Vivir en la ficción

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La actriz repasa los puntos salientes de su trayectoria, en la que se destacan películas como Breve cielo y La tregua. Dirigida por José María Muscari, disfruta de su presente teatral con Atracción fatal. La importancia relativa de los premios, la falta de dinero y la angustia existencial.

Ana María vive en el planeta Picchio. No está en la Tierra. Ella es un ser extraordinario y no se da cuenta de que la gente la ama». El autor y director José María Muscari define así a la actriz, a quien dirige en Atracción fatal, la pieza –basada en la inolvidable película protagonizada por Michael Douglas y Glenn Close– que se estrenó a fines de septiembre en el MultiTabarís y, por su buen andar, seguirá todo el verano en la cartelera teatral porteña.
A Muscari y Picchio los unían desencuentros que, finalmente, se pudieron destrabar con esta obra, que también protagonizan Sofía Gala Castiglione, Pablo Rago, Esther Goris y Laura Novoa. Picchio es la más destacada de un sólido elenco y la responsable de generar carcajadas en una historia de suspenso.
«El teatro de José María lo conozco desde 2004, creo que con la obra Mujeres de carne podrida», recuerda la intérprete. «A partir de entonces me propuso estar en cuatro de sus espectáculos, pero lamentablemente no podía, porque siempre coincidía con que estaba en otro proyecto. Hasta que en 2014 me contactó, le dije que estaba disponible y me dio un papel que me dejó atónita: una madre alcohólica. Yo nunca había bebido alcohol, por lo que no tenía la menor idea de cómo interpretarla. Le respondí que no me animaba, él insistió, yo me mantuve firme y aceptó mi posición», explica. El papel lo terminó haciendo, maravillosamente, Cecilia Rossetto, en El secreto de la vida.
«Siempre me cautivó su estilo rupturista y transgresor, sobre todo para alguien como yo, de otra edad, más clásica a la hora de abordar el teatro», dice. Su deseo de trabajar con el director se hizo realidad con Atracción fatal. «Fiel a nuestros desencuentros, cuando me llamó Muscari, yo estaba apalabrada con el Teatro San Martín para hacer la pieza La reunificación de las dos Coreas, dirigida por Helena Tritek, en la que iba a interpretar a una mujer con Alzheimer. Ya me había estudiado todo el personaje, pero paralelamente Muscari me mandó el texto de Atracción fatal y me encantó».
–¿Y cómo hiciste para resolver la disyuntiva?
–¡Otra vez pasaba lo mismo! Me fui al San Martín y pedí permiso para que me dejaran hacer las dos obras: sentía que iba a poder, porque no iban a hacerse en simultáneo, pero el estreno de una coincidía con los ensayos de la otra. Las autoridades del teatro aceptaron, pero Helena, la directora, no lo tomó a bien. Se generó cierta tensión, algún cortocircuito y fui reemplazada por otra actriz.
–¿Qué sensación te quedó?
–Amarga, porque más allá de que dos trabajos me venían muy bien en lo económico, encarnar a una mujer con Alzheimer resultaba un gran desafío. Y yo me fui metiendo de a poco en ese personaje, estaba muy cebada, pero reconozco que también me tenté con la propuesta de José María y sentía que lo podía hacer.
–Te engolosinaste.
–No, viejo, yo quería hacer las dos obras. ¿Qué tiene de malo? Creo que faltó sentido común.
–¿Cómo quedó tu vínculo con Tritek?
–Me duele que haya quedado resentida nuestra relación. Ella está ofendida, después de aquella discusión no hablamos más. Yo la llamé pero nada, me clavó el visto.
–A la distancia, ¿creés que elegiste bien?
–Sin duda. En Atracción fatal estamos muy contentos, la obra está llevando más gente y nos confirmaron la continuidad para el verano. Pero no dejo de sentirme renga, porque me quedé con las ganas de ser parte de La reunificación de las dos Coreas.
–¿Cómo es Muscari como jefe de grupo?
–Un tipo distinto a todos, aprendí a quererlo muy rápidamente. Y yo he tenido a los más grandes dirigiéndome: desde Leopoldo Torre Nilson, pasando por David Kohon, Lautaro Murúa, hasta Sergio Renán, Pino Solanas, Jacobo Langsner. Pero Muscari tiene una intensidad y una prepotencia de trabajo que nunca vi en nadie. En nadie.
–Parece de carácter tranquilo.
–Una vez llegué a un ensayo con unas galletitas y las repartí entre el elenco. Al toque escucho: «¡Picchio, vení!». Me dijo que suspenda «la hora de las galletitas» y que no lo haga más. Me lo dijo bien, pero serio. Yo me quedé medio dura, pero rápidamente entendí que José María no quería que nadie se fuera del foco. Las galletitas implicaban mate, charla y chusmerío andá a saber hasta cuándo.
–¿Te sorprendió esa actitud?
–Sí, pero para bien. Muscari es un chico que no para nunca de trabajar y tiene muy claro para dónde quiere ir. Es ideal para actrices como yo, que podemos ser muy dispersas. Eso sí: me gustaría saber un poco de la vida de quienes integran el elenco, pero no puedo, nos tiene cortitos.

