Un arte nacional

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Los aficionados a los trucos crecieron un 200% en los últimos años. Solo en la Ciudad de Buenos Aires hay seis escuelas de prestigio reconocido, pero si se cuentan las de todo el país la cifra supera las 100. De René Lavand a los campeones mundiales.

Plan de estudios. El mago Guillermo dicta una clase en la escuela Fu Manchú, del barrio porteño de Monserrat. (Kala Moreno Parra)

En comparación con el fútbol, por nombrar algo en lo que supuestamente los argentinos se destacan, la magia tiene el triple –seis– de campeonatos mundiales. Además, tuvo –porque ya murió– a uno de los mejores de toda la historia en la especialidad de ilusiones con cartas o, si alguno se atreve a ponerlo en duda, al menos al que era distinto a todos porque René Lavand, que de él hablamos, tenía una sola mano. Mucho menos famosos, pero con el mismo fervor, miles de profesionales, amateurs o simples aprendices que estudian tutoriales de YouTube mantienen vigente la pasión nacional por la magia.
«¿Viste la película El secreto de sus ojos? –pregunta Lorenzo Pedemonti o, en modo artista, “El Mago Lorenzo”–. ¿La parte que buscan al asesino y Francella le dice a Darín que una persona puede cambiar de amor, de trabajo, de religión, pero no puede cambiar de pasión? Eso es lo que tenemos en común todos los magos. Nuestros horarios no son los mismos que los de los demás. Los fines de semana es cuando más trabajamos, y generalmente de noche, así que nos perdemos paseos, salidas, cumpleaños, fiestas. Si no tenés una familia que te banque es muy difícil».
Lorenzo tiene 40 años y hace 20 que es miembro –hoy en la Comisión Directiva– de la Entidad Mágica Argentina, una institución sexagenaria con 430 socios que se reúnen cada martes en el porteño teatro El Vitral, sobre Rodríguez Peña al 300, para hacer remates de objetos en desuso, presentar e intercambiar nuevos trucos, realizar conferencias y talleres y, sobre todo, disfrutar de la ilusión.
El origen de la afinidad entre la Argentina y la magia quizás haya que buscarlo en Inglaterra, en los primeros años del siglo pasado, cuando nació un tal David Bamberg. Continuador de una dinastía de magos, el pequeño David pronto compartió escenarios con ilusionistas consagrados de la época, giró por Europa y Estados Unidos y hasta consiguió su primer nombre artístico –Syko– de boca del legendario Harry Houdini. La compañía con la que recorrió el mundo lo trajo a Buenos Aires, pero en vez de volver a embarcarse decidió quedarse. También resultaría determinante en su vida la adopción de un nuevo seudónimo tomado de su personaje favorito en la infancia: Fu Manchú.
Ya instalado en la Argentina, el Mago Fu Manchú llenó toda clase de teatros –con dos o tres funciones diarias– y su fama transcendió, una vez más, las fronteras. Murió en 1974, luego de retirarse de los escenarios. «Cuando Fu Manchú se vino a vivir acá, generó una gran colectividad de magos, fue como un padre de la magia argentina”, cuenta Guillermo, mago profesional y profesor de la escuela de magia fundada por el pionero inglés, una institución que va a cumplir 20 años «enseñando la filosofía y metodología de estudios del maestro de la magia y la prestidigitación».
«Argentina –continua Guillermo– tiene un muy buen nivel de magia por sus escuelas. También tenemos grandes exponentes de la disciplina como René Lavand, los campeones mundiales y hasta Pipo Mancera, una figura icónica de la televisión que también era mago». De acuerdo con el programa de estudios de la Escuela de Magia de Fu Manchú, los alumnos aprenden distintas especialidades como el close up (magia de cerca); la cartomagia (con cartas); mentalismo; manipulación y magia con animales o monedas. El plan de estudios asegura que «la Magia y la Prestidigitación proporcionan a quien las practica un refortalecimiento de la autoestima, actuando sobre el aficionado como una verdadera Terapia Ocupacional».

