El arribo de Iván Duque al poder, apadrinado por Álvaro Uribe, reaviva la intención de la derecha de efectuar modificaciones a los Acuerdos de Paz firmados con las FARC. La herencia de Santos y las presiones políticas que condicionan al nuevo gobierno.
25 de julio de 2018
Liderazgo. Uribe, flanqueado por Duque, dialoga con la prensa en Bogotá luego de emitir su voto en los últimos comicios parlamentarios. (ARBOLEDA / AFP / DACHARY)
El triunfo del uribismo en las presidenciales de junio pone en juego la estabilidad y continuidad del proceso de paz en Colombia. Con una mayoría del 53,98%, el candidato de la derecha, Iván Duque, además de la presidencia obtuvo un cheque en blanco por parte de la ciudadanía para realizar las «modificaciones necesarias» a los Acuerdos de Paz con las FARC-EP, suscriptos en 2016. Sin embargo, Duque deberá lidiar con una sociedad hastiada de la corrupción, y que, en gran proporción, optó por Colombia Humana, alianza de izquierda liderada por Gustavo Petro –exguerrillero del M-19 y exalcalde de Bogotá–, quien obtuvo el segundo puesto con una votación récord para el progresismo. Según dijo a Acción el coordinador nacional de Colombia Humana, el periodista Jorge Rojas, el petrismo es una «coalición sin antecedentes en el país», en la medida en que logró reunir a sectores de izquierda y centroizquierda, ambientalistas, animalistas y «demás expresiones excluidas».
Ya desde su misma instalación en 2012, la mesa de diálogos con las FARC-EP tuvo al expresidente Álvaro Uribe Vélez (2002-2010) como principal opositor. El uribismo lideró la campaña del «No a los acuerdos» en el plebiscito del 2 de octubre de 2016. Las movilizaciones estudiantiles salvaron el proceso de paz y las renegociaciones posteriores en La Habana (Cuba) posibilitaron la firma de un nuevo acuerdo el 24 de noviembre de ese año. La paz estaba viva, pero cuestionada. Sin embargo, una combinación de factores arrojaron nuevas sombras al proceso: a los incumplimientos y dilaciones en la implementación del gobierno, se sumaron los escándalos por la declaración de fondos de la exguerrilla y el pedido de extradición de la Justicia estadounidense, dictada contra uno de sus excomandantes, Jesús Sántrich, por delitos de narcotráfico.
A su vez, el largo proceso electoral de este año contribuyó a exacerbar los ánimos. En ese contexto, los cuestionamientos más duros provinieron de Iván Duque, un joven economista de 41 años que representa una alianza entre el Partido de Centro Democrático (Uribismo), el Partido Conservador y el Movimiento Independiente de Renovación Absoluta (MIRA). Duque arrancó su campaña en medio de promesas de sus copartidarios de «hacer trizas» los acuerdos. Y aunque viró a posiciones más moderadas de realizar «solo las reformas necesarias», nunca despejó del todo los temores a un rebrote de la violencia. De hecho, sus primeros pasos como presidente electo se enfocaron en «la reforma» de algunos de sus mecanismos principales, como la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
Falencias y oportunismo
Si el presidente Juan Manuel Santos obtuvo el premio Nobel como un reconocimiento a sus impulsos a favor de la paz, también a él se le deben atribuir las dilaciones e incapacidades en torno a su fase de implementación. A la vez que las FARC-EP dejaban las armas y se convertían en partido político legal en tiempo récord, el Estado colombiano se mostraba incapaz de llegar hasta las zonas más remotas –territorios de concentración guerrillera para la llamada dejación de las armas y transición a la vida civil–, y motorizar en el Congreso las reformas legales necesarias. De todas las falencias, el talón de Aquiles de Santos fue la puesta en marcha de la JEP, un mecanismo de justicia transcicional cuya función es investigar y juzgar a exguerrilleros y militares responsables de graves y masivas violaciones a los derechos humanos y al Derecho Internacional Humanitario (DIH). Los Acuerdos de Paz de 2016 dispusieron para la JEP una duración de 10 años prorrogables, y un mandato que prevé el otorgamiento de penas alternativas a la cárcel a quienes confiesen sus crímenes, reparen a las víctimas y se comprometan a no reincidir.
Durante los diálogos en La Habana el proyecto de la JEP fue objeto de polémicas. Según el especialista en justicia transicional Pablo Galain Palermo, investigador del Instituto Max Planck para el Derecho Penal Extranjero e Internacional de Alemania, «Colombia es un caso sui generis, pues negoció su justicia transcicional durante el mismo trascurso del conflicto, y no tras su finalización», que es lo más habitual. Frente a ello, los reparos del uribismo se dividen en dos áreas: la primera, dicen, es que se trata de un «pacto de impunidad para líderes guerrilleros», y la segunda, es que constituye un trato «humillante» el juzgar a los militares en un mismo tribunal que a guerrilleros.
En ese plano, el retorno de la extrema derecha al poder se da en un contexto muy diferente del que conoció Uribe durante sus dos mandatos. En primer lugar porque los niveles de violencia se redujeron notablemente desde que Santos anunció en 2012 el proceso de diálogos con las FARC-EP. Por otro lado, no es un dato menor que esta última elección se desarrolló sin acciones armadas por parte de la otra guerrilla más numerosa del país, el ELN, cuyos frentes se encuentran en la mesa de diálogos de Cuba. Así, no le será fácil al nuevo presidente satisfacer todas las presiones de su partido por modificar la JEP, ni soslayar los reclamos de parte de la comunidad internacional para que le dé impulso a esta instancia de justicia.
Iceberg
Por lo pronto, la Misión de Verificación de las Naciones Unidas en Colombia exhortó al Congreso colombiano a que apruebe la reglamentación de la JEP. El proyecto ya tiene media sanción en la Cámara de Representantes (Diputados), pero el Senado rechazó la iniciativa a la espera de que la Corte Constitucional efectúe un «pronunciamiento de fondo». Mientras tanto, Duque se reunió con autoridades de la JEP. Pretende un trato diferenciado para los militares, con diferentes plazos y una sala especial de juzgamiento, además de señalar que los tribunales necesitan más «dientes» para que las FARC reparen a las víctimas «con el patrimonio no declarado». A su vez, pretende que los excombatientes culpables de delitos de lesa humanidad cumplan prisión efectiva, lo que frenaría la participación política de sus líderes Rodrigo Londoño e Iván Márquez.
El director del Observatorio de Construcción de Paz, Miguel Barreto Henriques, señaló que se corre el riesgo de reducir los acuerdos a una simple desmovilización de un grupo armado. «La esencia era la de corregir las causas profundas que habían posibilitado la guerra y no tanto la de sancionar a los victimarios», explicó Barreto. Es que la justicia transicional tiene una lógica diferente de la ordinaria: el foco está en la finalización del conflicto armado y la no repetición. «Hay un gran miedo a la verdad del establishment colombiano de que se investiguen sus conexiones con el paramilitarismo: eso es lo que está debajo del iceberg», concluyó el catedrático. El futuro es incierto. Dependerá de las correlaciones de fuerza, tanto internas como externas para saber cómo será la pax colombiana en versión uribista.