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Victoria a campo traviesa
Había siempre un bolso más traído el día anterior de San Isidro y que temprano a la mañana yo me llevaba de lo de Silvina, docenas de biblioratos, cientos, quizá miles de cartas que pasaron por mis manos, que las apoyaban suavemente sobre el cristal de aquella fotocopiadora. La luz iba y venía asomando apenas por los bordes de la tapa, deslumbrante, peligrosa, no había que mirarla porque dañaba los ojos, azules de asombro, el momento infinitamente repetido, propiciador del abandono a ciertos textos, los sobres manoseados por ella, lo imaginado. Y allí brotaba del papel como el agua de una fuente la pasión, el fuego de la chilena, intenso como el abrazo que la otra nunca se animó a recibirle, los Andes de por medio, dos mujeres inmensas en ese hambreado par de encuentros frente a frente, la letra casi desbordando de la hoja, ardiendo de aquel amor embarazoso, con sus exhortaciones rabiosas contra el francés cultivado por Victoria, el castellano de Gabriela regodeándose como un caramelo en la boca, la prosa hamacando las cadencias buscadas y encontradas por la poeta para cada palabra que le escribía, palacios construidos en la amada lengua propia, la compartida con su gente, una pasión anterior aquella, por el destino de la tierra y sus hermanos, nutrida desde siempre, enarbolada como una bandera deslumbrante, y al fin el halago permanente devenido asedio. Tanto que Victoria tuvo que cortar un poco aquello, las cartas (quién sabe si allí estaban todas) y los prolongados silencios lo mostraban, me distraje definitivamente siguiendo aquellos desencuentros, hecha mía aquella pasión mal disimulada, plena de consejos que exudaban patria y contrariaban la tendencia ecuménica de Victoria, una mujer destinada a la trascendencia, bueno basta, poeta, laissez moi, Gabriela, no repitas más tu triste papel, yo lo lamento tanto, no hice nada para seducirte, esto me pasa constantemente y no sé qué hacer con los que se me ofrecen, las mujeres sobre todo. Dejemos pasar un poco el tiempo, te parece.
Y más o menos en la fecha aparece la correspondencia con Virginia y su perfil afilado, tajante, finalmente tan británico. No son tantas las cartas como las de Gabriela, que llenó al menos tres biblioratos con su escritura redonda, evidencia de una personalidad categórica, sin metáforas, una letra acostumbrada a la tinta negra sobre tenue papel blanco. Me atrapa el escorzo de la otra letra, la de Virginia, su languidez y su distancia, y vuelvo a distraerme largo rato. Leo y leo, y al fin sonrío cuando la descubro hablando de mariposas amarillas, parece García Márquez pienso, qué pasa con los ingleses, ¿no tienen mariposas? Pero su verdadera curiosidad parecen ser los loros, esos pájaros que hablan hasta en inglés. Guardo sus cartas en los sobres y ya no sonrío. Eran otros en realidad sus fantasmas, sus oscuros dolores, sin remedio. Tal vez también entonces, mientras escribía aquellas cartas a su vecina de continente. Virginia amada, haber estado a tu lado, haber intentado disuadirte; en última instancia, haberte acompañado al río llorando todo el camino.
Un pequeño dibujo de Le Corbusier vuelve a detenerme. Qué disparate pienso, que todo esto siga pasando desapercibido. Esta mujer enorme supo interesar a los gigantes, aunque fuera fugaz, inútilmente. Él hablaba hasta donde le entendí de un proyecto de urbanización para Buenos Aires y el dibujo se extendía de izquierda a derecha como lo habrá hecho su mano, trazando avenidas y desahogos que nunca tuvimos ni tendremos en una ciudad arbitraria, sofocada como todas de sí misma.
Coloco una carta más sobre el cristal, miro el sobre de Camus y aprieto el botón mientras los ojos se me apoyan en la calle. El vértigo ciego, pasmado de los autos, Leandro Alem y Tucumán, Buenos Aires, cuántas décadas atrás, sería 1973. El ruido interfiere y me la trae de vuelta, su presencia en las fotos jóvenes vistas en la casa, la mujer fálica, atractiva, rica, suficiente. Victoria le sacó una duda persistente a Virginia, sí, los loros existían y repetían, repetían… y las mariposas amarillas, su etérea inutilidad… Virginia le agradeció la gentileza, auguró una visita que no hizo y con una taza de té brindó por su amiga de las estaciones al revés.
Su imagen es indeclinable diría Gabriela: vuelvo a verla sentada en su sillón de lectura en la casa de Mar del Plata, el atril con ruedas arrimado desde el costado, la luz puntual ya casi sobre el libro a la hora en que la dejaría sola, su piel poco lozana pero libre de hastío, una mujer de nuestra cosecha, soberbia, indiferente, poderosa.
Sería momentáneamente satisfactorio en nuestra búsqueda de sentido y dirección prescindir de todos ellos, negarlos en conjunto a los dueños de la cultura y del poder, como si nunca nos hubieran dado nada.

