Se supone que así funciona

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El gato no volvía. Ya había pasado antes, pero esta vez iban por el tercer día y contando.
–Ya va a aparecer –dijo de nuevo Patricio, aunque no había forma de estar seguro. Al contrario del día anterior, en que se habían abrazado, Valeria no lo miró ni dijo una sola palabra. Se alejó rumbo al dormitorio y en el camino se detuvo junto al sofá. Tomó el almohadón del gato por la costura, lo sacudió contra su muslo y lo puso exactamente en el mismo punto.
Esa noche comieron en la cama, frente al televisor, pero ella apagó su luz temprano y cerró los ojos de cara a la mesita donde había quedado su plato. Patricio trató de reanimarla con los programas de chimentos; la luz de la tele cambiaba en las sábanas a la altura de sus pies sin que ella se moviera del lugar. Entonces la habitación quedó a oscuras y él se durmió mirando la línea del tapial por la ventana que daba al patio.
Al día siguiente los platos del gato amanecieron al mismo nivel. Un grano de alimento había caído en el tazón de agua y se había inflado hasta alcanzar el triple de su tamaño original. Patricio tiró ese grano de alimento por la pileta de la cocina y se tomó su café antes de que ella despertara. Afuera hacía un día fresco y luminoso, muy diferente a como estaban las cosas adentro, pensó él. El camión se había llevado la basura y la luna estaba transparente en un rincón.
Pasada la hora del almuerzo, Valeria lo llamó a la oficina. Patricio no tenía teléfono en su escritorio, por lo que tuvo que atravesar el pasillo alfombrado hasta el mostrador de la secretaria.
–Patricio –soltó Valeria antes de que él pudiera decir una palabra. Ella había escuchado los ruidos del tubo.
–Sí –dijo él–, ¿todo bien? ¿Pasa algo?
–Estuve hablando con la Toly. Me contó algo horrible.
La imagen de la ayudante de peluquería cruzó por la mente de Patricio, alguien que hacía caras a escondidas cuando las clientas confesaban un secreto. Patricio le dio la espalda a la secretaria. –Parece que los empleados de circo tienen la costumbre de salir de noche a buscar gatos –dijo ella–. ¿Sabés para qué? Es horrible.
–Valeria, estoy trabajando –dijo Patricio.
–Es un minuto nada más. Te pido que me des un minuto.
Patricio subió un poco el tubo y vio una mancha de pintura para labios justo donde iba la boca de la secretaria.
–Es para alimentar a los leones –siguió Valeria. Dice que salen de noche en camionetas y se roban decenas de gatos para darles de comer. No importa si los atrapan vivos o si tienen que darles un palazo.
–Son cuentos, Valeria. Ya va a volver el gato.
–Este fin de semana el circo está en la ciudad, ¿entendés eso? No me siento para nada bien.
–Tengo que volver al trabajo –dijo Patricio por lo bajo–. A la vuelta conversamos.
–Por favor, pasame a buscar esta tarde. No quiero volver sola a casa.
De vuelta en su lugar, Nancy le preguntó si todo estaba bien desde el escritorio de al lado.
–Se nos perdió el gato –dijo él–. Hace cuatro días que no aparece.
Ella juntó las cejas y sus ojos verdes brillaron atrás de los lentes de marco grueso; parecía preocupada de verdad.
–Deberían salir a tomar algo –dijo Nancy–. Creo que es lo mejor que se puede hacer en estos casos.
–Sí, capaz –dijo él–. Aunque no sé si Valeria va a querer.
–Entonces deberías salir solo –dijo Nancy.
Él la miró.
–Puede ser –dijo. Nunca la contradecía.
El cuarto día sin el gato había caído un viernes.

