Todos para todos

Tiempo de lectura: ...

Contra el sinsentido ambiental y el derroche de recursos, formas embrionarias de intercambio horizontal comienzan a surgir en rincones e intersticios del mercado. Interrogantes sobre el alcance de una práctica que parece ir más allá de las buenas intenciones.


Otro ritmo. En grandes espacios urbanos, hay quienes optan por compartir alojamiento, transporte o un lugar de trabajo. (JORGE ALOY)

El carpooling, viaje compartido y coordinado a través de una plataforma online, no solo es saludable para el bolsillo; también reduce los embotellamientos y el efecto invernadero. El principio al que apela: ¿por qué viajar solo cuando hay lugares vacíos que ocupar? De este razonamiento se nutre la economía del compartir: de eludir una capacidad ociosa que, naturalizada en las sociedades de consumo, solo tiene sentido desde la lógica del lucro económico.
En el mundo hay cientos de plataformas de carpooling. A través de la más popular, BlaBlaCar, viajan 10 millones de personas. Desde 2013, en Argentina existe Carpoolear, la plataforma que el rosarino Gabriel Weitz creó desde su ONG Soluciones Tecnológicas Sustentables (STS). «Nuestros hijos se van a asombrar –y a avergonzar– de ver que hoy se viaja con tres lugares vacíos en un auto», sentenció Weitz a propósito del carpooling. No es para menos: su enunciado manifiesta el sinsentido ambiental y el derroche de recursos.
En la misma sintonía se propone el foodsharing (compartir la comida): desde su planteo, un uso correcto de cualquier excedente es evitar que la comida sin vender vaya a parar a un tacho y, en cambio, se destine mediante formas alternativas a donde se la necesite consumir.
Las plataformas crowdfunding (de financiamiento colectivo) más populares en Argentina, Ideame y Panal de ideas, financiaron proyectos culturales que de otra forma habría sido difícil costear, con ayudas económicas amplificadas gracias a las redes y la confianza online.
«Sabíamos que la economía colaborativa era perfecta para las editoriales», sostiene Emilia Erbetta, una periodista que con dos amigas montó la editorial Rosa Iceberg a través de Ideame. «Teníamos amigos que lo habían hecho con éxito y eso nos animó. Como la recompensa del proyecto son los libros, para los colaboradores su aporte fue muy palpable», afirma. Y asegura que esta forma de financiamiento genera en los colaboradores un acompañamiento muy comprometido durante las distintas etapas del proyecto, quizá motivado por su modalidad participativa.
El intercambio colaborativo reemplaza instituciones y empresas centralizadas por redes de personas y comunidades conectadas que produzcan, consuman, se eduquen y financien de forma horizontal. Se propone el acceso en lugar de la posesión: lo importante no es ser dueño de, por ejemplo, un auto, sino disponer de uno al necesitarlo.

