A punto de publicar un nuevo volumen de cuentos, la autora de «Radiana» y «La mujer que escribió Frankenstein» cuenta cómo fue sumergirse en la vida de Mary Shelley y evoca sus encuentros con Bioy Casares. La cultura, la literatura y el mercado editorial analizados por la destacada escritora.
28 de septiembre de 2016
Es una de las autoras más destacadas en la narrativa argentina actual. Su escritura atraviesa con sutileza las vidas de personajes extraños, en ámbitos extraños y sin embargo cotidianos; seres desgajados por la conciencia de sus propias traiciones y crímenes, o de su ineludible soledad, en ficciones que pueden o no referir a lugares o épocas concretas. De todos modos, no es la precisión lo que importa en Esther Cross, sino cómo el lector termina inmerso en un universo difícil de abandonar.
Desde niña, Cross sintió pasión por los libros. Leyó cientos, hasta que en el colegio secundario decidió que iba a dedicarse a escribir. Más tarde, estudió Psicología pero jamás ejerció y prefirió enfocar todas sus energías en la literatura. Su primera novela es de 1992, Crónica de alados y aprendices. Desde entonces, ha publicado libros de cuentos como Kavanagh (2004), traducciones y varias novelas, entre las que se destacan Radiana (2007), La señorita Porcel (2009) y La mujer que escribió Frankenstein (2013), un verdadero éxito editorial.
En charla con Acción habla sobre poesía y prosa, rememora su vínculo con Bioy Casares y cuenta detalles sobre la fascinante vida de Mary Shelley. En noviembre se publicará Tres hermanos, su nuevo libro de cuentos que, en sus diferentes historias, comparte personajes y lugares.
–¿Cuándo empezaste a escribir?
–En la secundaria tenía una profesora de Literatura que era muy piola. Daba ejercicios de escribir cuentos «a la manera de…», lo que fuera que estuviéramos viendo en ese momento. Ahí surgió cierta afirmación y, después, cuando terminé el colegio, ya sabía que iba a ir para ese lado. Estudié Psicología, pero al mismo tiempo iba al taller literario de Félix Grillo, della Paolera. Siempre tuve inclinación hacia la escritura.
–En el taller, ¿con qué empezaste?
–Con poesía, para luego abandonar, porque no iba. Me gusta mucho, me encantaría escribir poesía, pero no. Sí la leo, quizá no tan sistemáticamente. En poesía tenés que entrar con inteligencia y con algún conocimiento. Acá en la Argentina hay una producción excelente. Cada vez más lo considero un género superior, con una condensación, un trabajo de lenguaje que por lo menos para mí tiene más altura que la prosa.
–¿Dónde te encontrás más cómoda, en el cuento o en la novela?
–En el cuento. Y no sé por qué insisto con la novela, que necesita más desarrollo. A mí la novela me cuesta mucho. Norman Mailer decía que había que estar en buen estado físico para escribir una novela, porque lleva mucho tiempo, tenés que estar ahí, dedicarte. Con el cuento me llevo mejor, tengo esa respiración de algo más breve, donde está todo más condensado. Hoy la novela abre varios caminos –estoy pensando en las que a mí me interesan últimamente– si te liberás del mandato de la novela clásica y te das cuenta de que puede ser también otra cosa.
–Hablás de salirse en la escritura de la novela clásica, ¿del cuento clásico también?
–Estas historias en las que trabajé, las de Tres hermanos, están interconectadas y casi se desdibuja la categorización de que sea un libro de cuentos. Creo que ahora está pasando eso en la literatura, para bien; digo, hay una mayor libertad. Estos cuentos funcionan así. No sé cuál será el efecto último en el lector. Me parece que el libro es una fórmula de dos términos. Bioy Casares decía que es una máquina entre el artefacto libro y el lector y lo que se genera es un sentido que surge de eso.
–Junto con Grillo hiciste el libro de entrevistas Adolfo Bioy Casares a la hora de escribir. ¿Qué recuerdos tenés de él?
