Sombras de Myanmar

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El partido de la Premio Nobel de la Paz, San Suu Kyi, retuvo la presidencia en medio de irregularidades por la exclusión de minorías étnicas. El poder militar y la complicidad de la líder política frente al genocidio contra la comunidad rohingya.

Elecciones. Simpatizantes de la Liga Nacional para la Democracia con retratos de Suu Kyi, quien se muestra como la contracara del Ejército. (Sai Aung Main/AFP)

Se votó, pero la voluntad popular es otra cosa. Ya lo había dejado en claro el poder militar que concedió terminar con 25 años de gobiernos de facto y presidentes «títere» a cambio de permitir una «democracia disciplinada». Y tras que en 2015 retornara –al menos, formalmente– el estado de Derecho por medio de las urnas, los nuevos comicios presidenciales no lograron disipar fantasmas ancestrales. Volvió a triunfar la Liga Nacional para la Democracia (NLD), bajo el liderazgo de Aung San Suu Kyi, premio Nobel de la Paz en 1991. Pero los comicios marginaron a las minorías étnicas, que sufren más que el hecho de no poder emitir sufragio. Las Naciones Unidas acusan al Gobierno y sus fuerzas armadas de haber cometido genocidio contra la comunidad rohingya, es decir «crímenes de guerra» contra un colectivo de un millón de personas. Los datos son abrumadores: siete de cada diez fueron forzadas al exilio.
El NLD obtuvo un apoyo de casi el 70%, consiguió 350 bancas de 476 en el Parlamento, un resultado impactante pero menor al de 2015. El Partido de la Solidaridad y el Desarrollo de la Unión (USPD), promilitar, quedó con apenas 25 escaños. Habían denunciado fraude, pero la evidencia del recuento resultó contundente. Entre la NLD y el USPD se coló la coalición de partidos étnicos, que sumó 41 representantes. Pero las cuentas no son lo que parecen. Se marginó a gran parte de la población bajo diferentes excusas, argumentos y disposiciones legales.
El Gobierno canceló totalmente o en parte las mesas de votación en unos 60 distritos, que suman el 30% de los 53 millones de habitantes del país. Refirieron problemas de seguridad y violencia. El sistema electoral hizo lo propio: la Constitución restringe el derecho al voto de las minorías de acuerdo a cuándo y a quién se le otorgue la ciudadanía. El sistema además asegura al poder militar los ministerios de Defensa, Interior y Asuntos Fronterizos y el 25% de las bancas en el Parlamento. La etnia bamar (budista) agrupa a dos tercios de la población. El otro tercio pertenece a las minorías. Y sin embargo la representación legislativa es desigual: son uno de cada tres en las calles y pueblos, pero uno de cada diez en las Cámaras Alta y Baja.
También Suu Kyi había sufrido los caprichos de una Carta Magna híbrida. Arrasó –como ahora– en los comicios de 2015, pero no como candidata a presidenta: estaba impedida de hacerlo por tener hijos con nacionalidad extranjera. Los militares la habían proscripto de hecho tras que triunfara en 1990 por un 80%: desconocieron aquella elección, le dieron diez años de prisión domiciliaria y la liberaron cuando la reforma constitucional aseguró que no podía volver a presentarse. Fue la cara visible del NLD en campaña y, también, desde su puesto de Consejera de Estado, la virtual conductora del Gobierno.

Medallas negras
Hija del general Aung San, considerado héroe de la independencia de Myanmar, la mujer supo, por magnetismo y militancia, captar los favoritismos de la «nueva democracia» a la que se sometían las Fuerzas Armadas. Sus objetivos eran pretenciosos: acuerdo con las minorías étnicas, reforma constitucional y desarrollo económico. Incumplió con las tres, pero nada pesa más en su gestión que la palabra «genocidio».
Así calificó la ONU lo ocurrido contra el grupo musulmán rohingya. Un informe de 2018 dio cuenta de que la cúpula militar ordenó asesinatos en masa y vejaciones de todo tipo y pidió que la comunidad internacional los juzgue. Se describieron destrucción de poblaciones completas, violaciones en masa de mujeres y niñas, quema de viviendas a veces con sus moradores dentro. Y se señaló que Suu Kyi «no utilizó su cargo ni su autoridad moral para frenar o prevenir lo ocurrido y contribuyó con ello a la comisión de los crímenes». Entre dos meses de 2017 la cacería contra la etnia empujó a cruzar hacia Bangladesh a 700.000 personas.
En su declaración de 2019 ante el Tribunal Internacional de Justicia, la Premio Nobel culpó de los padecimientos de los rohingya a grupos terroristas y a las derivaciones de antiguos conflictos civiles y negó perseguir a las minorías. «Siempre es difícil confrontar a las fuerzas del orden con sus posibles excesos, pero todo está siendo investigado», aseguró entonces. Nada se esclareció hasta hoy.
Si no basta con «genocidio», otra medalla negra pende sobre el cuello de la Consejera de Estado: tiene escrito «apartheid». Fue la denominación que usó Human Rights Watch (HRW) para describir la situación de algunos de los miembros del grupo rohingya que quedaron en el país. «Son unos 130.000, están desde 2012 en virtuales campos de detención, lugares miserables bajo la fachada de centros para desplazados». La ONU había descrito la situación de la minoría como de arresto domiciliario.
De acuerdo con cómo se vea, el rumbo político en la antigua Birmania navega entre la resignación y la decepción. Suu Kyi parecía –y parece– ser la única capaz de poner paños fríos a los conflictos internos. Pero no lo logra, acaso limitada por la fuerza militar que desapareció del escenario pero sigue en la trastienda del poder.

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