Sociedad

Fiesta en Casabindo

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Cada 15 de agosto, en la Puna jujeña, peregrinos, vecinos y turistas son testigos y protagonistas de una emotiva celebración de religiosidad popular. Hay música, baile, comida regional y la única práctica de tauromaquia que se lleva a cabo en la Argentina.

Imágenes sagradas. Tras la misa, en procesión, el pueblo honra a su patrona. (Guido Piotrkowski)

«Aquí la tierra es dura y estéril; el cielo está más cerca que en ninguna otra parte y es azul y vacío. No llueve, pero cuando el cielo ruge su voz es aterradora, implacable, colérica.»
Fuego en Casabindo, 1969. Héctor Tizón

Son las nueve de la mañana del 15 de agosto y algunos hombres y mujeres de piel ajada acomodan carbones y hierros para asar carne de llama. Unas cholas cortan el verdeo para centenares de empanadas. El primer fuego desafía el oxígeno mínimo de la altura: arde a 3.400 metros. Una caravana de micros, combis y autos ya surcan el ripio desde Abra Pampa. Hace un frío de perros, la primera mañana arrastra el viento helado de la noche. El sol ya pega arriba, entre los cerros, pero el clima no abandona el rigor gélido y seco. A nadie le importa. Casabindo se prepara para la jornada más importante del año: es el día de la Asunción de la Virgen María.
De la montaña, de pueblos vecinos, de la nada, se acercan muchachos de apariencia áspera. La religiosidad se funde con el goce gastronómico y la mera curiosidad turística. Pero para esos jóvenes viejos cada 15 de agosto significa la sustancia de la fe. Uno a uno irán tomando sus instrumentos: trompetas, saxos, sikus, bombos, redoblantes y pezuñas. El cura da la misa en la hermosísima iglesia, la llamada «Catedral de La Puna». Un monaguillo tañe las campanas de bronce que conservan la fecha de su fundición: 1722. Es la señal de la procesión. Un grupo de hombres y mujeres cargan un variopinto imaginario cristiano. Bajo un cielo imposible de tan celeste, destaca la Virgen y el sonido de la fanfarria.
La fiesta, como toda fiesta, despliega contrastes. Se mezclan las autoridades provinciales –por ahí anda, algo invisibilizado, el gobernador Gerardo Morales, que aprovechó para inaugurar una red de agua potable– con pastores, humitas y tamales con remeras y juguetes de Saladitas, el rezo mudo de una coyita con el relato estridente de un locutor que perfora el sonido puneño. Se suceden algunos números musicales que matizan la ansiedad: todos esperan el momento del Toreo de la vincha. Chicos y chicas de una Academia de Danzas de Humahuaca bailan que da gusto, el Kolla Peña hace su número y Micaela Chauque cierra como lo que es: una soberbia cantante.

Monedas de plata
Turistas alemanes y porteños, lugareños y parientes de la veintena de toreros se acomodan en el perímetro de la plaza Pedro Quipildor. A 50 metros, la falda de la montaña es un anfiteatro natural. El locutor, incontinente, anuncia el comienzo del final del encuentro. Es la única práctica de tauromaquia de la Argentina, y está en las antípodas del toreo de tradición ibérica. Aquí no hay sangre y a veces ni siquiera  contacto. Son toros delgados, cansados, que cada tanto tiran cornadas hacia la capa roja como acto reflejo, como cumpliendo un mandato. El deseo de los animales es volver al corral. No obstante, los rústicos toreros manejan la prudencia. Cuando cuadra consuman el ritual ancestral y con velocidad de punga extraen la vincha con monedas de plata ubicada entre los cuernos del toro. Esa vincha es otra de las ofrendas a la Virgen.
El sol se pone y junto con la tarde cae el silencio. Los 200 pobladores de Casabindo volverán a sus rutinas. La fila de autos alejándose hacia Abra Pampa levanta polvo y puede funcionar como metáfora de la soledad de la comarca. Pero no hay melancolía: se trata, apenas, de una repetida foto anual. Los corazones curtidos de Casabindo parecen habitar otra dimensión. Están protegidos. Como dijo Tizón: «Sobre esta tierra, en donde es penoso respirar, la gente depende de muchos dioses». Y el paisaje –duro, áspero, misterioso, insondable– es igual a los hombres.

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