Carrera en perspectiva
Mientras Ana María almuerza un filet de merluza con papas, la gente que entra y sale del bar la observa esperando una mirada que ella devuelve con dulzura en cada ocasión. «Me siento querida y respetada por el público: hace casi medio siglo que siento su apoyo. De alguna manera tranquiliza no haber pasado desapercibida en un trabajo que implica la mirada del otro. Parece fácil del otro lado, pero construir una trayectoria es complejo», reflexiona.
–¿Qué sería una trayectoria?
–Es una confirmación, la trayectoria no es solo de uno, sino que se edifica con todos los que te rodean, con los maestros, con los directores, con los compañeros, con la familia, con el país. Se hace con todo porque vos podés ser una persona muy talentosa y con muchas condiciones, pero si alguien no te pone, no te muestra, ¿cómo llegás?
–Como en el deporte, si el técnico no te pone, no hay manera de hacerse notar.
–Claro, si estás siempre en el banco de suplentes, ¿quién te va a convocar? Yo estaba en el conservatorio cuando me llamó David Kohon, me hizo una prueba y me dio un tremendo papel en Breve cielo. ¡Nunca había trabajado en nada! Y tuve el don, la suerte de cruzarme con Kohon, que me enseñó a hacer cine, a pararme delante de una cámara, a no distraerme y a confiar en mí.