Acceso o posesión
Nadie puede afirmar que lo colaborativo haya empezado ahora. Pero sí que ha adquirido organicidad de magnitud global con Internet. En el libro What’s Mine is Yours: The Rise of Collaborative Consumption (2010), Rachel Botsman define el consumo colaborativo como un «compartir reinventado por la tecnología». Internet ha transformado el alcance de lo colaborativo porque simplificó intercambios y generó información propicia para crear un sistema de confianza online entre desconocidos. Ese es el valor agregado; la «gran moneda virtual», la reputación digital: no es lo mismo salir a hacer dedo que conectarse a través de una plataforma online con un conductor que tiene tus referencias en red.
Antonio Santa Marta (37) es músico. Vivió largo tiempo en el sur del país y allí tuvo experiencias de trueque: «Una vez hice un alambrado y me pagaron con ovejas. En los pueblos, las formas más simples de intercambio revelan más claramente las mediaciones afines a lo colaborativo», define. Esas mediaciones hoy son capitalizadas por numerosos emprendimientos en todo del mundo: Airbnb es un alquiler de alojamiento p2p (peer to peer, un modo de intercambio sin clientes ni servidores fijos); Couchsurfing, una red global de viajeros que ofrecen alojamiento gratis.  
Santa Marta notó los alcances de la tecnología para favorecer lo colaborativo con las plataformas de archivos musicales: «Me di cuenta con eMule [creado en 2002, es el mayor referente de intercambio de archivos p2p] y con Soulseek, una plataforma de música mediante la cual podías conectarte con gente de cualquier parte del mundo», recuerda. «Pude acceder a información y materiales a los que no hubiese podido ni por el costo económico, ni por la distancia de un material que estaba en un lugar remoto».
Las plataformas p2p son hijas de la tecnología digital. Ideame, por ejemplo, requiere una intensa campaña en redes sociales para funcionar: sus gestores deben publicitar el proyecto hasta completar su financiamiento.
Fue en Europa, cuando explotó la crisis económica de 2008, que a la necesidad de recortar gastos se sumó el enojo ciudadano contra el hiperconsumo y cobró forma la economía colaborativa. Potenciada por la tecnología, permite identificar bienes subutilizados –un auto estacionado, un departamento deshabitado– en tiempo real y difundirlos. Modos de intercambio que ya existían localmente adquirieron escala universal gracias a Internet.
Pero, ¿qué sucede cuando el éxito de lo emergente es capitalizado por el centro? ¿El hecho de volverse tendencia resguarda sus atributos esenciales? Podría pensarse que la economía colaborativa es empática a cualidades como solidaridad y cierta austeridad que no terminan de encajar en la dinámica del consumismo dominante.
En su libro Poscapitalism, el británico Paul Mason asegura: «Hay un ascenso espontáneo de la producción colaborativa: bienes, servicios y organizaciones no parecen ya responder a los dictados del mercado y la jerarquía directiva». Habla del gran reservorio de saberes que es Wikipedia, enciclopedia virtual que democratiza conocimientos a un clic. «El producto de información más grande del mundo es hecho por voluntarios, aboliendo el negocio de las enciclopedias y privando a la industria de la publicidad de un estimado de 3.000 millones de dólares al año en ingresos. Casi desapercibidas, en los nichos y en los huecos del sistema de mercado, franjas enteras de la vida económica empiezan a moverse a un ritmo diferente: monedas paralelas, bancos de tiempo y espacios autogestionados han proliferado. Para los estudios económicos dominantes, están apenas para calificar como actividad económica, pero ese es el punto. Existen porque comercian, aunque sea de modo vacilante e ineficiente, en la moneda del poscapitalismo: tiempo libre, actividad en red y bienes gratuitos».
Se ha puesto en cuestión la supuesta solidaridad del verbo cåompartir, llamándola de diversas formas: sharing economy, economía on demand, economía de la changa, economía p2p y hasta «uberización» (aludiendo a Uber, el sistema de transporte p2p). En definitiva, las plataformas p2p no dejan de ser empresas. Y las empresas quieren ganar. Así y todo, siguen siendo más ecologistas y distributivas que el mercado tradicional. Por eso, la comunidad colaborativa quiere encontrar un timón ético que permita trazar una línea clara: el belga Dirk Holemans, especialista en ciudades colaborativas, propone tres preguntas determinantes: «¿Quién posee? ¿Cómo se reparten las ganancias? ¿La lógica es de crecimiento o de suficiencia?». Lo cierto es que, aunque la conciencia ambiental de optimización de recursos no exceptúe el lucro económico como objetivo de cualquier compañía, en el siglo XXI el cuidado del planeta se ha convertido en una perspectiva obligatoria.
«Pasamos de la lógica del consumo a la del cuidado, de la escasez a la abundancia. Lo que se consume se agota; lo que se cuida es infinito», sentenció la brasileña Lala Deheinzelin en la apertura de una de las ediciones del encuentro internacional Comunes, que tuvo lugar el año pasado en Buenos Aires. Palabras que, enhorabuena, a esta altura del partido resultan más que claras.

 

Estás leyendo:

Todos para todos