Después de ponerse al hombro un unipersonal por primera vez en su carrera, vuelve a la televisión. Las inquietudes y obsesiones de un actor que saltó del teatro clásico a la popularidad con «Gasoleros». El riesgo y la experiencia como ingredientes fundamentales de su oficio.
29 de junio de 2017
bautismo de fuego en el terreno del unipersonal. Fue con Elogio de la risa, de Gastón Marioni, de reciente paso por una sala de la avenida Corrientes. Y para el actor esta experiencia significó un verdadero desafío. La pieza se metió con temas bravos como el paso del tiempo, los miedos a envejecer, las enfermedades que vienen con los años y, por supuesto, los estados amorosos que sí existen en el otoño de la vida. «Esta obra me movilizó mucho internamente, ya que me recordó mis tiempos de estudiante de teatro, a mis maestros. Y porque a los 64 años me permitió incursionar en algo diferente, como es el hecho de estar solo en un escenario», expresa Leyrado en su encuentro con Acción, en el que repasa su carrera y adelanta sus planes para los próximos meses.
–¿Fue difícil construir a un personaje que está solo en escena?
–Componerlo fue todo un viaje. Primero, para extraer elementos íntimos que estaban muy metidos en mi interior y, luego, yendo al pasado para recordar cómo y cuánto jugaba solo cuando era un nene.
–En la obra había silencios que marcaban el ritmo y el ambiente.
–Es que hay momentos en la vida, como me pasa a mí, y como le pasa a Antonio, el personaje, que no hace falta hablar todo el tiempo: con solo mirar o contemplar se pueden ahorrar explicaciones. Cuando uno es más joven necesita hacer ruido, llamar la atención; tiene urgencia de ser observado. Con el tiempo, si uno crece bien, la reflexión, la palabra justa, una mirada esclarecedora o un silencio oportuno son fundamentales.
–En teatro habías trabajado en grupo, en producciones como Mosqueteros, Baraka, Mineros. ¿El unipersonal llegó a determinada edad?
–A determinada experiencia, como que el cuerpo te lo va pidiendo: quiere probarlo, no lo conoce pero lo tienta. Yo estoy en un período de mi vida en el que necesito otras cosas, sentir nuevas experiencias. No quiero que suene altanero, pero ya me siento seguro con lo que vengo haciendo.
–¿Necesitás riesgo, caminar por la cornisa, estar inseguro?
–No estar inseguro, sino probar algo distinto con toda la adrenalina que eso significa. Sabía que este momento iba a llegar con algo que a mí me tuviera convencido, porque si no lo siento, no puedo. Ya había tenido otras propuestas para un unipersonal, pero francamente el personaje no me llegaba, lo sentía lejanísimo.
–¿La naturalidad en escena se trabaja?
–Uy, qué difícil. Yo he estudiado toda mi vida, no concibo la actuación sin seguir buscando algo más. Creo que al cabo de tantos años de trabajo, la naturalidad llega sola. A mí me brota, no sé, casi no me doy cuenta. Una vez que tengo la letra sabida, que es lo más difícil para naturalizar el personaje, lo demás viene solito: los silencios, las miradas, algún gesto, la respiración, que es tan importante.
–¿Cuán positivo fue haber tenido a un maestro como Agustín Alezzo?
–Aparece en estos momentos, porque un maestro es vital para un actor. Sobre todo si ese actor admira a quien le enseña. Hoy siento que Alezzo me instruyó y me mostró que tenía herramientas para poder salir adelante. Él me demostró su confianza y fue el sostén para no tener miedo y poder trabajar con el yo interior. Eso es enseñar, lo que permite descubrirte, porque la sensibilidad o la memoria emocional no se enseñan, pero sí se enseña la búsqueda.
–Venías de una temporada televisiva exigente, con jornadas maratónicas, de Educando a Nina. ¿El teatro refresca?
–Es curativo, es un spa: el escenario es como un tratamiento que te inyecta energía, emoción, es como un peeling, te saca las arrugas. De todas maneras, en televisión la paso bien, me gusta, tengo un amplio recorrido, pero reconozco que la intensidad es otra. Son doce horas de grabación y no hay tutía. Por ahí, después de una tira, siempre es bueno cruzarse a la vereda de enfrente, refrescarse un poco con una buena obra de teatro y pegar la vuelta renovado.