–Personalmente no lo conocí demasiado, fue cuando armamos ese libro. Para mí fue como ir a un taller de escritura de lujo, porque Bioy quería corregir los textos. Yo iba y venía con los borradores y era el nexo entre Grillo y Bioy. Grillo era muy amigo de Borges y de Bioy, entonces una vez por año los invitaba al taller y ellos venían y hablaban con todos los que estábamos ahí. Era todo muy distendido y las preguntas eran sobre el oficio de escribir.
–¿Iban juntos?
–No, venían separados, una vez por año. Entonces desgrabamos todo y armamos también un libro con Borges pero justo coincidió con su muerte, así que se postergó. A él lo vi a solas apenas una vez, estando con Grillo, un día que fuimos a almorzar. Las demás veces lo vi en el taller. Y el otro libro lo armamos con el propio Bioy. Yo tipeaba todo, lo llevaba a su casa y me iba con los borradores corregidos por él. Volvía a los dos días y él me decía: «Mire, hay que cambiar esto o lo otro».
–Era uno de los más importantes escritores de la literatura nacional, ¿cómo se mostraba en lo cotidiano?
–Era una persona muy afable. Y muy tímido, también. Una vez fuimos a la casa a completar la entrevista. Yo estaba muerta de pánico, tendría 26 años y para mí era algo fascinante. Estaba en la casa y Silvina Ocampo entraba y salía del escritorio, ese escritorio inmenso de Bioy lleno de libros. Pusimos el grabador y Bioy hablaba en tono muy bajo, pero después se soltó. Cuando me puse a desgrabar el casete en casa no se escuchaba nada, porque hablaba muy bajito por la timidez. Más allá de eso era un dandy, muy educado, generoso, de preguntarte qué estabas escribiendo, qué estabas haciendo. En esa época me habían publicado un cuento en el diario La Prensa y cuando le fui a llevar unos apuntes Bioy me lo comentó. Esa clase de generosidad tenía.
–¿Sos de investigar mucho para tus novelas?
–Soy rata de biblioteca. Los lectores fanáticos tenemos una cosa así medio de espiones y de profundizar en distintas cosas. A veces también es un peligro porque investigás mucho y te demorás en empezar. Puedo investigar mucho y no me siento a escribir.
–¿Te pasó algo así con el libro sobre Mary Shelley, La mujer que escribió Frankestein?
–Sí, bastante. Aproveché un viaje a Europa para sumar material al libro. En el momento que lo estaba haciendo había algunos títulos que no estaban en línea, y ahora por suerte están. También había encargado varios libros electrónicos. Otros los leí en el exterior, como el Ensayo sobre los sepulcros, del padre de Mary Shelley: durante un viaje a Nueva York fui a la biblioteca pública y lo leí ahí. Es increíble cómo ella estaba rodeada de todos esos significantes, de ese clima tenebroso.
–Se habla de una apuesta que una noche Lord Byron les hizo a Mary Shelley, Percy Shelley y John Polidori, para ver quién escribía la mejor historia terrorífica y que de allí surgió Frankenstein.
–Eso lo cuenta ella misma en la introducción a la tercera edición, de 1831. Hubo varias ediciones. En la primera, de 1818, hay un Frankenstein más salvaje, que no trata de ser, diríamos hoy, políticamente correcto. También hay un doctor Frankenstein incestuoso –su enamorada es su prima–, con menos planteos éticos conscientes. Luego, la edición de 1831 tiene la ventaja de que presenta una introducción de Mary, pero tiene modificaciones en el texto. La introducción es muy buena y trata de responder al pedido de los editores que quieren que cuente cómo se le ocurrió la historia. Y ella trata de responder a eso, escribe muy bien, es lindísimo ese texto, pero no deja de ser como cuando uno trata de contar un sueño, al fin de cuentas era una escritora. Creo que ahí hubo una apuesta, pero con un grupo de gente como esa todo se volvía legendario.
No sé cuánto exagera o no, pero esa noche existió, la apuesta también. Polidori incluso habla de eso.
–¿Fue complicado documentarte sobre los ladrones de cadáveres del siglo XIX?
–Hay muchísimo escrito sobre eso y también sobre Mary Shelley y los sepultureros y los ladrones, aunque no tuvo contacto directo con ellos. Hay mucho material académico relacionando la novela con el robo de cadáveres. Una vez que estás ahí, la bibliografía te va llevando.
