Refugiados climáticos

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Unas 50.000 personas debieron dejar sus hogares amenazadas por el crecimiento del nivel del mar, pero en poco tiempo se les podrían sumar otras 150.000. Varias islas de Oceanía corren peligro.

 

Éxodo. Islas como las de Kiribati están destinadas a desaparecer y sus habitantes deben irse con lo poco que puedan llevarse. Algunos lograron asilo por su condición. (AFP/Dachary)

Un día se dirá de ellos que los tapó el agua; la metáfora se habrá vuelto literal. Se cuentan de a miles los habitantes de pequeñas islas que están en riesgo cierto de ser desplazados por el crecimiento del nivel del mar, provocado por el calentamiento global. 52 países agrupados en los PEID (Pequeños Estados Insulares en Desarrollo) denunciaron a las Naciones Unidas (ONU) el peligro que sufren. Alertan que sectores pobres de su población se ven corridos por la estrechez de sus –todavía– paradisíacas playas, advierten sobre la reducción de las superficies cultivables y apuntan a las dificultades en el desarrollo de la industria pesquera. En este contexto, emerge una categoría de ciudadanos fuera de todo status legal: los refugiados climáticos, aquellos que buscan amparo en otras tierras, expulsados de las suyas no por cuestiones políticas, bélicas, raciales o religiosas. El universo jurídico ya tiene un primer antecedente en qué sustentarse. En Nueva Zelanda, la justicia concedió asilo a una familia nacida en una isla de nombre Tuvalu, dando por probado que son víctimas de la naturaleza.
Cuba, Haití, Puerto Rico, Tonga, Samoa y Singapur son las caras visibles de los PEID. Detrás de ellos flamean banderas de Micronesia, Nauru, Niue, Timor o Comoras. En la isla Piul, perteneciente a Papúa Nueva Guinea, no pareciera haber otras banderas que las pintadas de negro. Bernard Tunim, nacido allí, cuenta cómo el agua salada se comió la arena donde estaba levantada su casa. «Esa solía ser nuestra costa hace apenas 10 o 15 años», relata, y señala un punto varios metros mar adentro. «Las mareas nos están destruyendo, ya han inundado nuestros jardines y parcelas y pronto vamos a tener que dejarlos abandonados. El futuro de esta isla es para peces, no para gente», agrega. En Carteret, isla vecina, habituales crecidas impiden ya la siembra de batatas y otras frutas, actividad laboral casi exclusiva en la zona. En la isla Han, Paul Mika añora los tiempos en los que, dice, se sentían seguros, libres. «Aquí no hay policía, no hay gobierno, no hay hipotecas ni impuestos. Pero ahora sabemos que seremos barridos por el mar y estamos asustados». Como en otras culturas de la zona, los nativos rezan a ancestrales espíritus pero ni siquiera el recurso divino los auxilia. «Podemos hablar con nuestros padres y hablar con los dioses para calmar el clima o traer la lluvia cuando la necesitamos. Intentamos usar la magia para detener al mar, pero parece no haber funcionado. Los viejos dioses ni pueden oírnos. Algunos culpan a los ancianos hechiceros de otras islas», completa Paul.
Cálculos extraoficiales revelan que unas 50.00 personas de los PEID ya se fueron de sus lugares natales y otras 150.000 tendrán que hacerlo más temprano que tarde. La Universidad de las Naciones Unidas brindó una cifra genérica más contundente: por los efectos del cambio climático, 144 millones de habitantes se vieron obligados a dejar sus casas entre 2008 y 2012. Suman allí a los movimientos causados por efectos meteorológicos adversos exacerbados, como tormentas, inundaciones e incendios. No cuentan, aclaran, a los muchos que son víctimas de desastres menos repentinos, como sequías o desertificación de suelos.

 

Responsabilidad moral
Los PEID, en su reunión anual, pidieron a la ONU que revise los aspectos legales que debieran dar cuidado a los refugiados climáticos. Se fueron de la cita sin respuestas. «Somos los menos responsables del cambio ambiental pero sufrimos sus peores consecuencias», declaró Winston Spencer, primer ministro de Antigua y Barbuda. Spencer manifestó en nombre de los suyos el profundo pesar de los PEID por, dijo, «la falta de medidas tangibles para siquiera abordar el tema» y pidió a las naciones más ricas del planeta que asuman su responsabilidad moral, ética e histórica. «Ellos, con sus acciones, pusieron al mundo en riesgo y comprometieron el bienestar de actuales y futuras generaciones», concluyó. El presidente de Kiribati, Anote Tong, graficó el poco margen de acción que le queda a su breve Estado. «Nuestra tarea diaria es planear las cosas para el día que ya no tengamos un país. Queremos empezar la migración ahora y no quedarnos sentados esperando que las cosas simplemente pasen. Nuestra gente tendrá que ser reasentada cuando nuestros hogares hayan sido arrasados», refirió el mandatario. Esta pequeña nación es conocida en el mundo por ser, cada primero de enero, la que celebra primero la llegada del Año Nuevo. Ahora agrega otro dato llamativo, ya que sus autoridades planean comprarle unos 20 kilómetros cuadrados de suelo a las islas Fiji para llevar allí a sus desplazados.

