Presagio de carnaval

Tiempo de lectura: ...

Sabino Colque había nacido en Tarabuco, un terrón fácil de desmenuzar entre los dedos, una localidad de la Bolivia que, a veces, no tenía razón de ser.
Formó parte de una familia numerosa en sirvientas honradas, fecunda en trabajadores golondrina. Una parentela pobre que, sin embargo, logró destacarse entre el resto de las que habitaban la barriada gracias al renombre de sus sanadores.
Los Colque fueron una familia de miramiento
y aprecio entre la apretada comunidad en la que vivieron; en la que aún vivían, perdidos ya el crédito y la reverencia que inspiraron los tíos Colque, sanadores.
Durante su infancia, Sabino había presenciado, muchas veces, curaciones de enfermedades frías y calientes. Los enfermos llegaban hasta la casa de los Colque por sus propios medios, o cargados por sus familiares cuando la gravedad del caso no permitía otra cosa. Casa de piedra, oscura, donde vivían los tíos sanadores y sus muchos parientes.
No había ocultamientos, porque a nadie le parecía mal que un niño presenciara una ceremonia de curación. Sabino observaba a sus tíos, los escuchaba.
El sanador se dirige cortésmente al dolor, reclamándole el daño que le causa al vientre. Si el dolor no escucha, el sanador amenaza con enviarle las sustancias que ya quieren entrar al cuerpo del enfermo para cumplir con su obligación. Y supiera el dolor que se le daba la oportunidad de partir por su propia voluntad. Supiera el dolor que el sanador lo respetaba y por eso mismo le advertía y le daba oportunidad de marcharse por sus propios pies.
En las últimas generaciones la decadencia fue ganando territorio en toda la barriada tarabuqueña, y también entre los Colque: las sirvientas no pudieron seguir conservando su honradez y los trabajadores golondrina se fueron más lejos.
Pero la pobreza ocasionó un mal de mayor alcance: el envilecimiento del oficio. Los sanadores Colque aceptaron comerciar con el dolor. Dijeron que alguien sanaba cuando sabían que no, traficaron los secretos preciosos que las generaciones les habían heredado. Y así perdieron la honra y el reconocimiento.
Cuando Sabino era un niño, los dos tíos viejos, hermanos de su abuela, guiaban a la familia. Por ese tiempo todo sucedía bajo una luz de trascendencia que daba a la vida su verdadera importancia.
Los Colque de entonces conservaban el privilegio de ser pasantes en las procesiones de carnaval. De sus bolsillos salía el dinero necesario para vestir de gala la imagen de la Virgen de Copacabana, que luego cargaban sobre sus hombros. De sus bolsillos salía el dinero para la chicha y el pan de rosca que es obligado repartir. Pasantes en el carnaval y sanadores de oficio, era grande la autoridad de los Colque sobre los cuerpos y las almas.
Aunque al principio nadie en la familia creyó que semejante memoria fuera posible, Sabino podía recordar un hecho acontecido cuando él era muy pequeño, y fue capaz de dar detalles que los mayores aceptaron como ciertos.
–Me acuerdo bien de una manta con flores. Y yo, para sostenerme, me agarraba de un tejido de alambres. Entonces llegó a visitarnos alguien que no pertenecía a la casa.
Su abuela y su madre confirmaron el recuerdo. Era verdad. Tuvieron una conejera en desuso que sirvió como corral para Sabino cuando el niño apenas caminaba, y era verdad que la conejera estaba cubierta con una manta floreada.
–¿Y cuánto más se acuerda?
–Me acuerdo bien claro de todo ese día. Había mucho olor a comida.
–Había, sí, porque era domingo –admitió la abuela.
–Antes de que llegara la visita, los tíos secreteaban, cerca de donde yo estaba, sobre asuntos de salud y curación.
Debemos primero determinar si la enfermedad es fría o es caliente. Las enfermedades frías vienen de afuera, por intrusión de una calidad fría.  Corriente de aire o alimento frío que llegan cuando el hombre se halla débil. Las enfermedades calientes empiezan en el interior del cuerpo…
