Raíces que dan frutos

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Después de siglos de sometimiento y represión, el legado artístico y la cosmovisión de los indígenas son rescatados y puestos en valor por las nuevas generaciones de herederos.

 

Canto con la caja. Una de las participantes del noveno Encuentro Nacional de Copleros realizado en Pumamarca, Jujuy. (Javier Valado)

En la comunidad qom donde nació y se crió Juan Chico, en la provincia de Chaco, la Masacre de Napalpí fue una historia que durante muchos años se contó en voz baja. El pueblo comechingón de San Marcos Sierras, en Córdoba, mantuvo en secreto sus costumbres y ceremonias: «No había que hacer ruido, los patrones no se tenían que enterar», dice Mariela Tulián. Los abuelos y los padres de Liliana Ancalao eran castigados en la escuela, en el oeste de Chubut, cada vez que hablaban en mapuzungun, la lengua mapuche. De ese estado de silencio y persecución, las culturas de los pueblos originarios pasaron a hacerse visibles en la Argentina como resultado de un proceso complejo y amplio, en el que una producción artística creciente se asocia con la preservación de repertorios y legados provenientes de la tradición.
La revalorización del pasado indígena como sustento de los reclamos del presente surge también de investigaciones históricas y de reparaciones de abusos cometidos en nombre de la civilización. El 19 de julio de 1924 unos 700 indígenas fueron asesinados por la policía de Chaco, en lo que se conoció como la Masacre de Napalpí; la primera conmemoración del hecho se realizó en 1999, y aún «era difícil reivindicar memoria, justicia y verdad por los caídos», dice Juan Chico (Napalpí, 1977), investigador, docente y escritor del pueblo qom. La restitución a sus comunidades originarias de los restos del cacique ranquel Mariano Rosas (junio de 2001) y del mapuche Inacayal (diciembre de 2014), conservados como trofeos de guerra en el Museo Nacional de Ciencias Naturales de La Plata, mostró una secuela macabra de la llamada «Conquista del Desierto»; otros crímenes recién comienzan a ser difundidos, como la Masacre de Rincón Bomba, ocurrida en octubre de 1947 en Formosa, donde la Gendarmería asesinó a más de 750 miembros del pueblo pilagá.
Juan Chico asume como tarea el rescate de la presencia indígena en la cultura nacional y el debate con la historiografía liberal: «Contar una historia que no nos enseñaron en la escuela». Un trabajo que despliega, entre otras actividades, a través de la escritura, la realización de documentales y la gestión cultural, como organizador de la Semana de Cine Indígena, que se realiza desde 2008 en la ciudad de Resistencia. Además integra la Coordinadora de Comunicación Audiovisual Indígena de Argentina (CAIA), que surgió en 2009 durante la discusión de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. «Los medios jugaron un papel clave en la invisibilización de los pueblos indígenas, por eso pensamos que debíamos plantear cuál era nuestro lugar en la nueva ley», señala el investigador qom.
La transmisión oral es un factor constante en las culturas originarias. Los pueblos indígenas preservaron sus tradiciones y sus valores al margen del sistema educativo, de los medios de comunicación y de la industria editorial, en la intimidad familiar. Esta circunstancia refuerza la importancia que asumen los mayores en las distintas comunidades, como portadores de experiencia y sabiduría. Juan Chico escuchó los primeros relatos sobre Napalpí «en las noches de invierno, en las conversaciones con los abuelos y con los tíos». La fuente principal de sus investigaciones «es la memoria de nuestros mayores: nuestros abuelos son bibliotecas vivientes».
Mariela Tulián (San Marcos Sierras, 1976), caski kuraka del pueblo comechingón, tuvo la misma experiencia: «Todo lo que he aprendido y sigo aprendiendo viene de mi papá, de mis tíos, de las personas mayores de mi comunidad que han mantenido una historia oral que es nuestro bien más preciado y que no está totalmente escrita en los libros». Su condición de representante de la comunidad proviene de esa tradición. Según explica, «kurak significa la voz del trueno, la voz del rayo, y nombra al que tiene cierta capacidad de hablar en nombre del territorio; el caski es el representante de la familia ante el consejo de la comunidad. No entendemos al caski kurak como un concepto de autoridad. La comunidad es una familia grande, un círculo de personas donde todos somos iguales».
En el plano de la música, el trabajo de investigadores como Leda Valladares, Carlos Vega e Isabel Aretz, entre otros, permitió recopilar y tener registros del repertorio de comunidades originarias de distintas regiones del país. La investigación de Leda Valladares fue el origen del Mapa Musical Argentino, que continuó y reeditó en 2001 su discípula, la cantante y educadora popular Miriam García. «El repertorio de los recopiladores es un reservorio. Hay mucho material acumulado, de la década de 1930, de 1940, de 1950, más interesante que el que aparece ahora, porque hay cosas que hoy tienen otras características o se perdieron, por la presencia de otros medios», dice Miriam García. «El celular, Internet, la televisión, la radio y los temas del mercado llegan a todas partes y atraviesan todas las culturas. Las comunidades son plásticas, cambian, son atravesadas por todo lo que el progreso lleva y también por lo que el progreso se lleva puesto. Leda tenía una preocupación: que las canciones del repertorio tradicional se conocieran. Y eso fue lo que la diferenció de otros recopiladores, que analizaban el material como algo científico. Yo me sentí convocada desde el primer día con esta forma de trabajo, no solamente a cantarlo sino a transmitirlo y mantenerlo vivo».

