Vueltas en el aire

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Talleres, escuelas y hasta carreras universitarias relacionadas con el circo convocan cada vez a más estudiantes con propuestas que recrean tradiciones artísticas de largo arraigo en el país. Los pioneros, los clásicos y los nuevos exponentes.


(Julieta Dorin)

Desde sus lejanos orígenes históricos hasta las actuales escuelas que convocan a multitudes de chicos y grandes, las disciplinas circenses, con algunos períodos de gloria y otros de mera superviviencia, han atravesado transformaciones en todos los órdenes. Las técnicas, los estilos y las propuestas –hoy en muchos países se prohíbe el uso de animales– experimentaron notables cambios. Y sobre todo, la manera en la que se forman los artistas, que hoy en día es bien distinta
Desde hace unos años se ha multiplicado en todo el país la variada oferta de espacios de enseñanza de estas disciplinas. En 2009, la Universidad Nacional de Tres de Febrero comenzó a dictar la carrera de Artes del Circo, de tres años y medio de duración, que incluye materias como acrobacia, danza, malabares, biomecánica, anatomía funcional y gestión comercial. En tanto, en la Universidad Nacional de San Martín, la licenciatura en Artes Escénicas tiene orientaciones en teatro de títeres, danza y circo. Pero no siempre fue así. Hasta la creación de las escuelas de circo, este oficio se transmitía por tradición, de padres a hijos, porque las familias enteras de artistas se trasladaban de un pueblo a otro.
Orgullosos de su estirpe, los hermanos Jorge y Oscar Videla, hijos y nietos de artistas de circo, saben de qué se trata. En 1870 y con tan solo 13 años, su abuelo, Simón Luis Videla, se unió a una compañía para escapar de la tiranía de su padre. Pronto se convirtió en «Tony Panchito», un payaso acróbata que se destacó con una rutina de anillas romanas y trabajó en el circo de los Podestá (ver recuadro). «Mi padre, mis tíos y nosotros dos, todos nacimos en el circo. Hicimos la primaria de pueblo en pueblo. Donde llegábamos nos anotaban en la escuela. Nunca nos aburríamos porque siempre había algo distinto», recuerda Jorge. A los 4 años, vestidos de payasitos, salieron a la pista y tuvieron su bautismo artístico. A los 6 se subían al trapecio y a los 9 hacían un truco aéreo llamado el paso de la muerte, a ocho metros de altura. Cuando cumplieron los 10, ya eran grandes malabaristas. Más tarde trabajaron en el circo de José Marrone y en el teatro de revistas –como acróbatas y bailarines– junto con Alberto Olmedo y Tita Merello, entre otros.
 En los 80, crisis económica mediante, los Videla pensaron que debían hacer algo para mantener vivo el arte al que le habían dedicado tantos años. «A nuestro país –dice Oscar– venía la escuela rusa con el circo de Moscú, venía la escuela China con su circo y nosotros sabíamos que los argentinos también tenemos una tradición en circo distinta a todas las demás, con una forma de trabajar y un estilo propios». Con ese envión, en 1982 abrieron la Escuela de Circo Criollo, la primera del país y la segunda en toda América Latina –en Cuba ya existía una institución de este tipo–. «Educamos alumnos porque queremos transmitir nuestro arte para que perdure, para que no se corte esa cadena que nos unió», dicen.
Querían ser un semillero y sí que lo lograron. Por la escuela de los hermanos Videla, ubicada en el barrio de Monserrat de la Ciudad de Buenos Aires, pasaron miles de alumnos de todas partes del mundo. El mimo, bailarín y acróbata Joaquín Baldín fue uno de esos tantos, y ahora forma parte del equipo de profesores. «La Escuela de Circo Criollo es fundacional, es como el embrión, de acá salimos todos. Con las técnicas que aprendí aquí yo pude vivir diez años en Europa y en América Latina participando en compañías, espectáculos y dando clases. Jorge y Oscar son un poco los fundadores morales de lo que es la universidad del circo en nuestro país porque ellos formaron a los que después la pusieron en marcha», explica Baldín.


(Julieta Dorin)

Miranda Sala también recuerda su paso por esa escuela pionera. Desde chica siempre se había interesado por la gimnasia artística. Pero, a los 23, se subió por primera vez a un trapecio y nunca más lo dejó. En el Circódromo, el espacio cultural que abrió junto a Marcela Coll hace siete años, se dictan clases de cuerda indiana, cuerda lisa, acrobacia de piso, elongación, palo chino, parada de manos, actuación, danza aérea, aro, trapecio y telas, la disciplina más nueva y también una de las más convocantes de todas las artes del circo. Bianca tiene 10 años, es alumna del Circódromo y le encantan los miércoles. «Espero que llegue ese día porque voy a las clases de tela, aro y “trape”. Es muy divertido y me sorprendo con las figuras que aprendí a hacer. La que más me gusta se llama arco sirena», cuenta. Un poco más allá, Javier Espeche prepara la clase de telas para adultos que dicta en esta escuela y confiesa que la sensación de estar en el aire es única. Para este biólogo de profesión, el mayor beneficio que le aportó a su vida la práctica de esta actividad es que le permitió salir de un ambiente muy estructurado y conocer otras cosas, otras formas de pensar.
De lunes a viernes, el Club de Trapecistas funciona como una escuela donde se enseñan, básicamente, técnicas aéreas (trapecio, tela y aro) para grandes y chicos. Los fines de semana, se transforma en una sala de teatro y se presentan, sobre todo, espectáculos circenses. Mariana Sánchez, su directora, asegura que siempre le gustó el aire, la sensación de volar, la altura, la adrenalina que trae el vértigo. En cuanto a la salud, Sánchez afirma que estas prácticas aportan numerosos beneficios. «Además de tonificar los músculos y entrenar para tener un cuerpo más saludable, el hecho de trepar, girar, invertir y tratar de superarse hace que en el ámbito de la realización personal y la autoestima también haya logros significativos».

Las razones del boom
«Mi papá siempre me motivó a que pruebe todo –gimnasia artística, pintura, música, natación, y circo– y después elija. Y elegí. A los 9 años empecé a tomar clases en la escuela La Arena de Gerardo Hochman y desde ese momento nunca más me fui del mundo del circo», recuerda Diana Sauval. Esta futura licenciada en Artes Escénicas con focalización en Artes Circenses de la UNSAM asegura que el entrenamiento de cualquiera de las disciplinas brinda mayor conciencia corporal, disponibilidad de movimiento, disociación, flexibilidad y memoria. A nivel emocional, una satisfacción en cada truco o movimiento y una sensación de libertad por lograr hacer cosas que antes parecían imposibles de llevar a cabo.
De alguna manera, con el paso del tiempo, el circo fue mutando, transformándose a sí mismo. Y ya no solo se asocia a la idea de una carpa gigante a rayas. Circo se hace en un teatro, en una plaza, en espectáculos de calle y en las concurridas escuelas. Esta explosión se fundamenta en más de una razón. Entre los más chicos, espectáculos como los que presenta El Cirque du Soleil motivan a más de uno. «Cuando los niños ven esas piruetas, saltos y vuelos se dan cuenta de que no es necesario ser un superhéroe porque lo están haciendo personas de carne y hueso. Entonces, por qué no intentarlo», sostiene Sauval. Por su parte, Baldín suma otra explicación. «El circo es sano, nuclea acciones solidarias, unifica, genera la ayuda entre iguales. El circo no discrimina, atrae, contiene y llega a donde otras artes no llegan. Por eso las generaciones nuevas buscan un lugar así donde poder expresarse».
Señoras y señores. Niños y niñas… pasen y vean.

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