Parte de la religión

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Desde la impronta contracultural que selló su origen a su lugar de privilegio en el mapa actual de la música popular, la historia del género abarca distintas etapas. Continuidades y cambios de un grupo inabarcable de canciones que marcaron a varias generaciones. La mirada de pioneros y herederos.

Íconos. Luis Alberto Spinetta, Gustavo Cerati, Charly García e Indio Solari, cuatro grandes referentes que marcaron a fuego la escena local. (arriba izq. Her-n Nersesian, abajo izq. Télam; derecha Martín Dubovich)

 

De la contracultura a los salones de la Casa Rosada y de los «coiffeurs de seccional» a los VIP de los festivales auspiciados por marcas de cervezas y celulares. La formulación aparece como demasiado simplificadora de las múltiples encrucijadas que atraviesa el rock argentino en su medio siglo de vida. 50 años durante los cuales se configuró –con una dinámica compleja– una música alternativamente sofisticada y callejera. Y más: una estética urbana que, por derecho propio, adquirió  el status oficial de música de raíz  que ya habían alcanzado el tango y el folclore. Para bien y para mal, el rock es hoy no solo la banda de sonido del capitalismo global sino, también, parte esencial de la Cultura Nacional. Así, con mayúsculas.
Resulta imposible pensar este medio siglo sin los diferentes avatares sociopolíticos nacionales e internacionales, ni considerando situaciones extremas como la guerra de Malvinas y la masacre de Cromañón. La muesca del origen define mucho de lo que vendría.  Como todo fenómeno cultural, el rock argentino no surgió, como ironiza el poeta y pionero del movimiento Pipo Lernoud, «en una escribanía que certificó un acta de nacimiento». Se fue moldeando a través de causas y azares, en un juego de acción y reacción. Se puede barajar que el parto tuvo el ritmo del rock and roll de los 50 de Bill Halley y Elvis Presley, entre otros, con sus espejos locales en un arco que va de Eddie Pequenino a Sandro. En todo caso, se trata de la prehistoria.
El punto de partida habrá que rastrearlo entre los primeros discos de Los Gatos Salvajes liderados por Litto Nebbia y el single de Los Beatniks, el fugaz grupo de Moris y Pajarito Zaguri, con el tema «Rebelde». Si Los Gatos Salvajes catalizaron la frescura beat de los primeros Beatles, «Rebelde» se acerca en contenido a los principios contestatarios y pacifistas que Bob Dylan empezó a agitar desde los Estados Unidos. Como fuere, los pioneros se movían en grupo dentro de un triángulo conformado por Plaza Francia, el club de jazz La Cueva y el bar La Perla. Los primeros singles fueron editados en sellos multinacionales y protagonizados en letra y música por los frecuentadores de esos tres puntos de la geografía porteña: los ya mencionados Moris y Pajarito Zaguri, Miguel Abuelo, Pipo Lernoud, Tanguito y Litto Nebbia.
Dice a Acción Pipo Lernoud, tal vez el ideólogo más claro de aquellos años de la segunda mitad de la década del 60: «Por supuesto que no hay una fecha, pero sí es cierto que sobre todo en La Cueva y en La Perla se plasmó la visión y la idea de estar haciendo algo nuevo. Los primeros discos editados son de los cueveros: el single de Los Beatniks, el de Los Gatos, el de Los Abuelos de la Nada».
Litto Nebbia se acerca a Lernoud en cuanto a que se trataba de una experiencia grupal. Y se ríe de la preocupación de los historiadores por resolver la encrucijada de considerar a sus Gatos Salvajes o a Los Beatniks como disparadores del movimiento. «Es algo típico argentino: discutir sobre si Piazzolla es tango o no, si Gardel es argentino o uruguayo, quién escribió «La balsa». Lo que yo veo, a la distancia, es que el rock argentino tuvo como actitud una semejanza de ritual a los comienzos del tango, algo de la naturaleza en su composición y de la camaradería entre algunos músicos. Y una preocupación: la de querer ‘‘contar’’ la ciudad», opina Nebbia.