Los tíos viejos hablaban lejos de las mujeres y cerca de la jaula para conejos que, recubierta con trapos viejos, le sirvió a Sabino como corral de su primera infancia. Parado allí, prendido a la tela de alambre, el niño escuchó hablar de los dones de la familia Colque: el ver y el sanar.
Se trataba de un domingo parecido a todos, cuando iniciaba para los hombres una borrachera que, bien racionada, podía durar hasta la noche.
Era habitual que, después del almuerzo, los sanadores se reunieran en ronda con los hombres jóvenes de la familia para pasarles sus conocimientos, de modo que el oficio no se perdiera. En ese quehacer estaban cuando una visita les interrumpió la tertulia.
–Recuerdo que alguien llegó, y no era Colque –Sabino podía recordar el perfume diferente que había entrado a la casa–. Llegó un hombre que olía como perra. Llegó y se acercó a los tíos viejos. Estuvo un rato en la casa, pero no aceptó sentarse ni comer ni tomar. Cuando se fue, los tíos quedaron hablando y al final se pelearon unos con otros.
–Y usted se acuerda de lo que dijeron los tíos, Sabino.
–Eso no.
Sabino no recordaba la conversación que los sanadores habían sostenido, aquel domingo, después de que el hombre de afuera dejó la casa. Pero los mayores de la familia sí.
Porque a partir de ese domingo, los sanadores se dividieron en las opiniones. Distancia que duró para siempre.
Uno de los tíos dijo que no era bueno andar entre políticos, y meterle a la gente que recobraría la salud si votaba así, y no la recobraría si votaba de este otro modo.
El otro tío, secundado por la mayoría de los hombres Colque, respondió que no era malo. Si al fin la gente iba a votar de cualquier manera. Y que la familia estaba con mucha pobreza.
Durante años los Colque se preguntaron cómo podía Sabino recordar el domingo en que llegó un delegado político para pedirles a los tíos que pusieran su renombre al servicio de los programas partidarios. Prometiendo que, si lo hacían, iban a retribuirles con generosidad.
Lo cierto es que las consecuencias de ese pacto no fueron buenas para los Colque. Nada resultó bueno para ellos. Todo resultó malo para la familia.
Las retribuciones prometidas no llegaron nunca. En cambio, los tíos Colque se quedaron sin fama entre la gente pobre. Los sanadores más viejos murieron pronto y los partidarios ni siquiera fueron al velorio, aunque los invitaron.
Sabino creció en una familia decaída y sin misterios. Con la muerte de los tíos, los domingos se transformaron en pura borrachera mal racionada. Faltaban, después del almuerzo, las palabras de los sanadores, que se sobreponían al alcohol y lograban que toda la familia se sintiera parte de una verdad más vasta y antigua que la miseria.
Cuando Sabino tuvo asomo de vello, vio irse a muchos de los suyos. Y vio a las mujercitas de la familia llegar pintarrajeadas y ojerosas a los almuerzos del domingo.
Cuando Sabino tuvo asomo de coraje, le avisó a su madre que también él se iba a una cuidad lejana en busca de la suerte que en Tarabuco faltaba. Y faltaría para siempre.

—Liliana Bodoc nació en Santa Fe en 1958. Vivió mucho tiempo en Mendoza y actualmente reside en San Luis. Es autora de La Saga de los Confines, una trilogía de novelas que incluye Los días del venado (2000), Los días de la sombra (2002) y Los días del fuego (2004). Publicó también, entre otros libros, las novelas Diciembre Súper Album (2003), El mapa imposible (2011) y El perro del peregrino (2013) y los libros de relatos Sucedió en colores (2004) y Oficio de búhos (2012). Recibió, entre otros reconocimientos, la distinción White Ravens (2000, 2001) y el Premio Konex (2004).

Estás leyendo:

Presagio de carnaval