Primos

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Era domingo. Estábamos en octubre y el calor ya empezaba a sentirse. Sobre todo en los mediodías o en las primeras horas de la tarde en que el sol caía de lleno. Había sido un invierno muy frío. En los meses de julio y agosto había helado durante casi todas las madrugadas y los techos de las casas y los autos aparecieron cada mañana cubiertos por una capa fina de hielo durante esos meses. También las plantas, a muchas de las cuales el frío intenso había quemado.
Pero ahora todo eso había pasado y el sol parecía calentar cada vez más a medida que transcurría la primavera.
Ese día yo estaba ventilando las frazadas en el patio. Son tareas que normalmente hacen las mujeres en una casa pero como yo vivo solo no me queda otro remedio. Hago todos los años lo mismo. Cuando empieza la primavera,  pongo las frazadas al sol durante un día entero para que se ventilen bien. Después las doblo y las envuelvo en un papel madera. En los dobleces de las frazadas, pongo unas cuantas bolitas de naftalina para protegerlas de las polillas. Después acomodo esos paquetes sobre el ropero donde permanecen hasta el fin del verano.
Escuché que el teléfono sonaba adentro. Debe de ser Altamirano, pensé. Altamirano y yo habíamos sido compañeros en el banco por más de veinte años. Mientras trabajamos juntos, su esposa solía invitarme los domingos a almorzar. No todos los domingos, claro, una o dos veces por mes. Pero desde que me había jubilado de mi empleo en el banco, se habían espaciado esos almuerzos. Nos reuníamos un domingo cada dos o tres meses.
Una voz de hombre que no conocía preguntó por mí. Tenía un tono suave y hablaba pausadamente.
–¿Puedo hablar con el señor Antonio? –dijo.
Parecía un hombre educado y su voz sonaba agradable. Aclaró enseguida que llamaba de parte de mi prima la señorita Johnson y que era su vecino. Me resultó raro escuchar eso de señorita para nombrar a Susan. Por alguna razón todos, amigos, vecinos, todos, siempre le dijeron Miss. Miss Susan. Miss Johnson.
El  padre de Susan fue un inglés que llegó al país muy joven para trabajar en el ferrocarril. Acá se casó y tuvo hijas, Susan y Margaret, que era seis años mayor que Susan. A pesar de trabajar acá, nunca aprendió a hablar demasiado el castellano y con sus hijas hablaba únicamente en inglés.
Mi madre y la madre de Susan habían sido primas segundas pero siempre habían tenido un trato muy cercano, casi de hermanas. De chico me gustaba ir a visitar a las Johnson. A pesar de que yo tengo unos cuantos años menos que Susan, como diez creo, nos divertíamos en su casa. Susan tocaba el piano cuando íbamos y Margaret me enseñaba canciones en inglés que nunca aprendí.
Las Johnson nunca se casaron. Margaret tenía un carácter muy fuerte. Susan en cambio, era la más débil de las dos y siempre soportó los retos de su hermana a la que cualquier cosa la ponía de mal humor.
Cuando nuestras madres murieron, nosotros, Susan, Margaret y yo, nos seguimos viendo y estuvimos muy pendientes uno del otro a pesar de que éramos primos lejanos. Habíamos compartido muchos momentos buenos en la infancia y, como nuestras madres, nos queríamos también casi como hermanos.
Pero, después, con los años, fuimos perdiendo todo eso.
El problema fue Margaret. Cuando Margaret empezó a envejecer se puso peor, se le dio por no hablar. Pasaba días enteros sin hablar con Susan. A mí ni siquiera me saludaba cuando iba a visitarlas. Se encerraba en su cuarto y no salía hasta que yo me fuera. Por eso dejé de ir. Sólo nos veíamos para las fiestas. Susan y yo nos saludábamos también para los cumpleaños pero sólo por teléfono. Margaret murió hace unos años. Era joven todavía. A Susan seguí visitándola para las fiestas y llamándola para su cumpleaños.
Ese domingo el vecino me contó por teléfono que Susan se había caído de la escalera y se había roto la cadera, que la habían operado y que si bien podía caminar, lo hacía con mucha dificultad. También dijo que algunos vecinos le hacían los mandados y le alcanzaban un plato de comida, y que un grupo de alumnas suyas –Susan daba clases de piano en su casa– iba turnándose durante el día y la noche para no dejarla sola.  Pero aclaró que todo eso era algo momentáneo, que no podía durar demasiado porque, como yo seguramente comprendería, cada uno tenía sus obligaciones que atender.
–Creo que la señorita Johnson no puede seguir viviendo sola –me dijo y antes de cortar agregó–. Alguien tiene que encargarse de ella.
