Sin categoría

Un mal invisible

Tiempo de lectura: ...

Es una enfermedad «rara», dicen los médicos, porque sólo unos
pocos la padecen y porque es difícil de diagnosticar. La experiencia
de una paciente que convivió dos décadas con los síntomas.

 

Cifras. Padecida por 2.500 argentinos, la porfiria se confunde con otras dolencias. (Kala Moreno Parra)

Veintidós de febrero de 2012. Cuando Lorena Sosa pronuncia la fecha hay una pausa antes y después en el discurso. Remarca el día, el mes y el año como quien recuerda un acontecimiento histórico. Y es que en su caso, 2012 la marcó como una boda o un nuevo nacimiento: ese 22 de febrero, esta porteña le pudo poner etiqueta, al fin, a una fila de síntomas que la perseguían desde niña y que nadie lograba diagnosticar ni aliviar. Tenía una de las ocho variedades de porfiria, la protoporfiria eritropoyética.
La enfermedad no es grave, aclara ella, que sin embargo cuenta cómo rompió en lágrimas cuando desde el Centro de Investigaciones sobre Porfirinas y Porfirias (CIPYP) de Buenos Aires le dieron la noticia. «Lloraba de alegría», explica ahora. «Si el resultado era negativo, la incertidumbre hubiera continuado. ¿Qué es lo que tengo entonces?». Pero el veredicto dijo que sí, que era porfírica, y así el año pasado, a sus 35, Lorena liquidó una búsqueda que había iniciado en su adolescencia, cuando la dolencia empezó a emerger con dos signos claros: hipersensibilidad en la piel, sobre todo al contacto con el sol, y dolores abdominales. La causa de este desajuste en el cuerpo la revelan desde el CIPYP, la primera institución en Latinoamérica y todavía única, dedicada al estudio de las porfirinas, porfirias y patologías asociadas, que fue creado hace más de 30 años por el CONICET, de la mano de la doctora Alcira Batlle. La enfermedad –apuntan– llega cuando presenta desórdenes en la producción de porfinas, que son unas sustancias precursoras de algunas hemoproteínas vitales para el funcionamiento celular, como la hemoglobina, por ejemplo, que transporta el oxígeno desde los órganos respiratorios hasta los tejidos.
Una de las funciones del CIPYP es la generación de conocimiento al respecto, es decir, de realizar investigaciones sobre los posibles desencadenantes o sobre nuevos tratamientos de esta afección que es generalmente hereditaria y que la sufren a diario unos 2.500 argentinos. Las náuseas cotidianas, el insomnio, la taquicardia o la depresión son, entre otros síntomas, la muestra de cómo sobrelleva el sistema nervioso la porfiria. Se trata de una enfermedad «rara» que suele confundirse con otros trastornos y que en el 70 u 80% de las veces es asintomática porque no se logra desarrollar. Sin embargo, puede empezar a manifestarse a partir de cualquier desencadenante de una larga lista: ayuno (dietas), estrés, un virus que afecte al hígado, sobrecarga de hierro, hormonas sexuales (como anticonceptivos orales), drogas, ingesta de alcohol o administración de uno de los tantos medicamentos contraindicados, entre otros. Las reacciones pueden ser leves o, en el peor de los casos, se pueden dar serias complicaciones neurológicas con posibles parálisis respiratorias o motoras. La prevención es la clave para evitarlo.

 

Diagnóstico rebelde
En unas vacaciones en Uruguay, Lorena estuvo un día entero en observación. En Bariloche, en el viaje de egresados, las luces grandes y blancas del quirófano iluminaron también la irritación en su piel. Los médicos, que no sabían qué tenía, querían mirar más y mejor. Siguieron los años y el desconcierto entre los profesionales continuaba: el diagnóstico huía como el Correcaminos ante los intentos de poner nombre y apellido a los síntomas. Colon irritable, decían, alergia al sol o consecuencia de una toma de drogas que nunca existió.
«Muchos médicos no están capacitados para identificar la porfiria porque simplemente no piensan nunca en ella como posibilidad», justifica Lorena, que establece un paralelismo entre su dolencia y la celiaquía de hace una década, cuando aún era una gran desconocida.
«Los profesionales no piensan en ella», coincide Victoria Parera, médica y vicedirectora del CIPYP. Por eso, una de las prioridades del centro es la transferencia de conocimientos que realizan durante todo el año sobre este desarreglo; quieren lograr que la casualidad no sea más el motivo que revele qué es lo que exactamente va mal: le ocurrió a Lorena, que corrió a su hospital después de ver en la tele, en el programa Enigmas médicos, a un porfírico que describía, al milímetro, la enfermedad y sus huellas.
Una vez derivada al Hospital General de Agudos Ramos Mejía (parte del Grupo Argentino de Porfirias, junto con el CIPYP), y tras unas pruebas específicas, de orina, sangre y heces, empezó el tratamiento diseñado por un equipo multidisciplinar. Lo peor ya había pasado, porque una vez identificada, las indicaciones asistenciales no son complicadas. Desde dermatología, en su caso, no se recomendó mucho más que aplicar abundante protección solar; el nutricionista se encargó de establecer los límites en la dieta (baja en grasa y alta en azúcares e hidratos de carbono); mientras que el hematólogo observó la composición de la sangre (es frecuente, por ejemplo, la anemia entre estos pacientes). Un médico clínico orquestaba el conjunto.
Desde lo psicológico, en el grupo de apoyo que se convoca periódicamente en el Hospital Ramos Mejía se ofrece información, se preparan boletines o se discuten particularidades planteadas por los mismos integrantes (¿puedo donar órganos?, ¿cómo gestiono la cobertura de mi obra social?). «Pero, sobre todo –dice Lorena– se escucha a gente con tus mismos problemas. Y eso es fundamental». Ahora, con el diagnóstico claro y el tratamiento definido está mucho mejor, pero no deja de recordar que para ella llevar a su hijo a la escuela, bajo el sol, es arriesgado, o tomar unos mates al aire libre es un asunto delicado. Lo social también se resiente con esta enfermedad esquiva que, pese a todo, es más llevadera cuando se reconoce.

Ana Claudia Rodríguez

Estás leyendo:

Sin categoría

Un mal invisible