45 segundos
La magia es el tercer hobby más usual en el mundo, detrás de la filatelia y la pesca, y la Argentina hace mucho para sostener esa reputación. Solo en la Ciudad de Buenos Aires hay seis escuelas de prestigio reconocido (hace cinco años había la mitad), pero si se cuentan la de todo el país la cifra supera las 100. Alrededor de 500 son los magos que viven de su trabajo y su talento y muchísimo más los aficionados –abogados, ingenieros, médicos o estudiantes de veterinaria– que se sacan las ganas (se calcula que gracias a Internet el número de personas que practican magia creció más de un 200%). «El que aprende mirando videos tal vez no tenga otras herramientas –opina Lorenzo–, porque pagar una escuela cuesta dinero, pero si lo toma con el mismo respeto y pasión, está buenísimo que lo pueda hacer».
Como en todos los ámbitos de la vida, la magia se rige por modas. Lo típico, en sus orígenes, era la magia de salón: el mago, vestido de frac, hacía trucos, básicamente de manipulación, y efectos escénicos. Luego, con la irrupción y el éxito de Fu Manchú, muchos magos comenzaron a disfrazarse de orientales y a basar sus presentaciones en la cartomagia y el close up. A fines de los 90 y principios de 2000, el auge de las grandes ilusiones –como hacer desaparecer la Estatua de la Libertad, por ejemplo– que tanta fama y dinero le proporcionaron a David Copperfield, cedió su lugar al street magic, donde el artista se bajaba de los escenarios para sorprender al público durante el viaje en subte al trabajo.
«Ahora lo que funciona muy bien es el hipnotismo –explica Guillermo–. También se exige que la magia sea más rápida, más fuerte, con más punch. Desarrollar un juego antes te llevaba nueve minutos, pero hoy lo tenés que ejecutar en 45 segundos porque ese es el tiempo máximo de captación que tienen las redes sociales».
Era agosto de 1994 y Adrián Guerra, un quilmeño de por entonces 24 años, se coronaba campeón del Mundial de Magia en Yokohama, Japón, en la categoría Magia con Naipes. Guerra había ganado el título que hasta ese momento se alternaba entre europeos y estadounidenses.
Aquel hito catapultó, como era de esperar, la carrera de Guerra, pero además resultó el mejor estímulo para la legión autóctona de magos. Tres años después, en Alemania, el que repitió fue Carlos Barragán, aunque en la categoría Grandes Ilusiones; en 2000, en Portugal, fue el turno de Henry Evans, quien brilló, al igual que Guerra, en la categoría Cartomagia; seis años después, en Suecia, fue la consagración de Hugo Valenzuela; en 2012 y 2015, en Inglaterra e Italia respectivamente, se subieron a la cima del mundo Marcelo Insúa y el Mago Semba.
«En mi opinión –arriesga Lorenzo–, la Argentina tiene varios campeones mundiales porque somos muy “buscas”, les damos otro tipo de vueltas a las cosas, lo encaramos desde otro lado, y creo que eso tiene que ver muchas veces con que no nos sobran los recursos. Por ejemplo, cuando yo planeo una rutina, me pongo del lado del espectador, pero también del sonidista, del iluminador, del dueño del teatro; voy armando en base a lo que tengo. Si no hay buen sonido o buenas luces, adecuo un juego o un efecto de magia hasta lograrlo».
Lorenzo también dice que el mago debe practicar todos los días, que está obligado a aggiornarse y que los colegas que roban trucos son pobres de personalidad. «En este ambiente –admite– hay mucha amistad, pero también hay gente que lo deja de lado todo por las conveniencias personales. Yo creo que los trucos son para compartir, que lo lindo es reunirse y que todos ayuden a sacar una idea nueva. Los que son celosos de lo suyo se guardan los trucos como un secreto».

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