–Según lo que contás, en la versión teatral de 1823 le agregaron cosas como el ayudante del doctor Frankenstein. Es decir que la película con Boris Karloff está basada más en la obra de teatro que en el libro.
–Totalmente, está el ayudante, está este monstruo que está más del lado de la barbarie que de la civilización. La versión teatral era más aceptable para la moral de entonces, que se estaba acercando a lo que iba a ser la época victoriana. Cuanto más alejado estuviera el monstruo de lo que podían ser las personas civilizadas, mejor. En cambio en la novela tenés un monstruo que podía estar conversando en los salones literarios, citando a Milton, preguntándose sobre la vida y la muerte, sobre los seres humanos… Eso era muy insoportable para la gente. En la versión original el amor del doctor, en vez de ser una hermana adoptada, es una prima: aparece la cuestión del incesto. Todo eso es lo que después los editores le pidieron que modifique. Entonces Mary limó el texto.
–¿Por qué la vida de Mary Shelley?
–Todo lo terrible que en aquella época le pasaba a las personas, y especialmente a las mujeres, a ella le pasó. Me surgió porque estaba releyendo Frankenstein para la nouvelle Radiana, que entonces estaba escribiendo. Como es un clásico, Frankenstein viene con un estudio preliminar y nombraba el incidente de que ella llevaba siempre consigo el corazón de su esposo Percy. Y la verdad es que nunca me había detenido a pensar en la persona que había escrito Frankenstein. Es como que el libro se come al autor. Entonces me dije «bueno, ¿pero quién es esta mujer?». Me pareció avasallante. Había escrito una novela sobre un monstruo hecho con partes de cadáveres y ella, fuera verdad o no, se había quedado con el corazón del marido y lo llevaba a todos lados. Quería saber quién era. Y ahí empezó todo.
–Tiene relación entonces con tu novela sobre una robot, Radiana.
–Sí, estaba releyéndolo por eso, pero el libro sobre Mary Shelley vino mucho después. Por ese entonces estaba dedicada a escribir Radiana, que partió de una foto que encontré en un museo de Estados Unidos en un catálogo de Getty Images de una robot. Todavía la guardo, es increíble. Cuando la vi me quedé asombrada: era una muñeca enorme afeitando a un hombre y había un señor de esmoquin detrás, el creador, cerca de una mesa llena de lamparitas y cables, por lo cual en realidad era una muñeca a control remoto. Y se llamaba Radiana. La foto sería de 1920. La tengo escaneada. Luego empecé a leer a Karel Capec, el escritor checoslovaco que inventó la palabra robot y en el medio fue que releí Frankenstein.
–Sos invitada con frecuencia a presentar libros, ¿cómo ves la literatura argentina actual?
–Creo que es un buen momento. Celebro muchísimo la cantidad de editoriales independientes, chicas, que hay. No sé si se debe a que hay ahora más escritores trabajando lenguajes distintos a la vez, o quizá sea al hecho de que al haber muchas editoriales trabajando al mismo tiempo se habilita esa escucha de voces que antes no se oían.
–¿Quiénes te parece que son hoy en día los escritores que vale la pena leer?
–Bueno, Mariana Dimópulos me parece una escritora excelente, por el trabajo que hace, una voz totalmente personal. Me gusta también Mariana Enríquez, con la revisión que hace del género de terror. Betina González, con su novela América alucinada, que a mí me emocionó mucho, es una escritora muy especial con una propuesta de lectura muy diferente. Otra novela interesante que presenté hace poco es la de Paula Pérez Alonso, un texto disruptivo, diferente, El gran plan.
–¿Cómo estás viviendo el momento actual de la cultura de nuestro país, con el nuevo proceso político?
–Y… con perspectivas para nada alentadoras. Todavía no veo una política cultural. Estoy expectante, pero me parece que pasaron cosas muy serias, como los despidos en la Biblioteca Nacional. Fui allí justo en el momento exacto en el que muchos empleados estaban recibiendo los telegramas de despido y me solidarizo con toda esa gente que fue despedida. Realmente, no veo una propuesta cultural sobre la que se pueda decir algo.