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Historias de una comunidad donde todo se recicla y se construyen hogares de piedra y arcilla, con bajo impacto ambiental. Huertas, permacultura y rituales colectivos en un viaje de regreso a los orígenes.

 

Hecho a mano. Trabajo comunitario para levantar viviendas con materiales naturales y reciclados en la sierra cordobesa.

Huele a incienso. Paredes de barro con botellas de vidrio incrustadas. Mochilas en el suelo, quién sabe con cuántas rutas a cuesta. Una biblioteca, la huerta, algunas carpas. Adrián Tato Palma recibe al cronista en Giramundos, su casa, que hace las veces de camping y hostel. El mapa indica: San Marcos Sierras, noroeste de Córdoba. Área serrana. Las referencias turísticas hablan de un destino ecológico, ambiental, zona donde se practica la permacultura –cultura permanente y sostenible–.
–¿Qué de todo eso es cierto?
–Acá reciclamos todas las cosas. Hace un año y medio que vivimos 20 personas y no llenamos un tacho de basura. Desde una colilla de cigarrillos hasta una bolsa, todo se reutiliza; se pisa la basura, se hacen ladrillos ecológicos, y se arman paredes recicladas.
Llantas de bicicleta se ven calzadas como marco de ventana, zapatillas que decoran un techo o bolsas devenidas en cortina. Todo armoniza. «En la ciudad esto parece imposible», se prende Federico Civit (32), diseñador gráfico, de Buenos Aires. Se sentía «responsable de inducir a vender productos que finalmente son descartados». Su visita a Giramundos, entre otras búsquedas, sirve para constatar «que la gente puede reciclar ese objeto y su empaque y darle utilidad».
Hace cinco años que Tato se plantó en las sierras, junto con su compañera Noemí Courilleau (32), francesa. «No sabíamos ni pegar un ladrillo», dice el hombre. Conoció otras experiencias de construcción en barro y no dudó en montar su propio hogar de bajo impacto ambiental. «Hicimos un pozo, pudrimos la tierra con bosta durante un mes, y eso queda como un cemento: son los ranchos como se hacían antes». Algunos de los materiales utilizados: madera, piedra, arcilla y jarilla.
Giramundos sirve como sitio de divulgación y aprendizaje. Cada mano viajera que pasó por esta morada aportó a construir el rancho de adobe, relleno de plástico y vidrio, que hoy es centro cultural; a sembrar la huerta orgánica; o a instalar las letrinas (baños secos) que funcionan a base de aserrín en vez de agua. Un punto saliente es el techo vivo: una pequeña muestra de monte que emerge desde lo alto de la casa de Tato, «una forma de recuperar lo que uno desmonta cuando construye», apunta.
La construcción trasciende lo material. «Hacemos la minga –del quichua minka– que es una movida ancestral: todos vamos a la casa de uno, ayudamos a levantar las paredes, y mañana a otra casa, y así ya hicimos cinco en la zona». Además de cooperar con el ambiente, este tipo de construcciones «son muy sanas», dice Tato y esboza una sonrisa. «Es que trabajar así, que muchas manitos ayuden a levantar tu casa, te hace re bien».
Unos tres kilómetros hacia el sur del casco céntrico de San Marcos, camino al río Quilpo, surge un sendero a mano izquierda, abrazado por el espinoso bosque. De un momento a otro la tupida vegetación cede ante unas 50 personas que pisan barro descalzas, emplazan columnas de madera y como niños amasan paredes arcillosas.
Me Río en el Monte, llaman a este espacio, futura escuela libre. «Buscamos no reproducir programas del mundo actual sino que el niño se dedique a jugar», explica Pablo Blanco (38), piel curtida, voz que irradia una calma extrema. Aquí cualquier persona puede acercarse para aprender a «construir con elementos naturales, recolectar plantas medicinales o traer su niña o niño a jugar con arcilla».
Victoria Morando (43) hace sonar un tambor udú –una especie de vasija con dos orificios para golpear–, fabricado por sus propias manos. Esta alfarera acompaña la construcción de la escuela con su música, parte de un ritual colectivo, un «evento especial». Instalada desde hace 12 años en la sierra, Victoria apuesta por «ir cada vez más hacia el origen, a lo más simple». Y traduce: «Vivo dentro del monte, sin luz, en una casita de barro. Y para trabajar la alfarería creo herramientas con madera, caña, piedras». «Todo esto lo quiero trasmitir», cuenta en un tono cada vez más bajo, casi un susurro.

 

Un nuevo vivir
La permacultura es un sistema de diseño de ambientes humanos, a partir de conocer las funciones de la naturaleza y aprovecharlas, surgido en Australia en los años 70. El colectivo de Me Río en el Monte toma elementos de esta disciplina, y va más allá. Cuenta Ramiro Rama Flores (33) que apuestan a «conectarse profundamente con el espacio para entenderlo no desde la cabeza, la teoría, sino desde la intuición». Rama dirige el armado de la escuela. Aquí se aprende pero sin metas, «no hay un objetivo a determinado plazo», sólo se busca tener «una experiencia de conexión con el barro, un elemento simbólico de unión». «Muchas culturas antiguas hablan del barro como la base de la humanidad», remarca.
¿Por qué este tipo de experiencias se funden en San Marcos? Varias respuestas: que es un sitio históricamente cosmopolita y de mentes abiertas; que la energía del cerro Uritorco –situado a 20 kilómetros– invita a otras formas de vida; que la cultura de los comechingones ha dejado una huella a seguir, entre otras tantas posibilidades. Lo cierto es que miles de viajeros llegan cada año a esta tierra en busca de «una nueva conciencia, un nuevo vivir, frente a otro mundo que ya colapsó», dice –con la vista en el horizonte– Pablo Blanco.

—Texto y foto: Leonardo Rossi

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