 

Los nuevos registros
El legado oral es un sostén, pero la discriminación y su desconocimiento como bien cultural provocaron pérdidas irreparables en su transmisión. Los comechingones no pudieron preservar el camiare, su lengua originaria. «Hay abuelos y adultos mayores que dicen que cuando sueñan solo escuchan nuestra lengua. Pero ya no se habla, hubo un proceso cultural que nos llevó a dejar de usarla», señala Mariela Tulián. En el pueblo mapuche, dice Liliana Ancalao (Diadema Argentina, Chubut, 1961), la memoria acusó el impacto de la represión: «El trauma de la derrota militar, los sangrientos arreos humanos a los campos de concentración y a las prisiones, el hambre, el robo de los niños, el desgarro de las separaciones de las familias, el despojo de los territorios eran temas que no se hablaban. Si algún anciano se ponía a contar estos recuerdos, comenzaba a llorar y el relato se interrumpía».
En la casa de Ancalao no se hablaba el mapuzungun. «Nos enseñaban algunas palabras sueltas, a saludar, a contar los números», recuerda. «Mi abuela materna era hablante, pero yo no me di cuenta, mientras la tenía, del tesoro que esto significaba. Cuando supe el valor que tenía el idioma de mi pueblo y comencé a participar de los encuentros y camarucos (N. de R.: celebraciones tradicionales), lloraba cada vez que alguien lo hablaba de corrido. Todavía me emociona escucharlo». Ese legado no podía hacerse público: «El mandato de la escuela fue civilizar y evangelizar. La política cultural del Estado fue la de la imposición. Genocidio, imposición y avergonzamiento son las caras de la desmemoria y explican por qué se interrumpió la transmisión de nuestra lengua materna».

Ritual. La comunidad mapuche de Neuquén celebra el We Tripantu, su año nuevo. (Télam)

