Pasión y herramientas

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Las clases de escritura creativa atraen cada vez a más personas que buscan salida a su vocación o quieren simplemente cumplir el sueño de publicar un libro. ¿Se puede enseñar a escribir una ficción que cautive al lector? Opinan docentes y alumnos.

Liliana Heker. El amor por la lectura y la compulsión de decir escribiendo son los rasgos que comparten quienes asisten a su taller. (Diego Martínez)

Una casa en el barrio porteño de La Paternal. Todavía no son las nueve de la noche de un martes.
Alguien –una psicoanalista de 40 años que está en su primera clase– lee y el resto –siete hombres y tres mujeres– escuchan. Sobre la mesa hay una botella de vino, otra de agua saborizada, muchos vasos y algunas bolsas de maníes y palitos. Cuando termina de leer solo queda el sonido de un ventilador mezquino. Al fin un joven de pelo cortado al ras y brazos de gimnasio dice:
–Creo que en vez de intentar un cuento sobre la enfermedad de tu papá deberías escribir un diario sin el compromiso estético, que solo tenga el compromiso con la verdad.
La psicoanalista asiente con la cabeza y toma nota apurada. El coordinador del grupo, el escritor Pablo Ramos, la interrumpe.
–No hace falta que anotes nada –empieza–. Lo importante lo vas a recordar. Y no uses un tono que minimice lo que estás leyendo. Yo me meto con la persona. Sueno agresivo pero soy… –piensa unos segundos– muy contenedor. Si realmente querés escribir, si no venís para ver qué pasa, este es un buen lugar.
En Buenos Aires la oferta de talleres literarios o de escritura creativa es enorme. Los hay en centros culturales o clubes de barrios, en librerías con reputación de sofisticadas y en los livings de las casas de escritores consagrados y no tanto. A su manera, nuestro país replicó el sistema de la Iowa Writers Workshop, la más prestigiosa escuela de escritura creativa estadounidense fundada en 1936: el alumno lee un texto de su autoría y los compañeros lo critican bajo la atenta supervisión de un escritor profesional (léase: publicado).
Pero, ¿qué lleva a una persona a concurrir a estos talleres? ¿Se pretende mejorar la escritura o lo que en realidad se busca es el éxito comercial? ¿Es una pulsión snob o hay grandes potencias latentes? ¿Quién y qué determina cuándo alguien se vuelve escritor? En definitiva, ¿cualquiera se puede convertir en escritor?
«Empecé a dar talleres en 1978, en plena dictadura militar. Dos años atrás me habían echado por subversiva del lugar donde trabajaba e iba sobreviviendo de lo que podía y como podía. Fue entonces que me llamaron del teatro IFT para que coordinara un taller de narrativa. Acepté por razones económicas, pero la experiencia me resultó tan fascinante que nunca la abandoné. Que quede claro: para mí es una manera –la que más me gusta y, tal vez, la que mejor sé hacer– de ganarme la vida. Pero también es una actividad que me apasiona y a la que le encuentro un sentido: el de colaborar a que un escritor con talento se apropie de las herramientas necesarias para escribir aquello que quiere escribir», explica la escritora y maestra de escritores Liliana Heker.
A la hora de encontrar los rasgos en común de quienes asisten a su taller, la autora de Zona de clivaje remarca que son los mismos que ella busca en las entrevistas previas: pasión por la literatura (léase: por la lectura de obras literarias), cierta compulsión, o necesidad, de decir escribiendo y la convicción de que el acto creador es una búsqueda, un trabajo. «A quien no tiene esa pasión, esa necesidad y esa convicción no tengo nada que darle», decreta.


A mano. En busca de la voz propia. (Diego Martínez)

César tiene 36 años, nació en Olavarría pero hace seis que vive en Arrecifes con su mujer e hija. Por eso, una vez por semana, maneja 400 kilómetros –200 para ir y los mismos para volver– con el único propósito de asistir a las clases de Ramos.
«Siento que caí en el lugar justo, aun cuando me demanda un gasto grande y esfuerzo físico. Porque al costo del taller le sumo la nafta, peajes y comida. Y al otro día me levanto a trabajar habiendo dormido solo cuatro horas, pero feliz», confiesa.
El hombre es periodista y profesor en un colegio secundario, pero el empleo en un lubricentro es el que le paga las cuentas. La literatura, en cambio, se encarga del alma.
«Es lo único –dice– que me hace realmente bien, funciona como contrapeso para hacer con menos sufrimiento aquellas cosas que tenés que hacer sí o sí, por ejemplo, trabajar en algo que no te gusta».
A la hora de pensar qué cambios concretos operó el taller en su escritura, César no se demora: «Lo que escribo ahora tiene un hilo conductor. También produjo cambios positivos en mi ego. Requiere un trabajo interno exponerse a la crítica de tus compañeros cuando te están demoliendo un texto. Te patean y eso lo templa a uno. Además, el hecho de saber que voy a compartir mis textos en el taller implica que sea más honesto con lo que escribo. Todos detectan rápidamente cuando escribís para la tribuna y ahí te silba todo el estadio».

Creadores
A los 16 años, Camila se anotó en un taller de poesía. Desde entonces la escritura es, para ella, un lugar a donde llegar cuando no se sabe a dónde ir. Hoy, con 30 y el diploma de la carrera de Letras bajo el brazo, quiere aprender a escribir cuentos y por eso retomó el taller de Ramos, el mismo que había abandonado –interrumpido– hace diez años.
«Volví porque sé que es un espacio en donde aprendés a escribir desde un lugar de sinceridad, de autodescubrimiento muy potente. Me ayuda a comprender situaciones que viví, decisiones que tomé, qué cosas amé, odié, me dolieron, sentí y no me animé a decir; situaciones que muchas veces hasta el momento de sentarme a escribir y compartirlo en el taller, no soy del todo consciente».
Camila reconoce que ahora escribe «colectivamente, a través de las devoluciones» de Ramos y de sus compañeros, pero todavía eso no le alcanza para sentirse escritora.
«Creo que todavía uso el lenguaje para ocultar lo que me pasa, como un gran escudo. Explico, racionalizo, describo, resuelvo todo como por arte de magia, y entonces, el conflicto se evapora. Estoy aprendiendo a escribir con más honestidad, a utilizar el lenguaje como una manera propia de representar al mundo, a los otros, a mí misma, a conflictos humanos que se dan en situaciones cotidianas, no para construir argumentos mentirosos, sino para desenmascarar mi propio personaje».
Heker nunca asistió a un taller. Dice que no hacían la menor falta en los 60. Las reuniones de El grillo de papel y, después, las de El escarabajo de oro, recuerda, con escritores como Abelardo Castillo, Humberto Costantini, Isidoro Blaisten, Ricardo Piglia y Miguel Briante, en las que uno leía un cuento y los demás opinaban («feroz y apasionadamente») fueron su espacio de aprendizaje. Sin embargo, para ella, los que van a su taller, cualquiera sea su ocupación habitual, no son estudiantes: son escritores formándose.
«Son creadores –dice–. Y un creador, en cualquier etapa de su vida y salvo en momentos privilegiados, se siente inseguro. ¿Si cualquiera puede ser escritor? No. Cualquiera que se lo proponga y que tenga ciertas herramientas podrá escribir un relato correcto. Pero el fulgor, el vuelo, la trascendencia que iluminan cada ficción que nos cautiva, eso no se consigue solo con herramientas».

 

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