Durante la tarde de ese domingo, mientras doblaba las frazadas y las envolvía en el papel madera, pensé todo el tiempo en Susan. Qué podía hacer yo por ella. No éramos hermanos, sólo éramos primos después de todo y en los últimos años nos habíamos distanciado demasiado. Claro que habíamos pasado nuestra infancia juntos pero eso había sido hacía ya mucho tiempo. Por qué tenía ahora que encargarme de ella. Yo también estaba grande, los sesenta y cinco empezaban a hacerse sentir en mis piernas pesadas y estaba seguro de que pronto me aparecería también algún achaque.
Acomodé los paquetes sobre el ropero. El olor de la naftalina impregnó el aire allí arriba. Era un olor fuerte que siempre me hacía picar la nariz.
Fui a ver a Susan al día siguiente. Me abrió la puerta una de sus alumnas que apenas supo que yo era su pariente, nos saludó y se fue rápido.
Susan se alegró cuando me vio. Había terminado de hacer unos ejercicios que le había indicado el médico y ahora estaba caminando. Tenía que caminar quince o veinte minutos por día. Le di el brazo y caminamos lentamente por el jardín. Dimos varias vueltas yendo de un extremo a otro. Pobre Susan, caminaba haciendo un gran esfuerzo porque todavía tenía la cadera demasiado rígida para desplazarse. Daba unos pasitos muy cortos y se apoyaba con fuerza sobre mi brazo para sostenerse.
Mientras caminábamos Susan me contó la caída de la escalera con detalles y lo doloroso que le resultaba todo desde la operación.
Cuando terminamos esa caminata, antes de entrar a la casa, nos sentamos en el jardín por unos minutos. Me pareció que Susan estaba un poco fatigada.
–No, no –dijo ella cuando le pregunté–, estoy bien.
Mientras estuvimos ahí sentados, uno enfrente del otro, pude observar sus piernas. Unas venitas oscuras nacían a la altura de sus rodillas y se extendían por debajo de su piel tan blanca. Eran mil líneas delgadas que se ramificaban hacia sus tobillos y se prolongaban también hasta los pies. Susan tenía puestas unas sandalias viejas de cuero blanco que no tenían taco. Me contó que el médico le había recomendado que caminara con un zapato cómodo, que estuviera muy usado. Las tiras blancas de la sandalia contrastaban con los trazados oscuros de esas venas. Unas y otros se entrecruzaban sobre su empeine  formando un dibujo raro.
Después entramos y tomamos una taza de té. Susan me pidió que trajera unas galletitas que estaban en la alacena de la cocina. Íbamos por la segunda taza cuando lo dijo.
–Lleváme a vivir con vos –dijo–. A tu casa.
La tarde del día anterior, después de recibir aquel llamado, yo había pensado algunas soluciones para Susan. Internarla en un geriátrico hasta que se recuperara. Contratar a alguien para que la atendiera hasta que volviera a valerse por sí misma.
Susan no quiso saber nada de ningún geriátrico, dijo que no iría a morir a un lugar así.
Con qué plata voy a pagarle, me preguntó cuando le dije de contratar a alguien para que la cuidara en su casa mientras tanto.
–Llevame con vos –repitió.
No sonó como una súplica ni como un ruego. Simplemente lo dijo.
No sé bien cómo pasan algunas cosas. Sólo sé que estábamos ahí, los dos solos, ya viejos, en la misma sala en que muchos años atrás reíamos y tocábamos el piano y éramos una familia feliz. Que ahora el silencio a nuestro alrededor era tan inmenso como la casa en la que estábamos.
Vi la espalda agobiada de Susan y un leve temblor en su mano izquierda.
No tuve valor para decirle que no.
–Pero Susan  –dije–, cómo vamos a hacer.
Su mano derecha jugaba con las migas sobre el mantel. Las presionaba bajo la yema de sus dedos hasta hacerlas polvo.
–No tengo a nadie más, Antonio.
Después entrelazó sus manos y las dejó quietas sobre la mesa. Acomodó con dificultad su espalda en la silla y miró por la ventana hacia el jardín.
Afuera estaba claro todavía y desde allí adentro podíamos escuchar el canto de los pájaros en los árboles que quebraba ese silencio entre nosotros.

—Ángela Pradelli nació en Buenos Aires en 1959. Escritora y Profesora en Letras, ejerció la docencia en escuelas secundarias y fue coordinadora del Plan Nacional de Lectura para la Provincia de Buenos Aires. Publicó Las cosas ocultas (novela, 1996), Amigas mías (premio Emecé, novela, 2002), Turdera (novela, 2003),
El lugar del padre (premio Clarín, novela, 2004), Libro de lectura, crónicas de una docente argentina (2006), La búsqueda del lenguaje (Premio Fundación El Libro de Buenos Aires al Mejor Libro de Educación, 2010/2011, obra teórica, 2011) y El sentido de la lectura (ensayo, 2013). Sus libros han sido traducidos al alemán, al inglés y al italiano.

—Ilustracion: Pablo Blasberg

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