 

Provocación y represión                                         
Si tomamos «Rebelde» como hito fundacional, hay que remitirse a una fecha, la del ingreso al estudio de grabación de Los Beatniks: el 2 de junio de 1966. Políticamente, un instante limbo entre una democracia débil y una dictadura que acechaba. El contexto resulta abrumador. Basta consultar diarios de la época. Eran los últimos días del presidente Arturo Illia. El plan de lucha de la CGT se endurecía y la economía se desmoronaba. Las revistas minaban cualquier intento de estabilidad a través de editoriales rotundas, sarcásticas. Illia observaba cómo alambraban sus convicciones republicanas y no censuraba a nadie. Lo dejarían caer, como salió publicado, «como una fruta madura». El 28 de junio un grupo de generales asaltó la Casa de Gobierno y el dictador Juan Carlos Onganía asumiría la presidencia.

Disco debut. Moris y Pajarito Zaguri tocan en plena calle Corrientes al frente de Los Beatniks, en 1966: el kilómetro cero del rock argentino. (captura web)

 

Veintiséis día atrás, el 2 de junio, John Lear, el presidente de la sucursal argentina de CBS Columbia discutía de rock and roll con tres muchachos extravagantes: Alberto Ramón García (alias Pajarito Zaguri), Mauricio Birabent (alias Moris) y Antonio Pérez Estévez. Todas las compañías desesperaban por inventar Los Beatles argentinos. El rock and roll vibraba en decenas de artistas y se confundía con la idea pasteurizada de El Club del Clan, la primera gran alianza entre la industria discográfica y la televisión. El beat, el shake y el twist aparecían como subgéneros, irresistibles. John Lear les había dado unas horas de estudio. Entraron a la sala con dos frecuentadores de La Cueva: un futuro Manal, Javier Martínez,  y el pianista de jazz Jorge Navarro.
Así Los Beatniks grabaron un simple; el Lado A es «Rebelde» y el Lado B, «No finjas más». Para difundirlo, no dudaron en echar mano al marketing y al impacto. Se montaron a una camioneta F 100 y salieron a hacer play back sobre la caja del vehículo por la avenida Corrientes. Días más tarde fueron a ver al dueño de Crónica, el inefable Ricardo García, para pedirle una nota. Entonces se produce un diálogo increíble:
–Inventen algo si quieren tener promoción –dice García.
–¿Cómo qué? –pregunta Pajarito.
–Algo, un escándalo. Y si el domingo no gana Boca les doy la tapa de Así.
Traman una operación de prensa. Inventan una historia. Juan Carlos Kreimer, periodista que se adelantó a muchos fenómenos antes que nadie en la Argentina, entre ellos el punk, la cuenta: «El verso es que el dueño de la pensión quiere echarlos porque hacen mucho ruido y ellos en protesta se van a bañar desnudos a la fuente de la calle Arroyo, frente a la boite más exclusiva de esos años: Mau Mau».
Combinan con el fotógrafo de la revista Así, van algunas chicas que también se desnudan, pierde Boca y salen en la tapa de Así. Las chicas son cubiertas por una tirita negra que tapaba sus pechos. El título es  elocuente: «Escándalo en Barrio Norte». Sigue Kreimer: «Al día siguiente el gobierno secuestra la edición invocando pornografía. A las cuatro de la mañana el patrullero de la 15° llega por Moris y Pajarito a la pensión Norte, de Pellegrini y Santa Fe, y los saca de la cama. Pasan tres días detenidos». El disco apenas vendió 200 unidades, pero el anecdotario funciona como una perfecta conjunción de elementos de lo que podemos llamar la «fundación mítica del rock argentino». Hay rebeldía y marketing, bohemia y rejas de calabozo, provocación y represión.

