Referente ineludible de la crónica policial argentina, el periodista se adentra por primera vez en la ficción con un libro que remite a un famoso caso real. Contrastes y conexiones entre la prensa gráfica y la literatura. La historia reciente del país como materia prima de la escritura.
24 de agosto de 2016
Libros como La Bonaerense, La secta del gatillo e Historias a pura sangre, y una amplia trayectoria a través de diversos diarios y revistas, convirtieron a Ricardo Ragendorfer en una referencia de peso en el periodismo nacional. No solo por el alcance de sus crónicas, que abrieron nuevas líneas en la investigación de fenómenos criminales, sino también por su permanente reflexión sobre la trama que componen el funcionamiento de la ley y las modalidades del delito en la Argentina. Con frecuencia, según cuenta, le preguntaron por qué no escribía una ficción con tantas historias que lo ocupaban, y él mismo se interrogó al respecto; así, finalmente escribió La maldición de Salsipuedes, su primera novela, de reciente edición.
El crimen de Nora Dalmasso, ocurrido en Río Cuarto en noviembre de 2006, es el punto de partida de La maldición de Salsipuedes. Los protagonistas de la ficción tienen semejanzas visibles con los del suceso policial, pero en el transcurso de la novela se cruzan con otras circunstancias y personajes. En definitiva, dan lugar a una historia diferente, en la que cobran relieve la figura de Urtaín –un policía exonerado, a quien le toca investigar los hechos– y la apropiación de bienes de víctimas del terrorismo de Estado durante la última dictadura. Por ese lado, la ficción se toca con otras investigaciones recientes de Ragendorfer, como las realizadas para la serie de televisión Mujeres de lesa humanidad y para su flamante libro Los doblados – Las infiltraciones del Batallón 601 en la guerrilla argentina, presentado en su prólogo como «un relato verídico que explora la figura de la traición, tal vez el único tema que aún no ha sido debidamente abordado por la profusa bibliografía acerca de la última dictadura».
–¿Cómo llegaste desde el periodismo a escribir una novela?
–Fue, se podría decir, una oferta que no pude rechazar. Estábamos hablando de otro libro en la editorial, Ediciones B, y me ofrecieron escribir una ficción. La consigna era que estuviera inspirado –no basado– en un caso real. En ese sentido, el libro está inspirado en el crimen de Nora Dalmasso, lo cual fue un golpe de suerte, porque la salida coincidió con el reverdecer judicial del caso. Pero esa inspiración es simplemente un disparador para contar otra historia, absolutamente ficticia. Los personajes están puestos al servicio de la trama. Tienen desde luego una similitud con ciertos personajes de la vida real y no solamente del caso Dalmasso. No era mi propósito inicial, pero una vez concluido creo que el libro es una novela política sobre el comportamiento de la clase media alta argentina durante el menemismo y la dictadura militar.
–Hay coincidencias sorprendentes con la actualidad, por ejemplo cuando en la introducción de la novela se plantea la sospecha sobre el esposo de la víctima. ¿Por qué elegiste el caso Dalmasso como motivo de la ficción?
–Sí, hasta parece una operación de marketing al servicio del libro. Elegí el caso por dos razones. Una, porque periodísticamente no lo había laburado y eso me ofrecía un distanciamiento lo suficientemente eficaz, puesto que de otra forma mi apego a los detalles de la cobertura hubiesen malogrado el viaje a través de una ficción. Por otro lado, el caso no está esclarecido: a diez años no se sabe no solo quiénes fueron los autores, sino cómo ocurrieron los hechos. Eso me ofrecía la posibilidad de inventar una historia y que resultara verosímil.
–En uno de los diálogos, un policía dice que los detectives no existen en el mundo real.
–Porque el investigador de un crimen necesita la cuota de poder que dan las franquicias propias de la función policial, por ejemplo para hacer allanamientos e interrogar. En definitiva, entrar en el pasado, el presente y lamentablemente también en el futuro de los sospechosos. Es un problema que tenemos los periodistas. Cuando queremos hacer una entrevista, ante todo tenemos que rezar para que el entrevistado tenga la amabilidad de acceder, porque no tenemos poder de citarlo a indagatoria. En ese sentido, el de detective es un laburo imaginario, salvo para los que investigan adulterios, que actúan más de espías que de detectives.