–Qué comienzo tuviste, con esa película que te dio un premio superlativo.
–Tuve mucha fortuna porque, primero, me tocaron grandes docentes en el Conservatorio. Y,  luego, tuve mi bautismo en cine con un realizador enorme, que terminó siendo un trampolín para todo lo que vino después.
–Breve cielo llegó al Festival de Moscú en 1970, donde estuviste nominada como mejor actriz.
–Nada menos que integrando una terna con Sophia Loren y Shirley MacLaine. ¡Y gané el premio yo!
–¿Qué significó esa estatuilla?
–En lo personal, una satisfacción inmensa. En lo profesional, poco, porque no viajé a Moscú, era una época difícil, con Onganía en el poder. De haber viajado habría quedado marcada para toda la vida y tildada de comunista, lo que te dejaba afuera de todo. Y algo así me pasó, me freezaron un tiempo. Pero hoy, a la distancia, son de esos pergaminos imborrables.
–Fuiste uno de los pilares de La tregua, de Sergio Renán. La candidatura al Oscar llegó en medio de un momento oscuro del país.
–Me río por no llorar. Era una época muy difícil. Al poco tiempo del estreno, en agosto de 1974, salieron las listas negras, con todo lo que eso significaba. Estábamos orgullosos de La tregua, pero a la vez muertos de miedo. Ese mismo año salió la nominación al Oscar, que se entregó en 1975 y nos invitaron, pero yo decidí no ir.
–¿Miedo?
–Mucho. Pensaba: «¿Y si me voy y después no puedo entrar?». Ya habíamos visto que Héctor Alterio se había ido al festival de San Sebastián en septiembre de 1974 y no había podido regresar, después de enterarse de que su nombre estaba en las listas. Eso nos marcó a todos.
–Tendría que haber sido una fiesta.
–¡Qué fiesta! La pasamos como el culo. De verdad. Hasta pensábamos que era mejor no ganas el Oscar… La verdad es que disfrutamos poco, sentíamos una mezcla de bronca, dolor y temor. Pero haber llegado al Oscar con una película por la que nos pagaron dos pesos fue una epopeya.
–En la terna estaba Fellini con Amarcord.
–¡Lógico! ¿Qué chance podíamos tener? Amarcord era una bellísima película, pero nosotros estábamos en otra sintonía por todo lo que estaba pasando. Por suerte, más vale tarde que nunca, pudimos celebrar antes de la partida de Sergio Renán, cuando en 2015 se remasterizó La tregua al cumplirse 40 años de su estreno. Muchos no nos veíamos desde entonces. Fue un regalo, una merecida recompensa después de tanta amargura.
–¿Te angustia el oficio?    
–Por momentos. Hay papeles que realmente te presionan, te agobian y te poseen, sobre todo cuando no los tenés registrados. Entonces prefiero decir que no a tener que tomar una pastilla para bajar los decibeles y poder dormir porque te persigue la sombra de un personaje.
–¿Se termina de dominar a todo lo que rodea a la actuación?
–No, aunque debo reconocer que estoy más serena. Pero no ser tenida en cuenta me sigue perturbando. O que te ningunee un director es todavía peor. A mí me gusta estar en boca de quienes tienen que guiarte e indicarte. Me gusta sentir la mirada del director, necesito que no me saque la mirada de encima. Me da seguridad, aunque sé que a muchos ese seguimiento les produce claustrofobia.
–¿Qué otros proyectos tenés en mente?
–Salvo raras excepciones, mi cualidad no es trabajar demasiado, no cultivo esa característica, más bien soy bastante fiaca. Igual escucho ofertas, pero me tomo mis tiempos. Ahora tengo que grabar una serie titulada Grisel, protagonizada por Natalia Oreiro.
–¿De qué va la historia?
–Está ambientada en los años 20 y se cuenta la vida de una mujer que fue criada en un cabaret, que sueña con convertirse en cantante. Mafia, malevos, un asesinato, un amor violento. Misterio, suspenso, drama y pasión: todo junto.
–¿Y tu personaje?
–Es la mamá de Grisel, que regentea un prostíbulo. Es una madama que cuida mucho a sus mujeres y tiene devoción por su hija. Me encanta el personaje –penumbrosa, fumadora, audaz y cojonuda, de vida licenciosa–, porque me significará un desafío y, a esta altura de la vida, un desafío es halagador.
–Decías que trabajar mucho no es tu cualidad, ¿pero qué te produce su falta?
–Cuando no trabajo la cabeza no se detiene, se torna ingobernable y se empecina en buscar problemas. Por suerte no padecí la falta de trabajo por largos períodos. El tema es que ahora estoy atravesando un problema que no había tenido antes, que es la falta de plata, como les pasa a millones de argentinos. Yo tengo trabajo, pero no me alcanza para vivir. Y es la primera vez en mi vida que sufro algo así.
–¿A qué te referís?
–A que dejo de comprar comida porque los precios son imposibles. ¡Cómo puede ser que te cobren 50 pesos por un alcaucil! Estamos todos locos. Pero no quiero embalarme ni meterme en cuestiones políticas. Igual quiero que se sepa que los actores, por más trabajo que tengamos, sufrimos como la mayoría de la gente. Por suerte el teatro hace que descanse mi angustia.
–¿Qué angustia, la económica?
–La de entender la vida. No la entiendo, te juro, es tan injusta.
–¿Y qué efecto produce el teatro?
–Vivir en la ficción. El estar en un escenario me anestesia, me permite evadirme de la realidad, que es tan dura. Y creo que haber estado la mayor parte de mi vida en la piel de otra persona me salvó. No sé qué habría sido de mí de haberme dedicado a otro oficio, más real.
–¿Ganás bien en Atracción fatal?
–No tengo un sueldo, gano de acuerdo con la cantidad de gente que vaya: voy a porcentaje. Es bravo el tema, muy bravo.
–Si repasás todos tus trabajos, ¿qué idea se te viene a la cabeza?
–Que me puedo morir tranquila. Yo estuve en los mejores programas de televisión, en tiempos de la mejor televisión argentina: Nosotros y los miedos, Compromiso, Zona de riesgo, Alta comedia, ciclos que nunca más se hicieron.
–¿Y cómo ves a la tele actual?
–La tele abierta hace lo que puede para subsistir: es de medio pelo pero, pobrecita, no puedo tirarme en contra porque la necesito.

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