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Violencia encubierta

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Van de hospital en hospital. Parecen abnegadas y dóciles, pero pueden inducir en sus hijos síntomas reales o aparentes: desde falsificar fiebre hasta sofocarlos. Un maltrato infantil oculto.

 

Vínculos patológicos. Aunque en la Argentina no hay cifras oficiales, en el Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez han atendido 25 casos en los últimos años. (Martín Acosta)

A comienzos de 2013, en el Hospital Pedro de Elizalde, un bebé de cuatro meses fue ingresado a terapia intensiva por sofocación. Los médicos se sorprendieron cuando un estudio
–realizado mediante una máquina que registra la actividad muscular– arrojó que al chico le estaban provocando los ahogos. Su frecuencia cardíaca bajó, casi al punto de tener un paro. Luego hubo maniobras de reanimación. La causante era la madre.
Pero, ¿por qué una mamá haría eso? Veamos. Fue en 1951 que el médico inglés Richard Asher describió con el nombre de «síndrome de Munchausen» un cuadro que se caracterizaba por un exceso de consultas hospitalarias. Para la denominación, se inspiró en un capitán de caballería alemán del siglo XVIII, Karl Friedrich Hieronymus, barón de Münchhausen, que tenía fama de fabulador.

Simuladores
Posteriormente, otro británico, Roy Meadow, amplió el término a la presentación de este cuadro clínico en los niños, frente a los supuestos síntomas por los que consultaban sus padres, llamándolo «síndrome de Munchausen por poder» («Munchausen syndrome by proxy», en inglés). Se trata de un trastorno que afecta a un adulto –generalmente, la madre (el 95% de las veces, aunque también puede ser un padre, una abuela u otra persona a cargo del niño)–, pero que padece la víctima, su hijo. Es un tipo de maltrato infantil en que el cuidador induce en el niño síntomas reales o aparentes de una patología, como en el caso del bebito con sofocación, quien, como finalmente se diagnosticó, nunca tuvo nada.
Según bibliografía médica de los Estados Unidos, «un padre con Munchausen por poder puede simular síntomas de enfermedad en su hijo de diversas maneras: añadiendo sangre a su orina o sus heces, dejando de alimentarlo, falsificando fiebre, administrándole en forma subrepticia y repetidamente remedios para provocarle ataques de vómitos o diarreas».
Es más frecuente que ocurra con menores de 5 años. Lo usual es que sus madres lleguen a la consulta pediátrica muy preocupadas por lo que padece el hijo. Pueden ser confundidas con mamás sobreprotectoras, aunque a diferencia de estas, además de estar muy interesadas en resolver la situación del niño, poseen conocimiento exhaustivo de lo que le aqueja. «Están detrás porque es la manera patológica que tienen de relacionarse con el hijo», señala Elda Irungaray, psicoanalista y supervisora de la Unidad de Violencia Familiar del Hospital Elizalde.
Las madres suelen ser mujeres jóvenes que no se separan de sus hijos ni acceden a que alguien más los cuide. Y siempre están dispuestas a que al niño le hagan pruebas, tratamientos y operaciones. En todo caso, no existe precisión ni en las causas de la enfermedad ni en el perfil de las cuidadoras, si bien se sabe que han sufrido maltratos o vienen de historias de carencias muy importantes en la infancia que las hacen repetir o  crear un vínculo patológico. Irungaray declara que «no se puede hablar de un perfil específico. Lo más cercano son mujeres que presentan patología psiquiátrica, con un aspecto psicótico, desconectado de la realidad, que hace que utilicen al niño como una forma de expresión de su patología».

