de comunicación modernas: no es el discurso del odio en el formato más conservador y clásico, sino el de las redes sociales y WhatsApp, hay una modernidad en el formato y una estética, un uso inteligente de las plataformas digitales. Otra cuestión novedosa, sobre todo en la Argentina, es que dentro de la juventud se ve una minoría activista en esos discursos, con una capacidad de movilización y de difusión en las redes que son un dato para tener en cuenta».
Enredados
Twitter suele ser considerado como el espacio por excelencia para la circulación del odio. Irene Gindin, profesora en Ciencias de la Comunicación en la Universidad Nacional de Rosario y reciente autora de Mi aparente fragilidad, un análisis del discurso de Cristina Fernández de Kirchner, sostiene que los mensajes de odio se extienden a través del conjunto de las redes. «Twitter es, sin embargo, la plataforma política por excelencia y como no hay reciprocidad en el contacto, a diferencia de Facebook, la privacidad es distinta, los usuarios pueden tomar una cuenta y decir cualquier cosa. En general, lo que pasa con las cuentas de los políticos es lo que se denomina el argumento ad hominem, es decir, un argumento que no tiene que ver con lo que la persona dice sino con atacar a esa persona, sobre lo cual no se espera una respuesta», dice.
(SEBASTIÁN GRANATA/TÉLAM)
Para Gabriel Kessler, «la realidad está menos polarizada que Twitter, pero esa polarización de las redes a veces actúa como configuración discursiva: el entramado binario de las plataformas digitales –la opción por “me gusta” o “no me gusta”– no favorece discursos más deliberativos».
Gindin, que trabajó sobre las cuentas de Cristina Fernández y Mauricio Macri, menciona los comentarios virulentos –pero también los mensajes de aliento– que provocó el video de Cristina sobre el viaje de su hija Florencia a Cuba, y la catarata de agresiones que recibió la pareja de médicos que practicó la interrupción del embarazo a una niña que había sido violada en Tucumán. «En los últimos años se han legitimado discursos que antes no tenían lugar, por ejemplo, que una nena pueda ser madre a cualquier precio o que los extranjeros roban el trabajo a los argentinos», afirma.
Merlin. «El neoliberalismo necesita ese consenso obediente, uniforme.»
Kessler. «Figuras de la bronca que se transmiten a lo largo de la historia.»
Catanzaro. «El otro se vuelve inimaginable como alguien que merece vivir.»
Nora Merlin señala por su parte la responsabilidad de los grandes medios de comunicación en la instalación del odio: «Al ser corporaciones no hay pluralidad de voces, transmiten la voz del poder. La gente empieza a repetir frases vacías sin poder discernir ni contestar. El neoliberalismo necesita ese consenso obediente, uniforme, una masa de autómatas que hagan caso. Toda voz distinta es un ruido y por eso se rechaza, hay una estrategia oficial para fogonear y satisfacer el odio».
Merlin, profesora en la Facultad de Psicología de la UBA, describe al presente como «una tremenda vuelta histórica» respecto de las revoluciones democráticas que fundaron la modernidad en Occidente. «Con el avance del neoliberalismo, hay un retorno del absolutismo, ya no del rey, sino de las corporaciones. Por eso era tan importante la ley de Medios, como forma de democratizar la palabra. Ahora la palabra es una palabra concentrada».
En su libro Colonización de la subjetividad, Merlin analiza los efectos y las estrategias de la ideología neoliberal, a la que considera un nuevo totalitarismo. «El neoliberalismo ganó la batalla cultural –afirma–. A pesar de que hubo gobiernos populistas en toda la región, los valores y los ideales del neoliberalismo siguieron funcionando, por ejemplo, la meritocracia, y lograron instalar la creencia de que cada uno es agente de su propia vida, lo que vale para las personas y para las naciones. El marketing y las técnicas de autoayuda aplicadas a la política apuntan al engaño: no es que si uno quiere algo, lo consigue, porque hay condicionamientos en la subjetividad, determinaciones familiares, sociales, políticas».
(PATRICIO MURPHY)
Merlin enfatiza en la necesidad de «disputar el sentido de las palabras»: Cambiemos impuso su programa de gobierno en nombre de la alegría y la transparencia, y en sus discursos recientes el presidente Macri llama al «sinceramiento» y habla en nombre de una verdad supuestamente desconocida durante mucho tiempo. «El manejo es con la culpa, si te quedaste sin trabajo, es porque hiciste algo mal –apunta–. Son verdades que funcionan como creencias y que se han naturalizado, como la idea de que la política es violenta cuando es la herramienta de transformación que tiene la civilización: si no hay política se impone la ley del más fuerte, que en este momento son los mercados».
Una sensibilidad autoritaria
Para Kessler, «si el fenómeno está cobrando relevancia en casi todo el mundo, es porque hay una convergencia de distintos sectores, conservadores, religiosos, juveniles, centrados en la seguridad, ultraliberales». Los estudios clásicos que describen a las figuras autoritarias como personalidades amenazadas deberían ser actualizados: «Ahora hay perfiles nuevos, una relación más efímera con la política, más efectista, a partir de WhatsApp, de un meme, de una imagen en las redes sociales. El discurso autoritario prende en campañas basadas en muchos casos en datos falsos y eso puede ser apoyado por alguien que quizá no dedique demasiado tiempo a la reflexión política. Hay que comprender otras formas de relación subjetiva con lo político que alimentan también a estas ofensivas».
Desde la radio. Etchecopar fue procesado por discriminación y violencia de género.