El cacán, la lengua de las comunidades diaguitas y calchaquíes, también se quedó sin hablantes, pero perdura en la forma de cantar la baguala. Según explica Miriam García, «algunos cronistas dicen que el cacán era una lengua arrastrada, gutural y articulada en paladar blando, características que sirven para trabajar cómo se canta la baguala». Más que de la palabra, se trata de la sonoridad: «por eso no se le entiende a veces al bagualero, porque distorsiona la palabra con otro sentido del fraseo y otras formas de emisión que son marcas de lenguas originarias que quedaron enquistadas en la forma de cantar el español. La baguala tiene como línea de cosmovisión la lengua cacán, la tonada, en cambio, el quechua y el aymará, porque viene de la pentatonía inca, y la vidala es una fusión de las escalas europeas con la lengua cacán en La Rioja y Catamarca y con el quichua en Santiago del Estero, un quichua sistematizado por el conquistador».
Los jóvenes asumen conscientemente el registro de la cultura y el pasado de sus comunidades. Mariela Tulián tiene inédito un libro, Zoncoipacha, el legado de Francisco Tulián, donde reconstruye el juicio a través del cual su comunidad recuperó la propiedad legal de su tierras ancestrales (ver Territorio familiar). «Estoy sistematizando nuestra historia oral y la que se encuentra en los archivos históricos de la provincia de Córdoba –cuenta–. Contrasto la información y me llevo muchas sorpresas, porque nuestra historia es más rica, hay datos que no se encuentran en las fuentes escritas. Me siento protectora de esa cultura, de esas tantas cosas por decir y es la tarea que nos toca a la gente de mi generación, sentarnos a escribir esas cosas que en un tiempo se guardaban en secreto y hoy se tienen que hacer visibles como una mejor estrategia de supervivencia».
Juan Chico encuentra en las memorias de sus mayores una respuesta a los relatos «que crearon una imagen negativa de los pueblos indígenas». La narración histórica no es un ámbito neutral sino un espacio donde se miden interpretaciones e ideologías opuestas. Un episodio durante la investigación que inició en 1999 sobre la Masacre de Napalpí le sirvió de aprendizaje para valorar las fuentes propias y las ajenas. «Una abuela nos contó entonces que a los indígenas sometidos les ponían en los tiempos de la matanza un trapo blanco en el brazo, y todo aquel que no lo llevaba era considerado un salvaje y perseguido. No había otro testimonio coincidente, pero sabíamos que la abuela no mentía. Hasta que en 2005 encontramos una foto tomada por el antropólogo alemán Lehmann-Nitsche, que estuvo en el Chaco entre 1880 y 1925, donde aparecen indígenas con los trapos blancos. Nosotros chequeamos la información del relato oral pero también de las fuentes escritas. No podemos sustentar un relato con las mismas herramientas con que se crearon mentiras sobre los pueblos indígenas».

Cacique. Los restos de Inacayal fueron devueltos a su comunidad originaria. (Télam)

Chico publicó los libros Napalpí, la voz de la sangre (edición bilingüe qom -español, 2008) y Los indígenas en la guerra de Malvinas, una herida abierta (2014); dirigió el corto audiovisual La alegría de vivir: entrevista a la última sobreviviente de la masacre de Napalpí (2008), y coprodujo La nación oculta en el meteorito (2010), primera película hecha enteramente por jóvenes indígenas del Chaco. «Trabajamos con Juan Carlos Martínez, docente e investigador del pueblo mocoví», apunta, a propósito de la última realización. «Siempre me llamó la atención la relación que tenían los mocovís con los meteoritos del Chaco, que forman parte de la historia y de la cosmovisión del pueblo. En los talleres que empezamos a hacer con jóvenes en 2008, ellos propusieron trabajar sobre ese tema».
La nación oculta en el meteorito tiene como narrador a un anciano de la comunidad. «El guión lo escribieron los jóvenes: es clave cómo ellos están tomando conciencia de que es necesario poner a nuestra historia por escrito, en un audio, en un audiovisual. Es la única forma de conservar el relato de nuestros mayores», destaca Juan Chico.

 

Voces ancestrales
En 1990 Leda Valladares inauguró en el Centro Cultural Ricardo Rojas el taller de canto con caja que desde 1999, por su propio designio, dirige Miriam García. Una de sus enseñanzas era que los estudiantes no debían quedarse con la teoría del curso, sino viajar a los lugares donde se cantaba el repertorio. «Uno lo aprende como un tema de tres minutos, que es lo que sistematizó el recopilador, pero en realidad son cantos prolongados, que la gente canta a lo largo de un evento que puede durar un día, varios días, una semana», señala García, quien, como parte de su formación, recorrió las provincias del noroeste argentino e hizo trabajos específicos de campo en Iruya, provincia de Salta, y en Jujuy.