–¿Cómo pensás la trama de lo político y lo policial, en la crónica y en la ficción?
–Toda novela negra es una novela política, pero si uno se propone a priori, como digo, escribir una novela sobre el papel de determinada clase social en determinada etapa de la historia argentina, tal vez no le salga porque direcciona los elementos del argumento en ese sentido y el relato termina siendo forzado. Mi objetivo inicial era simplemente explorar una historia ficticia. Eso también me sucede muchas veces cuando escribo textos periodísticos. Obviamente uno hace un plan de la nota o del libro que va a escribir, pero llegado un momento se produce un raro fenómeno que consiste en la inversión del fenómeno, es decir: lo que hacés te entra a dominar a vos y eso te lleva a determinado territorio que no tenías pensado. Por eso, recién concluida la novela puedo decir de qué trata. Ahora, lo único que tienen en común el periodismo y la ficción es el uso de la palabra. Cuando hacés una no ficción –y también incluyo bajo este rótulo una nota periodística–, tenés determinados elementos de la realidad que administrás y ponés al servicio de una historia. El orden de las cosas que uno investiga no es el mismo que cuando expone la investigación, vas haciendo un trabajo de montaje y de edición siempre ateniéndote a elementos reales. Es lícito decir, dentro de la no ficción, que en determinado momento el personaje tomó un trago de whisky; tal vez no lo haya tomado en ese momento, pero sería un imperdonable error periodístico si el tipo fuera abstemio. Tenés que amoldar tus ínfulas literarias a la realidad. En la ficción el truco consiste en idear una ficción lo más parecida posible a la realidad.
–La preocupación por el modo de narrar es de todas maneras común en tus crónicas y en la ficción.
–Sí, muchas veces me han preguntado –y yo mismo lo hice– por qué no me dedico a escribir ficción. Yo le encuentro a la realidad una riqueza a veces mucho más ingeniosa que la de la ficción. No sé si la vida imita al arte o el arte imita a la vida, es una mezcla de ambas. Siempre digo que un país como Suecia, donde no pasan muchas cosas y todo está más o menos ordenado, es el lugar ideal para dedicarse solo a la ficción. En un país como este es algo así como un desperdicio, porque la realidad es a veces mucho más sorprendente. No creo que sea así en un sentido palmario, sino que simplemente mi atención está más puesta en descubrirle esas aristas a la realidad que en imaginar una ficción. Pero en el último libro le encontré el gustito.
–La muerte de Nora Dalmasso puso en cuestión el tratamiento sensacionalista de los casos policiales. ¿Cambió en algo el periodismo a partir de la discusión que se abrió entonces?
–No. El caso Dalmasso puso al descubierto todo un entramado social en un ámbito pueblerino, con llegada a determinados círculos de poder de la metrópoli provincial. Y al público, más que la identidad del asesino, le interesaba saber con quién se acostaba la víctima. Eso fue lo que explotó la prensa. Tal vez el auge o el desarrollo tecnológico puesto al servicio de la información, y ciertos modos de hacer periodismo, hacen que determinados sucesos tengan una repercusión sorprendente. Pero los hechos criminales siempre tuvieron impacto social porque son una lectura de la sociedad. El caso Burgos, en el año 55, donde un tipo de clase media asesina, debido a una extraña obsesión amorosa, a quien había sido la empleada doméstica de su hogar, debidamente explotado por la prensa de entonces, hizo que mucha gente tomara partido por el muchacho o por la chica, bajo el argumento de que ella había caído en las garras de un explotador que cometió un crimen de género, o bien de que él, un muchacho honesto y sano, había sido víctima de una arribista social. Lo que subyacía era la antinomia en torno al peronismo y, de hecho, la declinación del caso coincidió con otro crimen mucho más brutal, que fueron los bombardeos de Plaza de Mayo. Siempre hay un sustrato político-social en un crimen. En ese sentido, el caso de Ángeles Rawson ha sido el momento preciso en el cual un hecho policial se convierte en un espectáculo en continuado durante las 24 horas, en el cual el periodismo brinca por una línea muy determinada: deja de ser el ojo que relata la historia para convertirse en una pieza de esa historia, y tal vez en la pieza más miserable.