El discurso de la mano dura no es una novedad, pero acaba de recibir un fuerte impulso con el proyecto de Código Penal que el Gobierno nacional presentó en el Congreso. «Es volver a discusiones que ya estaban saldadas –dice Kessler–. Hay evidencias en todo el mundo de que ningún tipo de endurecimiento penal tiene un impacto positivo en el delito: solo incide en mayor encarcelamiento, mayor muerte y mayor reproducción del delito. La única política que tiene alguna eficacia son las medidas de prevención social integral. Pero ningún gobierno en América Latina, ni los anteriores ni mucho menos los actuales, apostó a esa cuestión, totalmente ausente en la discusión sobre seguridad».
La llamada doctrina Chocobar –la legitimación del gatillo fácil– y las declaraciones ya de rutina de la ministra Patricia Bullrich en defensa de las acciones de represión de las Fuerzas de Seguridad, apunta Catanzaro, sostienen un modelo punitivo «que se afirma en contra de las aseguraciones sociales que el Estado deja de brindar, la posibilidad de sostener redes de asistencia colectiva, una idea de seguridad que no está asociada al castigo, sino a los entramados intersubjetivos de los que depende la vida individual y que están siendo desconocidos por las políticas del Gobierno y por los discursos de los funcionarios». Pero ya durante el neoliberalismo menemista, ante la flexibilidad laboral y el desmantelamiento de derechos sociales, la mano dura encontró eco entre sectores de la población: «Ese discurso promovido desde arriba ha penetrado socialmente y hay también elementos preexistentes que consiguieron expresarse de esa manera. En ese sentido aparece un discurso político que interpretó y no solo creó este punitivismo que supone estigmatizaciones, rechazos, inferiorizaciones, como paso previo para señalar a aquellos que deben ser castigados», dice la socióloga.
Discriminados. La población migrante, objeto principal de discursos violentos. (PATRICIO MURPHY)
La retórica inclusiva de Cambiemos –expresada en consignas como «en todo estás vos»– puede ser mucho menos receptiva de lo que parece. «El discurso emprendedorista, la parte luminosa del macrismo, lo que tiende a mostrarse, supone una hiperresponsabilidad del individuo y una culpabilización de aquellos que no aceptan esa responsabilidad y reclaman derechos sociales», analiza Catanzaro. Si «juntos podemos», como dice la propaganda oficial, el aislamiento y la exclusión serán lo que merezcan quienes no cumplan con las metas fijadas: «El discurso del emprendedorismo es un enlace subyacente al discurso del castigo. La faceta más punitiva del macrismo salió a la luz después, con la represión feroz por la ley de los jubilados, pero estaba subyacente desde el principio porque la culpa se encuentra presupuesta en el llamado a emprender: el que no logró el éxito no se esforzó lo suficiente».
Las razones y las emociones
«El crimen no es perfecto, porque también está la política», considera Nora Merlin. Si el discurso neoliberal converge con el patriarcado, «el feminismo está cambiando el pacto social, porque vino a preguntarse por el cuerpo, por la sexualidad, incluyó esos temas en la política y en ese sentido es muy oxigenante». Pero a la vez, destaca, «la lucha feminista tiene que inscribirse en la lucha por “Nunca más neoliberalismo”, que es otra consigna para incorporar. El Nunca Más al terrorismo de Estado fue un límite que se incorporó gracias a las Madres de Plaza de Mayo. Ese dique tiene que ser ampliado. El neoliberalismo es una administración del terror por una vía seudopolítica, un poder ya no de las fuerzas armadas, sino más invisible y más eficaz, porque está difuminado en los distintos aspectos de la cultura».
Kessler también señala que las luchas de los movimientos de derechos humanos y del feminismo pueden aportar instrumentos para desmontar el odio: «Una parte del discurso más extremo no va a dialogar ni se va a modificar, pero lo que uno puede hacer es sostener su ilegitimidad: como ha pasado con la violencia contra las mujeres, ciertas cosas no pueden ser dichas en el espacio público. En la campaña por la legalización del aborto se logró convencer con un argumento de derechos a parte de quienes no estaban de acuerdo. Tiene que haber espacios de deliberación, para entender el fenómeno, y de diálogo, no con el odio, sino con zonas intermedias».
La crisis económica puede volver menos convincente al discurso oficial, pero también potenciar los motivos de violencia, y Merlin asegura que el odio será «el caballito de batalla» en las próximas elecciones. Para Catanzaro se trata también de descubrir las imposturas de argumentos corrientes. «El neoliberalismo no solo socava la justicia social, sino también la autonomía del sujeto porque destruye las condiciones de posibilidad de una vida autónoma», dice.
El movimiento de mujeres, agrega Catanzaro, «es el que mejor expresa la alianza entre autonomía y justicia social, pero parte de su fuerza es evitar que sea hegemonizado por el discurso punitivista: si eso sucediera, se conseguiría desvincular los reclamos por una autonomía de las mujeres de los reclamos por derechos laborales y las reivindicaciones quedarían confinadas en un aumento de las condenas para los perpetradores de la violencia».
El odio tiene su imagen en la grieta, una fractura funcional para su propia reproducción. «Lo más inteligente por parte de las rearticulaciones políticas no es encolumnarse en uno de los dos bandos, sino practicar alianzas entre ambos: las luchas por la autonomía no son necesariamente luchas por el individualismo», dice Catanzaro. Así, «las luchas por la solidaridad social y por los derechos tienen que articularse en la lucha por esa autonomía que el neoliberalismo hace imposible».