Reclamo. Winston Spencer en la ONU.
(AFP/Dachary)

La Convención de Ginebra redactó el Estatuto de los Refugiados en 1951 y lo amplió con el Protocolo de Nueva York en 1967. En esos textos definen al refugiado como aquella persona que debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un determinado grupo social o político, se encuentre fuera de su país de origen y a consecuencia de tales acontecimientos, no quiera o no pueda regresar a él». Este status no alcanza para cubrir a los migrantes climáticos, pese a que la Declaración de la ONU sobre el Medio Humano (Estocolmo, 1972) establece en su Principio Primero que toda persona tiene el derecho fundamental a la libertad, la igualdad y el disfrute de «condiciones de vida satisfactoria en un medio ambiente cuya calidad le permita vivir con dignidad y bienestar». La norma, a cambio, obliga a las personas a «proteger y mejorar el medio ambiente para las generaciones presentes y futuras».
Sigeo Alesana y su esposa se presentaron en los tribunales de Nueva Zelanda en agosto de este año, aclarando, en principio, que en nada habían atentado ellos contra la Madre Tierra en Tuvalu, su país natal, una isla sobre el océano Índico a mitad de camino entre Australia y Hawái. En rigor, la pareja estaba en Nueva Zelanda desde 2007, pero siempre como ilegales. Pidieron asilo para formalizar su situación, y explicaron que no podían volver a la isla porque, si bien no estaba inundada totalmente, la tierra se había vuelto porosa, el agua salada había contaminado definitivamente las napas y el lugar se había convertido en inhabitable. Un tribunal aceptó la petición y el señor y la señora Alesana son los pioneros en obtener reconocimiento semejante. La noticia de que Tuvalu «comparte una amenaza existencial con muchas otras naciones insultares y regiones costeras, que han luchado para crear conciencia internacional acerca de su trágica situación» llegó hasta The Washington Post, prestigioso diario norteamericano. Los tratados internacionales no contemplan estas situaciones e incluso hay un confuso y oscuro abismo al respecto: la propia justicia de Nueva Zelanda, en otros estrados, había denegado en 2013 un pedido similar al que ahora refrendó, aquél realizado por un oriundo de Kiribati.

 

Desbalance
«Si no los pueden ayudar cuando el agua se los lleve, ayúdenlos avisándoles cuando la marea crezca. Ese es la exhortación que brindó la Organización Mundial Meteorológica, al señalar a los PEID como territorios “especialmente vulnerables” a las catástrofes. «Es esencial colaborar con ellos en la inversión de sistemas de alerta temprana. Todo aporte quedará compensado con creces en el futuro, al reducir en cuanto se pueda las pérdidas económicas, reforzando la adaptabilidad al clima y fomentando el desarrollo sustentable», opinó Michel Jarraud, secretario general de la entidad.
Expertos ambientalistas afirman que en algunos lugares del mapa el aumento del nivel del mar registra índices tres y hasta cuatro veces por encima del promedio. Ciertas islas del Pacífico occidental vieron subir las mareas a un promedio de 1,2 centímetros al año en la última década. Se registra también la desaparición de las barreras de coral, dique natural para el curso marítimo, por el aumento de la temperatura de las aguas. Los PEID calculan que se perdieron 34 millones de hectáreas de arrecifes desde 2004 a la fecha. Pero los cálculos terminan siendo profundamente injustos. «En los 52 países de los PEID viven 62 millones de personas que originan menos del 1% de las emisiones mundiales de gases con efecto invernadero», reveló Achim Steiner, subsecretario general de las Naciones Unidas. Si los países más poderosos del globo no se muestran proclives a resolver la situación, no será por falta de datos. El mes pasado, Barack Obama, presidente de Estados Unidos, señaló que «la subida del nivel de los mares, la sequía, los fuegos, las tormentas, nada de eso es bueno para la economía. El cambio climático es real y tenemos que actuar de inmediato». Ya en 2013, al frente del Foro de las Islas del Pacífico, el secretario de Estado de los EE.UU., John Kerry, admitía que la evidencia científica sobre el cambio climático era «irrefutable y alarmante». En su declaración de ese mismo año, las Naciones Unidas rubricaron que «la previsible subida del nivel del mar durante el siglo XXI provocará inundaciones y erosión del litoral. El costo de adaptación a esta nueva realidad es variable, pero en algunos países en vías de desarrollo y de pequeños Estados insulares, hacer frente a esta situación les demandará varios puntos porcentuales de su producto bruto interno. Los peligros relacionados con el clima afectan directamente a los más pobres, porque impactan en sus medios de vida, en la reducción de sus cosechas y en destrucción de sus viviendas». Todos lo saben, pero es poco lo que se hace para evitarlo. Como si la cuestión fuera jugar a ubicar en el mapa puntos remotos, como si se pretendiera creer que eso que pasa allá lejos no va a pasar nunca acá cerca.

Diego Pietrafiesa

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