–¿Cómo fue el trabajo en Mujeres de lesa humanidad?
–Con el director, Valentín Diment, hicimos previamente un documental, Parapolicial negro, donde nos topamos con la viuda de Rodolfo Almirón Sena, un jefe de la Triple A, que nos propició una entrevista maravillosa. Eso nos envalentonó para este trabajo de entrevistas con mujeres familiares de represores. Tuvimos dificultad para conseguirlas, porque muchas no querían hablar. La serie –el Incaa tiene que decidir cuándo se emite– empieza con la mujer de Pedro Giachino, el llamado «héroe de Malvinas», que si estuviera vivo estaría preso por delitos de lesa humanidad. Fue una experiencia bastante fuerte, en la cual nuestro propósito no era preguntarles a las mujeres cómo pudieron haber dormido con alguien que picaneaba a mujeres embarazadas. Apuntábamos a un corte hasta intimista de la vida de los represores, un poco basados en el concepto de banalidad del mal de Hannah Arendt. Aquellos no eran monstruos, sino seres normales que tuvieron cargos gerenciales en un sistema basado en el exterminio: eso fue lo monstruoso.
–¿Cómo se plantea la agenda de la crónica policial en la nueva coyuntura política?
–La Policía Bonaerense parece encabezar la resistencia contra el macrismo. Lo digo en broma, pero desde luego es más fácil disciplinar a los trabajadores tercerizados del Teatro Colón que a la corporación policial. La fuga de los hermanos Lanatta fue uno de los primeros indicios de la situación vidriosa con las nuevas autoridades, que en la provincia de Buenos Aires, al no tener no solo relaciones personales, sino tampoco conocimiento de cómo funciona la cosa, aceptaron de buen grado la estructura que les había dejado Hugo Matzkin. El nuevo jefe de la Bonaerense, Pablo Bressi, es un hombre de Matzkin y su nombramiento ya de por sí causó escozor dentro de la corporación policial. Por otro lado, aparece la necesidad de marcarles la cancha a las nuevas autoridades, que anuncian purgas, lo cual es un contrasentido, porque las purgas no se anuncian con demasiada antelación, sino horas antes, para evitar las reacciones de los posibles perjudicados. La Bonaerense y el resto de las policías son fuerzas que se van a seguir autofinanciando, se van a seguir autogobernando y sus relaciones con el poder político se van a definir en la medida en que el gobierno haga los mismos pactos que hicieron las anteriores administraciones políticas, o sea: vista gorda con los negocios policiales a cambio de presencia policial en las calles para crear la ilusoria sensación de que hay seguridad.
–El gobierno nacional señala como una de sus prioridades el combate al narcotráfico.
–A diferencia del gobierno que se fue, el macrismo tiene una obsesión muy grande por el control del espacio público y también una necesidad muy grande de disciplinamiento del espacio social ante las protestas. Enarbola la lucha contra el narcotráfico y decreta la emergencia en seguridad, que no es otra cosa que negocio: toda emergencia es compra de equipos sin control. Con respecto al narcotráfico, se equipa siguiendo las directivas regionales de Washington, como si aquí existieran carteles como los de Sinaloa o Medellín. A horas de que el Chapo Guzmán fuera atrapado y exhibido rodeado de efectivos antidroga con pasamontañas, anteojos y cascos, Eugenio Burzaco da una conferencia de prensa rodeado de dos sujetos –o muñecos, porque no sé si se movían– vestidos de la misma manera, cuando acá el narcotráfico es incomparable con carteles que se ofrecieron a pagar la deuda externa de sus países: son bandas que controlan una villa y rivalizan con los porongas de otra villa. Hay una estructura narco puesta al servicio de la venta al menudeo, lo cual sí hace que tengan un creciente control territorial en los barrios más marginados de las grandes urbes argentinas, pero el gobierno se está armando como para combatir a un enemigo extraterrestre.
Fotos: Juan Quiles/3Estudio