–¿Te llevás el personaje a casa, o lo colgás del perchero del camarín y mañana será otro día?
–Te diría que cenamos y hasta dormimos juntos con el personaje. No puedo desprenderme tan fácilmente: ese es uno de mis grandes defectos profesionales. No me despego. Estoy todo el tiempo haciéndole marca personal a mi alter ego.
–¿No hay manera de manejar la situación?
–No la conozco. Me lo he propuesto, pero nunca me logro desligar ciento por ciento. Aparece alguna escena, algún parlamento cuando menos lo imagino. Cuando un personaje está vivo, te sigue a sol y sombra.
Humor social
Leyrado se reconoce como alguien «mucho más teatrero que cinéfilo». Le gusta el teatro como lugar, como institución. De hecho, lo denomina «templo». Ama mirar las marquesinas, reconoce que se detiene unos minutos a observarlas y hasta se cruza de vereda, si es necesario, para contemplarlas mejor. También enfatiza que le gusta ver «buen teatro» y que goza al presenciar la labor de un actor o una actriz inmersos en un rol. «Es una sensación un poco inexplicable, pero el intérprete que está en personaje, que deja todo, que transpira, me maravilla», dice. Como contrapartida, afirma que padece cuando no recibe desde el escenario lo que espera como parte del público. «Sufro mucho, porque me pongo en el lugar del actor y también del espectador. Pero cuando voy a buscar algo en una obra y no lo encuentro, me envuelve la angustia. Debe ser porque soy actor».
–¿Qué obra disfrutaste últimamente?
–Por mi trabajo televisivo en Educando a Nina fui poco al teatro, pero la pasé fantástico en Todas las canciones de amor, el espectáculo de Marilú Marini. Una delicia. También me pareció un enorme trabajo el que hizo Julio Chávez en Yo soy mi propia mujer. Y tenía ganas de ver Todas las Rayuelas, porque me dijeron que Hugo Arana estaba fantástico, pero la levantaron muy rápido.
La misma suerte corrió su propia obra, algo que el actor desconocía al momento de realizar la entrevista. En sus planes, Elogio de la risa iba a permanecer en cartel hasta bien entrada la temporada 2017. «Fijate», dice, y señala el ventanal del bar, que da a la avenida Corrientes. «Hay mucha mishiadura, la gente está mal, no tiene 300, 400 mangos para ver una obra de teatro», agrega. ¿Cómo se ve afectado el humor social frente a la realidad circundante? «Hemos perdido la sonrisa. Mirá a la gente a tu alrededor, en el subte, en el colectivo, caminando por Corrientes. No nos reímos más. Y reírse no significa no ser serio, o que no nos importe el dolor ajeno. Pero con todo lo que ya teníamos, ahora cargamos con la pérdida de la risa».
–¿La risa se asocia con lo banal?
–En una época seguro que sí, ahora menos. Pero sobre todo en mi época, reírse tenía mala prensa y ser serio, tener cara de culo, gozaba de buena prensa. Qué boludez. En todo caso, si hay risa banal, también hay seriedad banal. De lo que estoy seguro es de que la risa es necesaria, hay que reírse mucho porque es curativo. Y no me quiero mandar la parte, o hablar desde el púlpito, simplemente lo digo por experiencia de vida.
–No te imagino matándote de risa.
–¿No? Me cago de risa en los momentos que surge. No me puedo contener. Tengo mi humor, mi estilo.
–¿Más estilo Les Luthiers o más Midachi?
–Más Les Luthiers, pero con Midachi me he reído mucho. La risa no tiene patrimonio, no hay que encasillarla. Está el humor fino, el intelectual y el otro, más popular y grotesco. Y sobreviven porque siguen surtiendo efecto. Yo me río con Les Luthiers, con el grupo. Y Dady Brieva solo me hace cagar de risa. No creamos en esas pavadas de etiquetar todo el tiempo.
Análisis de una carrera
Al cine, cuenta, va poco y nada. Prefiere ver las películas en una gran pantalla que tiene en su casa. «Con los años me puse cascarrabias y no me banco ir al cine. Sufro, me amargo de antemano, veo a tipos que llegan 10, 15 minutos tarde pero hacen la cola para tener los baldes de pochochos. Entonces estoy más pendiente de los ruidos que hará ese tipo que de lo que sucede en la historia. Por eso prefiero estar en casa, tranquilo, sin que nadie me joda».