 

Evita
Mucha gente tiene un tío rico, yo también lo tuve, un auténtico patriarca, hijo mayor de una familia numerosa, inmigrantes irlandeses que escaparon de la hambruna que mató a miles y, misteriosamente, un verdadero grupo de locos, eligieron venir a un país donde se hablaba una lengua horrible, incomprensible. Y para lo que me sirvió, digo, tener un tío rico. Mi padre era el menor de esa misma prole y bien que lo pagó toda la vida. Con once que eran y varios muertos en el camino.
En mi caso, una generación más tarde, debo decir que nunca conocí a nadie que perteneciera a la rama exitosa de una de esas familias ricas. Dios los cría y ellos se acurrucan bajo el mismo puente.  Pero en fin, mi tío no sólo era rico, era poderoso. Un tipo, creo hoy, destinado a triunfar, dirección que sobrellevó con naturalidad, como ajeno a las alternativas pasadas por alto, una cruz para mi viejo, deben haber competido siempre, o sea, mi papá debe haber imaginado que competía con su hermano, debe haber creído realmente que tenía alguna posibilidad de ganarle, de  triunfar.
Bueno, no. No la tenía. Y mi tío, que había estudiado Ingeniería por correspondencia desde la sede parental de Junín (¿será verdad esto?) rápidamente descolló al llegar a la gran ciudad. Una gran empresa siderúrgica lo vio trepar desde el llano a la cima en pocos años y el hombre fue algo así como director general, presidente, o vaya a saber qué título esgrimía.
La empresa, gigantesca, tenía sus oficinas en Diagonal Sur, la Julio A. Roca genocida, a metros del Concejo Deliberante. ¿Adónde voy por este camino? A que en julio de 1952, con apenas treinta y tres años, murió Evita, a que fue embalsamada y velada durante varios días precisamente allí, dónde la ciudad decidía sus cosas sin molestar a nadie, a que el pueblo-pueblo, los que la amaban y veían en ella a su madrecita amante y protectora, a una santa a la que se le levantaban pequeños altares espontáneos por todos lados, hizo días enteros de cola para verla por última vez, para despedirse de ella.
Mi mamá era una mujer rara. Rigurosamente antiperonista, sin embargo sabía que allí, en la calle, entre la gente que lloraba sin dejar que sus lágrimas abrieran surcos para primeros planos de cámaras de televisión que todavía no existían, que no posaban disimuladamente para que alguien captara su desconsuelo, y dentro del Concejo Deliberante, junto al féretro en que Evita yacía eternamente indiferente, se estaba escribiendo un capítulo trascendental de la historia de nuestro país.
Bueno, así fue. Mi mamá llevaba el mismo apellido de mi tía rica, sólo que ella jamás soñó con hacerlo valer de esa manera y mi vieja sí. Y entonces, en diez o quince minutos de estafa a la buena fe de la gente que por amor soportó aquella exigencia terrible, estuvimos frente a Evita.
Recuerdo bien el momento, los uniformes tiesos rodeando la desolación irreparable de la gente que desfilaba sollozando frente a ella, tan hermosa y serena, aquella expresión ajena de su rostro navegando la marea sofocante de miles y miles de flores, la bella durmiente en su lecho frente a mí, la que ningún príncipe despertaría. Yo era chiquita pero sabía dónde estaba, tal vez mejor que hoy, que lo pienso demasiado, los recuerdos se graban en las mentes vírgenes con una claridad deslumbrante: vuelvo a mirarla cuando quiero porque la llevo puesta en la memoria, una cuña de la historia metida en mí a fuerza de luz, un interrogante con ángulos opacos, una respuesta que se fue armando con cautela y sinceridad, cada vez más clara y segura. El pelo rubio, la elegancia, las manos plegadas, el cuerpo incorruptible, imágenes de cuento inculcadas en mi mente infantil, libre de preconceptos, hoy se sostienen y crecen como una llama terca que con los años se alza con mayor tenacidad que todo lo que quisieron alimentar el menosprecio y el miedo. El tiempo también es distancia y la distancia es perspectiva. Mis ojos del presente perdieron la inocencia pero la saludan tímida, tiernamente, con inteligencia propia.

—Alicia Plante nació en Buenos Aires. En 1970 publicó su primer libro, Asumiendo mi alma (poesía). Trabajó en numerosas traducciones literarias y científicas y entre 1976 y 1980 siguió la carrera de Psicología. En 1990 ganó el Premio Azorín de Novela con Un aire de familia, que publicó en España y en Argentina (Ediciones Letra Buena). Publicó las novelas El círculo imperfecto (2004), Una mancha más (2011) y Fuera de temporada (2013). Es colaboradora del diario Página/12, donde publica notas, cuentos, reseñas y entrevistas, y de Libros sobre libros, de México. Desde 1990 dirige talleres de narrativa y poesía.

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