Un paso más al Norte

Tiempo de lectura: ...

El gobernador Ricardo Roselló fijó como prioridad la anexión de la Isla a Estados Unidos en un intento por superar la persistente crisis, mientras se padecen los efectos de la política de Obama, quien reforzó el poder colonial y la dependencia con la Casa Blanca.

San Juan. En el acto de asunción de mandato, Roselló ofreció un discurso en el Capitolio, sede de la asamblea legislativa. (EFE)

 

En tiempos de independentismo y cierre de fronteras, una pequeña isla del Caribe parece decidida a desafiar los vientos separatistas que soplan por todo el mundo y emprender un camino completamente distinto. Eso, al menos, es lo que dijo el flamante gobernador de Puerto Rico, Ricardo Roselló, apenas asumió el cargo, a principios de enero: su prioridad será convertir el territorio en una estrella más de la bandera estadounidense. De prosperar la iniciativa, con la que el gobierno pretender superar una devastadora crisis económica, se transformaría en el Estado número 51 de la Unión.
Como era de esperar, el anuncio de Roselló, líder del Partido Nuevo Progresista (PNP), generó polémica tanto en San Juan de Puerto Rico como en Washington. Sin embargo, el gobernador cuenta con el apoyo más importante de todos: el de su pueblo, que desde hace años anhela la anexión a Estados Unidos. De hecho, en 2012 hubo un referendo no vinculante en el que los puertorriqueños votaron sobre el estatus político de la isla. Y el resultado fue contundente: el 62% quiere incorporarse a EE.UU., mientras que el 32% prefiere seguir siendo un Estado Libre Asociado. A contramano de lo que ocurre en Europa y otras latitudes, apenas el 5% se expresó a favor de la independencia.
Los analistas de la isla caribeña sostienen que, en los últimos tiempos, el apoyo al anexionismo pudo haber crecido aún más. La razón, dicen, es la delicada situación económica y social que vive el territorio: años de recesión, desempleo, pobreza y emigración son algunos de los factores que explican el explosivo combo puertorriqueño.
Casi todos los sectores del país coinciden en que la raíz de la crisis es el «colonialismo» del que la isla es víctima desde hace décadas, producto de su ambiguo estatus territorial, que data de 1952. Como Estado Libre Asociado, Puerto Rico pertenece a EE.UU., pero no forma parte de su territorio; su presidente es el jefe de la Casa Blanca, pero los puertorriqueños, que son ciudadanos estadounidenses, no pueden votarlo a él ni a los miembros del Capitolio. En definitiva, a la hora de tomar las decisiones más importantes, la última palabra siempre es de Washington.
Las cosas empeoraron en agosto del año pasado, cuando el gobierno de Barack Obama reforzó su poderío sobre Puerto Rico al sancionar la llamada Ley para la Supervisión, Administración y Estabilidad Económica (PROMESA, por sus siglas en inglés), con el objetivo de hacer frente a la crisis económica de la isla caribeña, que desde 2015 se encuentra en cesación de pagos de una fenomenal deuda de 70.000 millones de dólares. Paradójicamente, gran parte de los acreedores de esa deuda son los viejos y conocidos «fondos buitre» de origen estadounidense, tan tristemente célebres en la Argentina.
Con la Ley PROMESA, se estableció en Puerto Rico la llamada Junta de Control Fiscal, integrada por congresistas de Washington y con poderes plenos para tomar todas las decisiones económicas de la isla, aun por encima de la legislación y el gobierno local. La formación de la Junta permitió calmar a los desesperados acreedores con promesas, justamente, de pago. Pero todo tiene un precio: a cambio, pidió «reformas estructurales» para «sanear las finanzas». Un eufemismo para aplicar un brutal plan de ajuste que incluye despidos, reducción de salarios, flexibilización laboral, tarifazos y la posible privatización de servicios públicos.
La medida de Obama fue calificada por el propio Bernie Sanders, ex precandidato presidencial demócrata, como «colonialismo puro». Y aunque ciertamente aplacó el nerviosismo de propios y ajenos en la isla, también cayó mal a los puertorriqueños. Para la izquierda, la única forma de resolver la crisis es transitar el camino de la independencia y la soberanía, sin ataduras al imperialismo estadounidense. Desde el centro hasta la derecha, se sienten discriminados por no gozar de los mismos derechos que otros Estados y sostienen que la salida del colonialismo es la dependencia total. Es decir, anexarse a EE.UU. para disfrutar de su abundancia o, al menos, de los prometidos proyectos de infraestructura que anunció el electo presidente Donald Trump.
Como sea, el proceso de anexión podría durar años. El nuevo gobernador Roselló tiene ahora desafíos mucho más acuciantes. El primero de ellos, tratar de sostener a la Junta de Control Fiscal, que debería culminar sus tareas en febrero, para mantener la olla tapada y evitar la explosión de la crisis con cortes totales de servicios básicos y más despidos por falta de fondos. Entre lamentos y resignación, pero también con una cuota de humor, los puertorriqueños dicen que, en caso de que eso ocurra, la isla debería ser rebautizada con el nombre de «Puerto Pobre».

Estás leyendo:

Un paso más al Norte