 

Etapas quemadas
Miguel Grinberg dividió en su momento la historia del rock argentino en cinco ciclos. El primero comprende estas acciones fundacionales hasta 1970, cuando se separan Los Gatos, Manal y Almendra; el segundo llega hasta 1975, cuando se despide el primer grupo realmente masivo: Sui Generis; el tercero comienza con la instauración de la dictadura más sanguinaria de la historia hasta 1982, Guerra de Malvinas; el cuarto va desde la recuperación de la democracia hasta 1985, cuando debutan en disco los Redonditos y Sumo y el género vive un auge comercial fenomenal; el quinto llega hasta el 94, con el apogeo del menemismo y la consolidación de lo que se llamó el «rock barrial» en contraposición al «rock sónico». Un sexto ciclo debería llegar hasta Cromañón, en 2004, con la consiguiente clausura indiscriminada de locales de conciertos que ofició de tapón para el desarrollo de bandas nuevas.

Prócer. Nebbia fue uno de los fundadores del género, con Los Gatos Salvajes. (Jorge Aloy)

 

Palo Pandolfo es uno de los músicos más interesantes de la generación surgida a mediados de los 80. Tanto desde Don Cornelio y la Zona como con Los Visitantes y su etapa solista, abrevó en una estética variada que combinó new wave, punk rock, folclore, tango, cumbia y canción. Tiene un análisis crudo y apasionado de los meandros del género: «En sus inicios fue experimental, una manera diferente de ver la vida, una patada  al tablero de la pacatería y la represión. Había drogas, pero eran utilizadas para ‘‘abrir las puertas de la percepción’’. Los 70 parecían que iban a ser el triunfo de la liberación creativa y política, pero las dictaduras sudamericanas se encargaron de reprimir cualquier intento al respecto. Hubo, sí, artistas que en este período hicieron canciones geniales. Y los 80 fueron los años de la cocaína, que para mí fue una estrategia del poder de los militares. Fue para desinhibir a una sociedad aterrorizada, darle una fuerza impostada. Y después lo que yo llamo el liberalismo narco, que pone cocaína en todas las esquinas de los barrios. La proliferación de bandas de los 90 genera un rock de masas que choca con Cromañón».
Algo es cierto: los 80 fueron años extraordinarios en cuanto al desarrollo cuantitativo del rock. Malvinas fue una bisagra: la pérdida de la inocencia. El Festival de la Solidaridad, realizado en medio de la guerra y televisado en directo, fue en apoyo a los soldados que peleaban en el sur, pero muchos lo observaron como un gesto ingenuo que otorgó una legitimación extra a los militares. La prohibición de pasar música en inglés hizo que muchos artistas, ignorados más allá del gueto, tuvieran una trascendencia inesperada. Una canción censurada apenas cuatro años atrás, como «Solo le pido a Dios» –compuesta por León Gieco de cara al conflicto con Chile por el Canal de Beagle– fue convertida en himno.
«El rock argentino iba a explotar sí o sí, más allá de Malvinas y de la democracia», dice Lernoud. «Malvinas aceleró todos los procesos, pero por ejemplo Seru Giran ya era masivo. Todo cambió, apareció el mercado. Nace la radio Rock & Pop, el Suplemento Sí de Clarín y yo saco la revista Canta Rock, que llegó a vender 120.000 ejemplares», completa.
El cambio de piel deriva en producto: el rock argentino se maquilla, se vende, se exporta. América Latina es tapizada por bandas nacionales. En ningún país de la región se había desarrollado un rock serio, de calidad, como en la Argentina.  Muchos de los «veteranos» de los 70 se reciclaron sonoramente (Pappo en Riff, Miguel Cantilo en Punch, Miguel Abuelo en la nueva formación de Los Abuelos de la Nada); Charly García inventa la modernidad y desde los sótanos del under irrumpe una nueva camada de bandas que reformulan todo: Sumo, Soda Stereo, Los Twist, Los Violadores, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, etcétera.
Si los militares fueron los primeros en percibir que era posible utilizar políticamente a los «chicos» del rock, la democracia profundizó esa relación. Festivales gratuitos organizados por secretarías de Cultura, apoyos pagos (como la gira proselitista de gran parte de los músicos a favor de Eduardo Angeloz en la campaña de 1989), el Charly & Charly de Menem con García, hasta llegar a la institucionalización de los conciertos en Casa Rosada en los años del kirchnerismo, entre incontables ejemplos de diferentes matices.  
«Siempre hubo tensión con el poder. Las cosas cambiaron, pero no todo es lo mismo. Hay un rock corporativo y otro que no», subraya Lernoud. Palo Pandolfo va en ese dirección: «A partir del 2002, 2003, se formó una contracultura de música popular, en todo el país. Una fusión de folclore y psicodelia, más una pléyade de bandas indie de pop y rock. Hay muchas líneas de expresión».
Pablo Dacal, uno de los artistas que más lúcidamente ha analizado los vínculos históricos del rock argentino con diferentes variantes de la actualidad, opina que «el rock es mucho más que un género musical. Lo oficializado y deglutido por el sistema capitalista mundial es el ritmo, la imagen, cierta retórica, la cáscara. Pero el rock es demasiado esquivo y poderoso como para quedarse allí. Una vez que los movimientos cumplen su función subversiva quedan sueltos, vaciados de sentido y a la deriva del tiempo. Tal vez hoy lo más rockero esté afuera del rock».

