Huyen del colesterol, las grasas, el azúcar, las harinas, la carne roja u otros productos de origen animal en función de creencias no siempre justificadas. La obsesión por alimentarse de un modo sano ya tiene nombre y es un síntoma de estos tiempos.
12 de abril de 2017
(Alamy Stock Photo)
Un fantasma recorre Europa: es el creciente rechazo del público en general hacia los alimentos con gluten, una moda, según dicen, proveniente de Estados Unidos. Un 9% de los alemanes admitió que los evita, pese a que solo un 0,3% de los habitantes de ese país son celíacos (es decir: su organismo no tolera el gluten). También muchos españoles se han plegado a esta tendencia; algunos, convencidos de que los alimentos libres de gluten «son sanos» y ayudan a perder peso. El gluten, se sabe, es una proteína vegetal que contienen el trigo, la avena, la cebada, el centeno y sus derivados. A partir de que la enfermedad celíaca empezó a ser conocida y a «salir del clóset», el público descubrió, entre otras cosas, cuántos de los alimentos procesados producidos por la industria incluyen gluten como aditivo, muchos de ellos de manera a primera vista insospechada: parece obvio que las galletitas lo tengan, pero ¿por qué habrían de tener gluten el jamón cocido o el tomate en lata? Al parecer, es este sentimiento de sospecha el que cobró vida propia en la creencia de que el gluten es nocivo en sí mismo, y entonces muchos a los que la celiaquía no toca ni de cerca terminan incorporando esa conducta, que para algunos es adoptar el punto de vista de personas enfermas; y para otros, una simple elección, motivada por una preferencia como cualquier otra.
Muchos especialistas en nutrición ven como elemento distintivo de la tendencia a la ortorexia –la obsesión, llevada al extremo, por «comer sano»– una creencia o un sistema de creencias sobre la comida al que la persona se aferra con mucha fuerza, pero con poco fundamento. «No hay un origen exacto, pero creo que esta tendencia se inicia con ciertos grupos que van desde los vegetarianos, los crudívoros –que creen que nada debe comerse cocido–, los que piensan que los alimentos deben consumirse tal como vienen de la naturaleza y que todo lo procesado es malo», trata de caracterizar el médico nutricionista Sandro Murray. «El inconveniente no está en seguir una determinada dieta alimentaria, sino en no saber por qué la sigo o en no informarme bien sobre la forma correcta de hacerlo», sostiene este especialista, miembro de la Sociedad Argentina de Nutrición (SAN).
Para pasar el asunto en limpio, de ninguna manera puede ser considerado patológico tomarse en serio (y muy en serio) la elección de los alimentos o adquirir conciencia de que la industria, el mercado, los hábitos culturales y personales o incluso la propia fisiología y los estados de ánimo puedan inducir a formas de comer potencialmente perniciosas a corto o largo plazo. Paralelamente al crecimiento de las poblaciones urbanas y a la delegación de toda la producción de alimentos en la industria, creció la epidemia de obesidad con todas sus enfermedades metabólicas asociadas (diabetes, hipertensión, afecciones cardiovasculares) e incluso el 30% de los casos de cáncer a nivel global, según la Organización Mundial de la Salud, están relacionados con la mala alimentación.
Tecnófilos y tecnófobos
La necesaria discusión social acerca de las técnicas y los métodos con que se producen los alimentos suele caer también en una polarización entre «tecnófilos» y «tecnófobos» similar a la que se da en otros campos. Esa polarización no siempre resulta el marco más adecuado para la comprensión de temas sensibles, como el uso de agroquímicos y de aditivos, o la seguridad y la inocuidad de los alimentos en una sociedad que necesita producción a gran escala para satisfacer las necesidades de toda la población. En comparación con esa complejidad, la demonización de algún alimento o un grupo de alimentos en particular aparece como una opción más fácil.
Que haya códigos restrictivos sobre qué comer y qué no, no es algo nuevo. Prácticamente todas las culturas y los pueblos los han tenido, partiendo de criterios religiosos o prácticos: basta pensar en la cocina kosher judía o la prohibición cristiana de comer carne en los días de cuaresma. Algunas de esas recomendaciones coinciden con criterios científicos actuales de la nutrición y otros no. Pero ninguna de estas culturas alimentarias tuvo como contexto la explosión informativa actual: nunca hubo tanta información (fundada y no tanto) sobre qué y cómo comer, sobre los «permitidos» y «prohibidos». Quienes huyen del colesterol, las grasas, el azúcar y las harinas refinadas tarde o temprano tendrán que vérselas con los agroquímicos que contienen las frutas y hortalizas. Quizás tomen el atajo de los productos orgánicos, pero si se procura consumir solo alimentos de ese tipo, la vida se puede llegar a complicar. Aceptar una invitación a comer afuera de casa será tan difícil como asegurarse de que todo aquello que se vende como «producto orgánico» realmente lo sea.
¿Tener conducta?
La información disponible online sobre el tema, incluso en páginas web serias, puede no ayudar demasiado a orientarse a quien teme que su preocupación por «comer correctamente» lo lleve al extremo opuesto. Hay ciertas conductas definidas como típicas en las personas ortoréxicas: armar una «lista negra» de alimentos que se engrosa día a día, asumir determinadas creencias filosóficas o religiosas sobre la comida, condenar el consumo de proteína animal en todas sus formas, planificar las compras y la comida con antelación, llevar siempre algo para comer para no tener que aceptar lo que se le ofrezca, demonizar los azúcares, las harinas o las grasas, o preocuparse «en exceso» –otra vez: ¿cuál es ese límite?– por la forma de preparación y los ingredientes de cada cosa que se va a comer. Tal vez el hecho de estar constantemente tratando de inducir a los demás a adoptar las propias creencias pueda generar tensiones con el entorno, pero en principio ninguna de estas conductas por sí sola parece implicar necesariamente un problema ni mucho menos determinar una patología.
«La ortorexia en sí no es una enfermedad, no puede ser tratada como tal del mismo modo que la obesidad; es una elección de vida –admite Murray–. Una elección de vida, creo yo, riesgosa, porque puede hacer entrar a la persona en una situación de déficit alimentario».
En principio, la especie humana es omnívora, es decir que a diferencia de los seres carnívoros o herbívoros, su salud depende de que coma de todo. Por ejemplo, el nutriente más crítico para quienes adoptan una dieta vegana (sin alimentos de origen animal) es la vitamina B12, que solo se puede incorporar a través de la carne o mediante suplementos dietarios específicos. Hay otros nutrientes básicos, como las proteínas, los ácidos grasos omega-3 o el calcio, que sí pueden incorporarse con alimentos vegetales, pero no con cualquiera. «Dentro del omnivorismo podemos adoptar cualquier forma de consumo; nuestra función como nutricionistas es alertar a la persona en caso de que ese tipo de consumo pueda ocasionarle algún inconveniente», subraya Murray.
«De todo, y en plato chico», dice el refrán de nuestras abuelas, y que hoy parece refrendado con bastante aval científico. Pero no, no es tan sencillo: el de qué comer (y qué no) ha sido uno de los grandes temas de nuestra historia como especie y como sujetos sociales. Aunque no siempre con tono dramático.