Poesía. Ancalao escribe en castellano
y lo traduce a la lengua mapuche.

Discípula. García sigue con el trabajo
de investigación de Leda Valladares.

La participación colectiva es uno de los ejes del canto con caja. «Todo el mundo forma parte del todo y el todo interviene en el uno. Leda los llamaba cantos cósmicos, porque tenían que ver con una vibración especial en sintonía con el universo», agrega García. «La idea viene de las comunidades que lo practican, dentro del carnaval, de las fiestas patronales y de trueque, de las marcaciones de ganado, donde la gente se reúne para compartir una actividad. Además son cantos ligados al calendario agrario, porque estas comunidades son campesinas».
El carácter colectivo hace que no exista la separación convencional entre artistas y público. Se trata de una celebración, subraya García, y no de un espectáculo: «No está el concepto de que canta el que tiene una linda voz y está afinado. Los que llevan la voz cantante son los que tienen mayor repertorio de coplas en la memoria. La copla es un arte verbal más que musical, como el del juglar de la Edad Media, que archivaba las historias en la memoria en forma de verso, como una manera para recordarlas y transmitirlas. Tiene que ver con formas de almacenamiento de la estructura poética que se activan en el momento adecuado. Por eso es importante la transmisión oral».

Escritora. La recuperación de la tierra
de los comechingones según Tulián.

Historia. Chico rescata la presencia
de los indígenas en la cultura nacional.

En sus talleres, también apunta a estimular los mecanismos de la memoria. «Yo no entrego letras para que la gente cante», dice. «Les pido que escuchen y que repitan. La cuestión es repetir la sonoridad de lo que el otro dice, porque después el significado se repone». Otro capítulo decisivo en el aprendizaje es lo que García define como «entrenamiento en voz ancestral». No hay al respecto una técnica escrita en los libros. «Uno empieza a cantar con el bagaje que trae y que es de una formación occidental», dice. «Yo sentía que la voz no me fluía, que me quedaba disfónica y empecé a notar que los originarios lo cantaban de otra manera. En la mayoría de los cantos ancestrales no se abre demasiado la boca porque hay un trabajo interno sonoro, casi como los cantos armónicos, algo vinculado con otra búsqueda de sonido».

 

Un despertar
En ese momento tenía 18 años. Liliana Ancalao fue entonces con su hermana a ver un documental sobre el camaruco en el paraje Pastos Blancos, en Comodoro Rivadavia. «Salimos conmovidas», recuerda. «Habíamos visto, por primera vez, las imágenes que habíamos imaginado a través de los relatos de mi mamá y de mi abuela. Ellas nos habían contado cómo eran los camarucos en Cushamen. En el patio de la casa de mi abuela habíamos bailado en círculo simulando pifilkas (N. de R.: flautas) con botellas de vidrio. ¡Así que era una ceremonia mapuche! ¡Mi abuela y mi mamá eran mapuches entonces! ¡Y nosotras también! No sé qué palabras usamos para hablar de este profundo descubrimiento».
Ancalao escribe en castellano y traduce al mapuzungun. Publicó dos libros de poesía, Tejido con lana cruda (2001) y Mujeres a la intemperie – pu zomo wetunku mew (2009). «El proceso más importante pasa por mi visión del mundo, en esta búsqueda del conocimiento mapuche que me fuera arrebatado: lo que voy descubriendo, los símbolos, los mitos, las imágenes, los traumas, cómo se van incorporando a mi vida y a mi escritura. Un poema, a veces, es una iluminación, que junta partes de mí que andaban sueltas», puntualiza. La poesía contemporánea mapuche incluye un conjunto de escritores numeroso en Chile y más reducido en la Argentina. «Cada poeta es singular en su estilo, creo que nos reúne el amor, la ternura por nuestra gente y nuestra cultura, se nos nota el orgullo y el dolor por ser mapuche en lo que escribimos», dice Ancalao. A los temas universales de la literatura se agrega la inflexión política: «La situación del idioma cambió sobre todo a partir de 1992, cuando se cumplieron los 500 años del desencuentro. Hubo un despertar de la conciencia de una identidad. Acciones para recordar, para recuperar la memoria que partieron de organizaciones y comunidades, del campo y de la ciudad. Y los artistas fuimos parte de estas acciones, y de estas experiencias nutrimos nuestras obras».