Patrones y señales
María Inés Pereyra, pediatra del Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez e integrante del Comité de Niños en Riesgo de dicho centro de salud, comenta al respecto: «Es gente que no se ve tan claramente que tiene un trastorno mental. La madre no cacarea y dice que es una gallina. Es una persona que puede dar cuenta de un análisis. Eso confunde mucho. Parece competente».  Muchas de estas mujeres, incluso, han cuidado enfermos o se han entrenando en el área de la salud.
En países anglosajones, cámaras instaladas en las salas de internación han permitido comprobar o descartar la sospecha de Munchausen por poder. A fines de los 90, en el hospital pediátrico Children’s Health Care de Scottish Rite, Atlanta (EE.UU.), alertado por los repetidos ingresos de pacientes de 2 a 3 años de edad con inexplicables enfermedades crónicas a las que los médicos no encontraban respuesta, el doctor David Hall, director del recinto, decidió instalar cámaras ocultas en 41 habitaciones con casos sospechosos; entre ellos, los de niños que padecían infecciones que, por meses, resistieron a cualquier tratamiento. Las imágenes revelaron que la causa era el orín que sus madres les inyectaban a través de los catéteres intravenosos por los que les administraban los medicamentos. Así fueron descubiertas 23 mujeres que provocaban enfermedades a sus hijos.
Javier Indart, pediatra y jefe de la Unidad de Violencia Familiar del Hospital Pedro de Elizalde, dice que allí tuvieron unos 25 casos en los últimos 10 años, 8 de ellos en los últimos 2.
Aceptar que se está frente a madres de este tipo no es algo fácil. Tampoco, llegar a un diagnóstico. «Si decimos que el maltrato infantil, en general, es la punta de un iceberg, que se detecta sólo el 10%, el Munchausen se detecta muchísimo menos, por dos situaciones básicas. Primero, porque los profesionales estamos formados para creer en la palabra del padre o de la madre: nos resulta totalmente loco pensar que una madre nos está mintiendo o nos está engañando. Y, segundo, porque si no buscamos las causas de un problema, podemos ser acusados de negligentes… Esa combinación hace que el actor involuntario tengamos que ser nosotros, porque la madre utiliza muchos datos que uno le da para una construcción», manifiesta Indart.
El patrón básico, según describe la pediatra Pereyra, sería «la no coincidencia entre la sintomatología que plantea el adulto que trae al niño con los hallazgos clínicos en la búsqueda de dar cuenta de esa patología. La mamá fabrica un síntoma. El niño es sometido a distintos estudios. Ahí está el maltrato. Hay que ponerle anestesia general para hacerle una tomografía; estudios cada vez más intrusivos para llegar a un diagnóstico que no está. Y tratamiento de cosas que tampoco existen», subraya.
Entre las señales de alarma, los especialistas mencionan: que la aparición de un síntoma no sea comprobable, que si se da una medicación, no haya respuesta, que en caso de intoxicación, aparezcan los síntomas cuando el niño está en contacto aisladamente con el cuidador y que estos remitan si se retira. También, la multiplicidad de consultas a distintos centros médicos y que haya  hermanos con una enfermedad rara o alguno que haya sufrido muerte súbita.

Un problema extra-médico
La sospecha de un médico o el rechazo a continuar con los estudios pueden hacer que una madre quiera llevar al niño a otro lugar. En general, son madres que alientan a los médicos a hacer indagaciones, pero se tornan hostiles al verse acorraladas. «Es un trabajo muy difícil, porque en la mamá no hay posibilidades de reconocimiento de esto. Hace falta intervención extra-médica, judicial», sostiene Gustavo Finbarv, psiquiatra, psicoanalista infantil y jefe de Unidad de Salud Mental del HNRG, donde han visto un caso por mes durante este año.
«Son casos muy complejos. No hay una gran tradición en trabajar con ellos, porque no es de las formas de maltrato más conocidas», complementa Luz Palmas Saldúa, abogada del Comité de Niños en Riesgo del hospital. De hecho, las consultas más frecuentes que atienden en el Gutiérrez son traumatismos y hematomas. «Últimamente, hemos visto intoxicaciones de niños por familiares adictos, en las que, por ejemplo, el chico tiene acceso a inhalación pasiva de marihuana, o caídas de altura por falta de protección en balcones. El Munchausen es mucho más sutil», expresa Finvarb. «Lo importante –añade Palmas Saldúa– es que implica una vulneración de los derechos de un niño; entonces, tiene que haber una devolución médica interdisciplinaria, acompañada de un equipo de intervención de derechos, como son las defensorías de protección de derecho de la ciudad o los servicios de protección de la provincia de Buenos Aires o del lugar donde vive el niño».
Ante una sospecha, el niño es apartado de la madre. En el caso del bebito de cuatro meses que sufrió sofocaciones en el Elizalde, fueron tres semanas. Entonces, los ahogos, que se producían a diario, cesaron en ausencia de la madre. «Como equipo, la obligación es que al chico no le vuelva a pasar lo mismo. Intervino el Consejo de Derechos de Niños y Adolescentes, y el nene fue a vivir con la abuela. Su hermano, que tenía 18 meses, también. A él no lo habíamos tratado nosotros, pero tenía enfermedades neurológicas. La madre hablaba de un retraso madurativo, que no era tal», cuenta Indart.
A veces, cuando un bebé crece, la madre lo deja y toma al que le sigue, como en este caso. Si bien se cree que ésta elige a un hijo en particular, hay antecedentes, alrededor de un 6% a un 15%, de que pueden estar afectados varios hermanos.
Los especialistas insisten en la importancia de la detección precoz. «Cuanto menor es la edad del niño, con mayor razón se requiere internación y trabajo interdisciplinario, porque si esto no es detectado a tiempo entran en la patología vincular», recalca Finvarb. Esto  significa que cuando crecen pueden hacer un Munchausen (caer en la autofabricación de síntomas o en la autoagresión). «A los 10 años, en lugar de hablar, por ejemplo, la madre consulta por dolor y él lo amplifica, hace convulsiones, y el electro arroja que no hay una descarga eléctrica como en el caso de convulsiones reales», ilustra el médico.
Las motivaciones de estas mamás pueden ir desde llamar la atención del personal médico o ser reconocidas como buenas madres hasta tener a alguien que siempre necesite de ellas (su hijo). La psicóloga Irungaray explica que en el Munchausen por poder no hay una intencionalidad asesina, sino de mantener a un hijo enfermo, aunque, en algunos casos, puedan terminar provocándole severos daños.

Francia Fernández