Salir de la red

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Trabajo, ocio, familia, entretenimiento e información confluyen en el celular, dispositivo cuyo uso promedio aumenta a un ritmo tan vertiginoso como su capacidad de generar adicción. ¿Es posible vivir desconectados? Los efectos del exceso de disponibilidad.


(Pablo Blasberg)

Cerca de la mitad de la población mundial no tiene acceso a internet. Los Estados diseñan infraestructuras para llegar a todos los rincones de su territorio porque consideran que los ciudadanos desconectados están en desventaja a la hora de participar, educarse y acceder a herramientas de todo tipo. Las empresas también exploran tecnologías, como los planeadores de Facebook que funcionan a energía solar o los globos aerostáticos de Google que dan conexión a las zonas más remotas y les sirven para acumular datos en las márgenes de internet. La frontera analógica es empujada todo el tiempo para hacerla retroceder. Sin embargo, de este lado, hay quienes plantean la necesidad de desconexión total o, al menos, parcial.

Alergia al wifi
En los últimos años se multiplicó la cantidad de personas que aseguran tener «hipersensibilidad electromagnética». Los síntomas de esta supuesta enfermedad son bastante genéricos: dolor de cabeza, náuseas, hemorragias nasales, problemas para dormir y varios más, todos ellos frecuentes y que admiten una miríada de causas. Pese a que ningún estudio científico pudo comprobar la existencia de esta dolencia, y menos comprender su funcionamiento, son cada vez más las personas desesperadas por algunos de esos síntomas que se refugian en los escasos lugares a los que aún no llegan señales inalámbricas del Primer Mundo. Uno de ellos es Green Bank, en West Virginia, Estados Unidos, donde está prohibido todo tipo de conexión inalámbrica para no interferir con el Observatorio Nacional de Radioastronomía; otro está en medio de un parque nacional en la región de Drome, Francia. Allí huyen numerosos enfermos y algunos encuentran algo de paz.
Pero buena parte de la gente que se está replanteando las horas que pasa conectada no lo hace por razones tan drásticas, sino, simplemente, por los efectos colaterales de la sobreconexión. El tema sobrevuela con frecuencia las reuniones de adultos, sobre todo entre aquellos con hijos; el cine, como en la película Perfectos desconocidos, o los libros, como El círculo de Dave Eggers. Apple salió al cruce de esta creciente molestia social incluyendo una app en su sistema operativo iOS12 que registra cuánto tiempo se pasa mirándolo, la cantidad de veces que se lo desbloqueó y para qué. El resultado ha sido escalofriante y sorpresivo para quienes no tenían idea de lo que les estaba pasando.
Distintos estudios ubican el tiempo promedio de uso del celular entre los estadounidenses en cerca de las tres horas y media, y en crecimiento año a año, como en otra época pasaba con la televisión: es que en el celular se mezcla el trabajo y el ocio, la familia, el jefe, los amigos, el entretenimiento, la información, el mensaje urgente, el meme olvidable, la música, una película, la noticia falsa y la verdadera. Todo junto, reclamando nuestra atención con un pitido, una vibración o un cartel que nos arrastra hacia la pantalla para quedar atrapados en una telaraña de aplicaciones y estímulos de la que es muy difícil escapar para recuperar el hilo de la cotidianidad (al menos hasta la próxima interrupción).
¿Qué hacer frente a este acoso? ¿Es necesario volverse analógico? ¿Es siquiera posible? Mientras las aplicaciones ofrecen promociones a quienes descargan más aplicaciones y abren la puerta a más promociones, hay restaurantes que ofrecen descuentos a quienes dejan el celular en la puerta y se entregan a una charla sin interrupciones. ¿Existe aún la posibilidad de tomar la decisión solo?
Al parecer, sí. En diversos medios se han publicado experiencias de personas que deciden recortar su tiempo online para vivir en carne propia la desconexión, tal como los exploradores visitaban continentes desconocidos. Una de ellas es Kashmir Hill, una periodista estadounidense preocupada por la cantidad de datos que las grandes empresas acumulan en sus servidores gracias a aplicaciones que utilizamos cotidianamente y que luego se usan para vendernos productos o manipular elecciones, entre otras cosas. En particular, decidió abandonar a las cinco más grandes, Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft (también conocidas por sus iniciales como GAFAM) y ver qué pasaba.
Hill cuenta en una extensa nota publicada por el sitio especializado Gizmodo los preparativos que realizó para llevar adelante su desafío: lo primero fue remplazar el sistema operativo de su computadora por una distribución de GNU/Linux y sacó una cuenta de correo que no pertenecía a ninguna de cinco grandes y tampoco estaba alojada en sus servidores. Dejó de usar aplicaciones como WhatsApp, Messenger, Instagram y Facebook, todas de esta última empresa, los innumerables servicios de Google, Dropbox (de Microsoft), el iPhone que usaba (lo remplazó por un celular «bobo», de esos que solo sirven para hablar o escribir trabajosos SMS con diez teclas) y abandonó innumerables servicios web alojados en servidores de estas compañías. Avisó a amigos y compañeros de trabajo que solo la podían llamar por teléfono o enviar SMS. Además, instaló una aplicación que bloqueaba la información que iba a algunas de las GAFAM. Luego de todas las precauciones tomadas, todavía el 60% de los paquetes de información que enviaba al conectarse a internet implicaban alguna conexión con los servidores de estas empresas. Navegar se volvió una tarea por momentos frustrante. También sufrió problemas imprevistos: desde la imposibilidad de acceder a un código que le enviaron a su cuenta de correo anterior y que necesitaba para entrar a una casa hasta perderse fiestas a las que había sido invitada a través de Facebook.
En resumen, la periodista, al igual que muchas otras personas que intentan dejar las redes, sufrió una enorme presión social, laboral e incluso económica para abandonar su experimento. La investigadora holandesa José Van Dijck, en su libro La cultura de la conectividad, lo resume así: «La presión de pares se ha transformado en una fuerza híbrida entre lo social y lo tecnológico». Es cada vez más difícil desconectarse sin terminar solo, desinformado y, tal vez, desocupado, sobre todo en las sociedades más mediadas por tecnologías.
Hill cuenta que hasta su forma de abordar la maternidad se vio afectada: durante un viaje largo, debido a su experimento, decidió no darle a su hija de un año la tablet. Hill recurrió a cuentos, lápices para dibujar y otros artilugios analógicos. Para su sorpresa, por primera vez en muchos viajes, luego de jugar largamente, su hija cayó dormida, algo que no había ocurrido nunca bajo el estímulo de la tablet.

Punto de equilibrio
Existen numerosas razones para conectarse. Puede ser para trabajar, mantener el contacto con los amigos u organizar la vida social de los hijos. Sin embargo, la sobreconexión puede resultar perjudicial también para todo eso: dificultar la concentración en el trabajo hasta tornarlo improductivo, mantener cientos de vínculos sociales superficiales e insatisfactorios o sobrecargarnos de planes complicados. ¿Cuál es el punto de equilibrio? Y si lo conociéramos, ¿podríamos manejarlo frente a la intromisión de la tecnología y la presión social para conectarnos? Las nuevas plataformas nos vinculan con la abundancia y el exceso al alcance de la mano como nunca antes. El desafío es no ahogarse en él.

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