Vivir en la colina

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En Mora, Dalarna, vivía una mujer a quien se conocía como la Colina. En un pequeño bolsillo ubicado junto a su pecho izquierdo, habitaba el pintor Zorn. Pintaba unos cuadros minúsculos, diminutas acuarelas. También acostumbraba a grabar unas imágenes aún más pequeñas sobre chapas de cobre. Se sentía feliz al pintar aguas inquietas, la luz del sol y verdes apasionados, así como cuando grababa niños y despreocupadas mujeres que sólo pertenecían al agua y al verde. Hacía calor allí, entre los pliegues de piel dónde vivía, y en ocasiones secaba el sudor de las suaves paredes con trapos enormes y multicolores.
Un día, la Colina murió debido a una falla cardíaca. Siempre es lamentable que una exuberancia tan floreciente y un calor tan protector sean perecederos. Con los últimos y horribles golpes de su corazón, la mujer arrojó a Zorn al mundo.
Y Zorn encontró que todo cuanto le rodeaba, superficies de metal, ladrillo y cemento, todos los chirridos, los gritos fríos y resonantes, formaban parte, en pocas palabras, de una locura gótica.
Pero el mundo descubrió que él pintaba y grababa cosas mucho más hermosas de lo que nadie había imaginado hasta aquel día, y que había aprendido a hacerlo bajo el seno de la Colina. Pudo pintar retratos del rey y la reina, y a muchos directores de banco y presidentes de los Estados Unidos.
Fue el príncipe de los Maestros. Ganó fortunas incalculables. Pero extrañaba su hogar. Hogar.
Y pintó las estrellas sobre el bosque y el Mediterráneo, los mercados, el puerto de Hamburgo y gente corriente. Todo lo pintaba con el dolor del desarraigo revoloteando dentro suyo. A veces pintaba también su propia imagen con los ojos llenos de negras lamentaciones.
Hogar, un espacio para el apetito de su corazón. Un albergue carnal.
En ocasiones, se entregaba a la bebida. Bebía whisky, brandy, absenta y oporto en mezclas sorprendentes y repugnantes. Bebía en tales cantidades que el alcohol iba abriendo heridas sangrientas en su rostro, pero no lograba ayudarle a encontrar el camino a casa.
Y buscó a las mujeres de Dalarna, mujeres relucientes, bien nutridas y bellas, con cintas rojas en el cabello. Se sentaba a observarlas mientras sentía cómo gruesas lágrimas corrían lentamente por sus mejillas. Algunas mujeres le cantaban. Entonaban antiguas canciones de arrullo, de amor y tristes poemas, y entonces él rompía a llorar con más fuerza. Cuánto más hermosamente sonreían y canturreaban, más atroz y cruel resultaba su hambre nostálgica.
Al fin, en la cima de la desesperación, intentó pintar una nueva Colina. Crearía a la Colina nuevamente, a aquella que fue su patria y morada.
Pintó sobre telas flexibles y suaves como la piel humana, Colinas desnudas que se bañaban en lagos interiores, que se desvestían para la noche o tañían pequeñas guitarras, que desinhibidas y, sin embargo, tímidamente, abrían sus albornoces y se exhibían. Colinas que se calentaban ante una estufa de loza, aunque ellas eran más ardientes de lo que ninguna loza podría llegar a serlo jamás: el rojo de sus pieles parecía surgir de lo más profundo de sí mismas.
Eran de extremidades fuertes y suaves, de vientres grandiosos y arqueados; sus pechos eran poderosos y los hombros cargaban sobre sí el peso de la bóveda celestial. Resplandecientes capas de carne aumentaban sus caderas colmando los estómagos, de modo tal que semejaban estar torneadas por un alfarero. Sí, casi todas las mujeres parecían estar encintas.
No obstante, poco importaba cuánto Zorn luchara, lo grande que fuesen sus telas ni la pureza o aplicaciones que hiciera a sus cuatro colores –su cofre contenía únicamente cuatro tubos gigantescos–; tampoco significaba mucho la energía con que arrojaba cada pincelada: las Colinas nunca resultaban como la Colina.
No ayudaba que las pintase desde dentro o fuera, que comenzara con el esqueleto de madera al que iba recubriendo primero con entrañas y a las que luego vestía con carne, que ligaba a tendones, nervios y cartílagos, que posteriormente cubría con una grasa rosada, transparente y flexible hasta lograr una piel recorrida por ardientes vasos sanguíneos. No podía imaginarse crear allí un espacio para sí mismo.
Las Colinas resultaban perfectas, completas, y aún así insuficientes.
A menudo, pasado un tiempo, presa de la ira y la desilusión, el pintor destruía sus criaturas. O quizás, albergando una esperanza vana, pensaba que a pesar de todo podía crear un pequeño bolsillo en el cual poder acurrucarse.
Jamás traicionó su sueño: siguió su búsqueda perseverante y permanente de nuevas Colinas que reproducir. La Colina original volvió a la vida en él. Tuvo un útero y un cuarto de trabajo en el pliegue bajo el pecho izquierdo, nuevos tubos de pintura y telas; a diario, grandes cajas con marcos eran depositados ante su casa. Un maestro nunca se entrega.
Así fue como envejeció. La vejez le llegó mientras aún se encontraba en sus mejores años, pero incluso durante su breve senectud siguió pintando sin fatigas. Hombres de fortuna se mostraron dispuestos a pagar lo que fuese por sus Colinas. Para ellos eran perfectas, y todo lo que deseaban era verlas colgando en sus paredes.
Pronto le llegó su última hora. Un viejo médico, que cuando niño visitó la casa donde se albergan la vida y la muerte, acudió en su ayuda. El rostro de Zorn estaba oscurecido por la angustia. Su mirada erraba asustada y perdida buscando a la Colina.
El médico, de cabellos plateados e inflamadas mejillas varicosas, comprendió de inmediato lo que sucedía. Había visto la misma escena miles de veces: hombres aplastados por el recuerdo de una tierra perdida o la desolación de una infancia definitivamente aniquilada. Una axila, una corva, una ingle o el hoyo del ombligo. Tomó a Zorn y lo sacó de la cama. Luego lo giró hacia la enfermera más próxima, la mejor, una mujer grande y cálida. Con rapidez y habilidad abrió tres botones de su blusa. Su mano eficaz introdujo la lengua de Zorn en el pecho izquierdo y le preparó allí un cuarto en el que poder vivir.
Así desapareció Zorn del mundo.
Cuando miremos en torno nuestro, cuando encontremos mujeres que parecen portadoras de un gran secreto, hemos de saber que en alguna de ellas, no importa cuál, quizá en todas, Zorn está sentado en un bolsillo bajo su pecho izquierdo, pintando y grabando. Verdes apasionados, aguas inquietas y un cielo sin final.
—Christian Kupchik es poeta y narrador, autor de siete títulos, además de traductor y editor. Ha vivido en París, Barcelona, Estocolmo –donde cursó estudios de Filología Nórdica–, Montevideo y actualmente en Buenos Aires, su ciudad natal. Se ha especializado en el campo de la literatura de viajes; dentro de dicha actividad, es co-director de la revista Siwa y del Centro de Estudios en Literaturas Geográficas (CELG).

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