 

Horizonte contemporáneo
50 años es una edad para tener en cuenta. Suele ser una época de crisis, en la que la madurez empieza a despeñar en vejez. Hoy muchos de los músicos de la primera etapa hablan de que no pasa nada. Desde Charly García hasta Héctor Starc, la posición reaccionaria es análoga a la de los tangueros que en la década del 60 ignoraban olímpicamente al rock como música argentina e, incluso, como música. Mientras muchos festivales parecen un desfile de Grandes Valores del Rock, hay una movida riquísima de artistas que hacen una música de matriz rockera.
«Pasan cosas», dice Nebbia. «En todas las actividades, a través del tiempo, existe gente fiel a su punto de partida y otra que por pura vanidad o una conveniencia material cambió la dirección.  Eso incluye también al público. Un montón de ítems que eran considerados ‘‘contraculturales’’ en aquel tiempo, hoy  día tienen permiso de entrada al hogar», agrega.
Pasan cosas, claro. Que no se deslizan, por caso, por el Indio Solari batiendo records de convocatoria o Illya Kuryaki and the Valderramas grabando con el mejor sonido posible. En los márgenes, incontables artistas vienen haciendo muy buena música desde hace años. Contemporánea, vital, original. Algunos nombres al azar: Lucas Martí, Él Mató a Un Policía Motorizado, Sofía Viola, Gabo Ferro, Pez, Lucio Mantel, Ezequiel Borra, Flopa. La lista puede ser infinita.

Fervor popular. De los antros del under a los recitales multitudinarios, el público que acompaña a las bandas se multiplicó exponencialmente. (Claudio Gutiérrez)

 

«En todas las épocas, en los 60 y ahora, para encontrar rock no podés quedarte sentado en el sillón de tu casa. Tenés que salir a buscarlo», opina Lernoud. Pablo Dacal aporta: «Encuentro en la pulsión originaria del rock una patria personal, hoy compartida junto a escritores, poetas, artistas de todo tipo y algunos músicos, muy pocos de los que participan activamente en el mercado».
Hay una historia rica, y hay herederos. Hay mártires, convicciones y zozobra. El rock vende zapatillas, cerveza y celulares pero también ofrece, todavía, una cosmovisión del mundo. El poder neutralizó aquel grito rebelde, pero hay atajos y nuevos gritos. Ya no es solo el ruido hormonal, un «pecado» de juventud. Hoy es parte de la cultura, de la respiración de un pueblo. Cada vez que un chico urbano o suburbano, rico o pobre, talentoso o no, se calza una guitarra y sale a decir su verdad, el rock está vivo. Cada vez que un chico sube a un tren a rapear, también.
Como dice Dacal, «el futuro de esa energía que se añora en el rock ya no está en su tradición formal y sí en los márgenes. El hip hop criollo, por ejemplo, es muy fuerte: es el regreso de la rima y el verso improvisado, la inscripción de un propio lenguaje y tipografía en las fachadas de la ciudad, el surfeo por la superficie de la cultura establecida, una indumentaria hecha de baratijas y fuertes signos sociales, la liberación de los espíritus oprimidos».
La historia sigue. Se camufla, acecha, se retrae y se puebla de preguntas. Como hace 50 años, las respuestas están soplando en el viento.

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