 

Valores propios
Mariela Tulián se siente parte de una «generación bisagra» que, a diferencia de las precedentes, se propone «la visibilización de nuestras particularidades e individualidades culturales». La historia de los comechingones «habla de espiritualidad, de reconocimiento de territorio, de personas que no existen en libros, y es un valor que está en peligro: por eso más que nunca lo abrazamos y tratamos de protegerlo».
Tulián reivindica la figura del uturunco, el espíritu que según las leyendas protege al territorio y a las personas de la comunidad. «En realidad es el territorio el que nos protege», advierte. «El territorio es el poseedor de la sabiduría, el que cobija nuestra cultura, y sin él no somos nadie, no somos originarios. Nuestros derechos surgen de donde están nuestras raíces. En el territorio se encuentran los sitios donde ancestralmente se realizaban ceremonias. Hoy muchos de esos lugares son propiedad privada».

Chamán. Sebastián Tiluk Mendoza, cacique del pueblo Wichi en Salta. (Guadalupe Miles)

Precisamente, el «conocimiento del territorio» es central en la mirada histórica de los comechingones. «En el archivo histórico de la provincia de Córdoba se encuentra documentación con muchos datos errados o contradictorios, hay pueblos con nombres superpuestos en español, en comechingón y en sanavirón. Y a través de juicios podemos ver cuál era el nombre verdadero, porque después se litigaba para ver quién lo recibía en encomienda», dice Tulián. «A partir de esa disputa del español sobre nuestro territorio vemos cómo se han cambiado ubicaciones, mientras que en nuestra historia oral está muy precisa la localización de cada pueblo. Esa es una tarea pendiente: hacer un mapa de las poblaciones originarias antes de la llegada del español». La resistencia, «sobre todo de los mapuche que viven en el campo, en el territorio», la sacralidad del mundo –«que no se centra en el ser humano, donde importa la salud del agua, de los árboles, donde es digno de veneración y cuidado cada ser, cada newen»– la idea de pertenencia «a un grupo humano por el cual respondo» y «la humildad frente a fuerzas, pu newen, que debemos propiciar» son valores que Liliana Ancalao considera centrales para su pueblo.
Mariela Tulián podría suscribir lo anterior y agregar la medicina ancestral –«tenemos un concepto de que la salud comienza y termina siendo espiritual»–, la soberanía alimentaria –a través de la recolección de la algarroba, el mistol y el chañar– y el concepto de «la alegría de vivir», relacionado con las danzas y los cantos ceremoniales. «Durante un tiempo muy prolongado tuvimos que mantener nuestras ceremonias en secreto. Por eso nuestra espiritualidad también representa esa alegría perdida», plantea.
El presente parece un tiempo más propicio para los pueblos originarios. «Hoy se habla de nosotros en tiempo presente, y nuestros jóvenes y niños no tienen vergüenza de reconocerse como pueblo originario», dice Liliana Ancalao. Claro que «en este tiempo han ido muriendo los más ancianos, los kimche, pérdidas tremendas que afectan a nuestro pueblo y a la humanidad, porque con ellos muere una sabiduría que no ha quedado registrada». Para Juan Chico, «la cuestión no pasa por un relato, por una historia, sino por un cambio cultural».
Los logros permiten apreciar mejor lo que falta. «Nuestros derechos han crecido en calidad», dice Mariela Tulián. «Una comunidad indígena puede salir a hablar públicamente sin ser agredida, como ocurría años atrás. Pero tenemos que fortalecer esos derechos, no nos podemos quedar cruzados de brazos».

Osvaldo Aguirre

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