–Qué le pasa a este tipo –exclamó Valeria.
El auto de adelante, un Renault 12 en perfectas condiciones, iba tan despacio como era posible. Los había obligado a parar en los últimos dos semáforos y todo parecía indicar que lo haría también en el próximo. El Gol de dos puertas que conducía Patricio lo hubiera pasado en lo que dura un suspiro, pero el tráfico de esta hora, a la salida del segundo turno de trabajo, les impedía moverse de su lugar.
Valeria se inclinó sobre el volante y apretó dos veces la bocina.
–Pedazo de idiota –dijo.
Patricio la apartó con su antebrazo justo cuando encontró el espacio para pasar. Entonces ella recorrió todo el camino hasta su propia ventanilla pero se detuvo antes de hacer lo que sea que iba a hacer. Desde los asientos delanteros del Renault 12, dos viejos la miraron con cara de desconcierto.
–Te podés tranquilizar –dijo él, una vez que se alejaron de la escena.
Ella tenía la cara iluminada por las luces bajas de los autos de su lado. Ahora iban por el carril rápido.
–No –dijo ella mirando por su ventanilla, aunque se la notaba un poco avergonzada–. No me puedo tranquilizar.
–¿Qué te parece si hacés la prueba? Te lo pido por favor.
–Perdoname –le concedió Valeria–. Ya te dije que no estoy bien.
Ella hundió el encendedor del auto y sacó un cigarrillo de la cartera.
–¿Por qué no salimos a tomar algo esta noche? –dijo él sin apartar la vista de la calle.
El encendedor saltó del tablero y ella se estiró con un movimiento muy lento. Prendió el cigarrillo con la aureola incandescente y puso el encendedor en su lugar.
–Nos haría bien –dijo él–. Creo que es lo mejor que podemos hacer.
–Yo no voy a ninguna parte –dijo Valeria, mirando fijo hacia delante–. Salí vos si querés.
Ella dejó apenas abierta la ventanilla para que el cigarrillo no se consumiera con el aire de la calle y él abrió su vidrio completamente.
–Qué –dijo Valeria al cabo de un rato–. ¿Pensás salir?
–Creo que es lo mejor –repitió él, sin responder del todo a la pregunta.
–Yo no. No me parece en absoluto. Me quiero quedar en casa.
–¿Por qué no llamás a las chicas? Estaría bueno algo de compañía.
–No quiero ver a nadie –dijo Valeria y tiró el cigarrillo por la mitad–. Si quiero algo de compañía te tengo a vos, ¿no? Se supone que así funciona.
Como siempre que discutían en el auto a la vuelta del trabajo, Patricio se creía capaz de ver hasta el último par de luces traseras al final de la fila que tenía por delante, una fila que llegaba hasta los puentes que podían sacarlo de esta ciudad.
–Lo decía solamente para distraernos un rato
–dijo él, doblando a la derecha para salir de la avenida–. Capaz nos venía bien.
–No quiero estar bien –dijo Valeria–. Quiero que vuelva mi gato. Y quiero que mi hombre me acompañe.
–Está bien –dijo él. Había detenido el auto enfrente de la casa sin apagar el motor–. Voy a buscarlo.
Ella lo miró sin hablar.
–Te voy a traer el gato –dijo Patricio, y esperó a que ella bajara para sacar el auto con mucho cuidado.

Volvió de madrugada, pálido y ojeroso. En un rato se haría de día, de modo que ya no hacía falta guardar el Gol. Tenía una mancha en la camisa en forma de tijera, pero no recordaba el momento ni el trago del accidente. Capaz ni siquiera había sido él quien se lo volcó encima.
Cuando puso la llave en la cerradura y entró a la casa, ocurrió algo extraño: el gato se metió por abajo. Estaba lagañoso y tenía la oreja partida, pero no quedaban dudas de que era su gato. Esperaba sentado en el piso de la cocina a que Patricio se decidiera a entrar. Una vez adentro, comieron algo y los dos tomaron agua directamente del chorro. Después Patricio se desnudó en el baño, metió la ropa sucia en el canasto y entró en la habitación.
–¡Mi amor, lo encontraste! –dijo ella.
Él abrió los ojos. Era imposible saber cuánto tiempo había pasado.
–Qué –soltó Patricio. Podía oler su propio aliento. –Ah, sí.
–Yo sabía que lo ibas a traer. ¿Dónde estaba?
–Por ahí. Después te cuento –dijo él y volvió a cerrar los ojos.
–Este es mi hombre –dijo Valeria y le dio un beso en la espalda–. Te voy a preparar el mejor desayuno de tu vida, vas a ver.
–Quiero dormir, Valeria.
Ella lo abrazó.
–Perdoname, yo sé que anduve como loca estos días. Pero ahora todo va a ser como antes –. Valeria hablaba contra el hombro de Patricio–. Quisiera pedirles perdón a esos viejitos del Renault 12. Quiero compensarte.
–Mmm –soltó él.
–Sí, claro, querés dormir. Por supuesto. Pedime lo que quieras, voy a hacer lo que sea.
–Está bien –dijo Patricio, pero lo pensó por un rato y ya no se le ocurrió nada que ella pudiera hacer.
—Francisco Bitar nació en 1981 en Santa Fe, donde vive. Publicó plaquetas con poemas propios y traducciones, los libros de poesía Negativos (2007),
El Olimpo (2010) y Ropa vieja: la muerte de una estrella (2011) y, en narrativa, Tambor de arranque (2012), una de las dos obras ganadoras del concurso de novela corta convocado por la Editorial Municipal de Rosario. Editó, con Sergio Delgado, la obra poética completa de Juan Manuel Inchauspe (2010) y tradujo Quince proposiciones falsas contra Dios, de Jack Spicer (2009).

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