–Es bastante habitual que los actores elijan salir poco y prefieran estar en su casa. ¿Hay alguna explicación?
–Los actores somos muy fóbicos. Pero bueno, hablo por mí. Me cuesta un huevo hablar en público, animar una reunión o decir alguna palabra en un cumpleaños. No sirvo para eso y, a veces, cuando rechazás ser el animador improvisado, los demás se enojan. A la gente le cuesta entender al actor, le cuesta entender que lo que ve en pantalla o en un escenario nada tiene que ver con la vida real.
–Eso ha sucedido históricamente con los humoristas. Referentes como el Negro Olmedo, Juan Carlos Calabró, Tato Bores, Pepe Biondi han sido personas taciturnas debajo del escenario.
–Es que los humoristas son, normalmente, personas introvertidas, de una profunda timidez. Salvando las distancias con ellos, yo no podría hacer en la vida real lo que hago en el escenario, ni en pedo. Yo, seguramente, elegí este oficio para poder aflojarme en situaciones que me cuestan más en la vida real.
–¿La comodidad de vivir en la ficción?
–Rarísimo, pero verdadero. Siento que las obsesiones e inquietudes que tengo como actor, no las tengo personalmente. Así, de civil, soy un tipo más apagado, más quedado, no tengo la misma seguridad en la calle, como la tengo en el escenario.
–¿Recurrís a alguna ayuda terapéutica?
–Sí, claro. Vengo de una generación que se analizaba, por lo que me quedó esa costumbre. De todas maneras el análisis no modifica nada, al menos a mí me sirve para llevarme bien con lo que ya tengo. Igual ir al psicólogo para mí es más filosófico que terapéutico, quizás porque soy un tipo muy pensante, que analizo todo. Incluso me pregunto y le pregunto al especialista por qué todavía tengo la necesidad de seguir aprendiendo.
–¿Y qué te responde?
–Me respondo yo y él asiente: el crecimiento no tiene límites. Porque estoy atento a cómo puedo seguir creciendo, no me duermo en los laureles, tengo una inquietud que me mantiene a raya.
–Con más de 40 años de carrera, ¿sos el actor que soñaste ser?
–En eso no tengo drama. Sí, me gusto, me llevo bien conmigo, con mi persona que es, finalmente, la que sostiene al actor. Pero defiendo el terreno ganado, que fue en buena ley: me fui haciendo mi quintita actoral y de eso estoy orgulloso. Aunque tengo que seguir laburando, porque no estoy hecho en absoluto.
–¿Con Gasoleros no hiciste una buena diferencia económica?
–Pasaron 20 años, ya me la gasté toda. Qué época, por Dios. Gasoleros fue grande de verdad, un aluvión imparable que duró dos años, 1998 y 1999. El período más popular de mi vida.
–¿Fue una bisagra en la televisión?
–De alguna manera, fue el despertar de una forma de hacer una tira de ficción: el costumbrismo, que después se aquerenció en la pantalla.
–¿Y qué significó en tu carrera?
–Trabajé mucho siempre, pero Gasoleros es una marca registrada con la que a mí se me identifica. Nunca viví nada igual y no creo que vuelva a alcanzar semejante rating, porque la televisión y las plataformas mediáticas han cambiado. Estuve en Educando a Nina y en Graduados, dos programas que anduvieron bien pero que, a nivel popularidad, no son comparables al fenómeno Gasoleros.
–¿Cómo recordás esos tiempos?
–A la distancia lo recuerdo como algo maravilloso. Fue mucha la exposición, notas permanentemente, tapas de revista semanales. Si bien no lo viví como una contradicción, era una época diferente, porque yo venía de otro palo, de hacer teatro en el Payró, en el San Martín, de trabajar con Agustín Alezzo. Y de pronto protagonizar el programa más visto de la tele era contrastante, no contradictorio.
–¿Temías al qué dirán?
–Un poco sí. De hecho, para no quedarme sin amigos, hacía teatro clásico pero también trabajaba a escondidas en otros ciclos populares como Matrimonios y algo más, que no era muy bien visto para alguien que estaba haciendo el método Stanislavski. Era casi un insulto estar en la tele para alguien que estaba en ese tipo de teatro. Había muchos prejuicios, era otra época.
–¿Y por qué lo hacías?
–Porque tenía que morfar.