21 de agosto de 2024
Enzo Maqueira (Buenos Aires, 1977) publicó entre otros libros las novelas El impostor (2011), Electrónica (2014), Hágase usted mismo (premio Ricardo Rojas, 2018) e Higiene sexual del soltero (2023). Su obra fue traducida al inglés, francés, italiano y portugués.
Yo se lo dije a la señora ni bien vino a contarme lo del chico, le dije que esas cosas no hay que creerlas, porque si una los cría con esos cuentos, después nunca se sabe qué puede pasar. Pero ella, nada: que el domingo le habían festejado el cumpleaños de seis al nene, que lo había llevado al balcón para distraerlo un poco (porque era el primer cumpleaños desde que el marido los había abandonado) y que entonces el nene se puso serio, miró el cielo y dijo muy convencido: Yo vengo del cielo.
Los chicos dicen esas cosas; a mí el Octavito, que tiene la misma edad, me dice que quiere tener hijos. Una lo toma como de quien viene, eso le dije a la señora, pero ella se metió en Internet, averiguó en unas páginas y un día me mostró un libro que se había comprado sobre los niños pajarito, una nueva generación que viene a la Tierra para ayudar a la humanidad a que prospere –la señora me lo explicó mientras yo le planchaba la ropa: que las personas tenemos vibración baja, pero los niños pajarito pueden vibrar igual que los ángeles. Yo le hice ver que todos los chicos son así, pero ella todo el tiempo porfiándome. Cuando el nene iba corriendo y se caía, si primero se ponía a llorar y después se largaba una carcajada, como hace cualquier chico de esa edad, la señora decía que ese era otra prueba, que estos niños son como el ave Fénix, que lo matan pero siempre revive.
Para colmo el nene se lo había empezado a creer. Cuando lo esperaba en la puerta de la escuela yo escuchaba a las madres hablar. A mí me vinieron a preguntar una vez, porque parece que el chico no hablaba y solamente se comunicaba con trinos. Yo no les solté prenda. Y eso que un día la señora le puso unas alas de cartulina porque había leído que al niño pájaro hay que darle una vestimenta acorde. Yo le dije: señora, el nene parece un escobillón. Es que si una les llena la cabeza a los chicos después se arrepiente. El Octavito, por ejemplo, hace poco llamaron de la escuela para decir que se ponía pintura en la cara. La mamá le explicó que eso no estaba bien y ya está, ni una sola vez lo hizo de nuevo. Pero la señora, no había caso. Lo peor fue cuando me obligaba a que le diera de comer semillas de sésamo (ella pidió que fuera alpiste, pero le hice ver que eso no lo comían las personas), y algunas hojas verdes, en lo posible sin cubiertos, para que el nene picoteara directamente del plato. Y después, cuando quiso mandarlo a la escuela con las alas de cartulina (le había pegado lo que quedó de un plumero y me compró uno nuevo para repasar los muebles). Yo le dije que sí a la señora, pero en el palier le cambié la ropa y lo llevé con el guardapolvo de siempre, ¡qué alas ni qué tanto!
Igual el daño ya estaba hecho. Señora, le dije varias veces, fíjese que este nene no tiene amigos. Pero ella me porfiaba que por la vibración que tienen los niños con sus características no se pueden acercar a la gente común, era como los pajaritos, que cuando la ven a una se asustan. Hasta la citaron de la escuela porque le dijeron que el nene andaba siempre solo, no se acercaba a nadie, los compañeros le tenían miedo. Ella los escuchó atentamente y después los mandó a pasear a todos. A mí me lo contó tal cual, esa misma tarde. Yo regaba las plantas del balcón y el nene me ayudaba, se había agarrado de mis piernas como para esconderse, y se largó a llorar cuando la señora terminó de contarme. ¿Ves?, dijo la señora, ¿te das cuenta?, los niños pájaro lloran cuando están demasiado cerca de una persona inferior, así me dijo, pero que no me enojara, porque ella también era inferior. Vibrábamos distinto, nada más, pero eso a la criatura le hacía mal. Me lo arrancó de las piernas y lo metió en la ducha.
Al otro día me dio una carta para la escuela: decía que por favor el nene tenía que estar siempre cerca de una ventana donde pudiera ver el cielo, que nadie lo podía tocar y que solo podía comer las semillas que se le enviaban desde su casa. A mí se me caía la cara de vergüenza cuando le entregué la carta a la maestra. Y cuando lo fui a buscar a la salida me di cuenta de que los compañeros le habían pegado. Ese día no se lo quise devolver a la señora. Me lo traje a mi casa y le pedí a mi hija que me prestara al Octavito. Enseguida se hicieron amigos. De a poco el nene se animaba a hablar. Apenas dijo que él era un niño pajarito, yo le expliqué que era un chico como cualquiera. También le pedí por favor que no dijera nada, que si le contaba a la madre no iba a poder venir más a jugar con mi nieto. Había que verle la carucha cuando el Octavito le mostró que tenía una pelota de fútbol y se pusieron a jugar ahí mismo en la pieza. Toda la tarde pateando la pelota, sin cansarse. Yo estaba segura de que el nene nunca se había sentido más feliz. ¿A dónde llevaste a mi hijo?, me gritó la señora cuando por fin volvimos, ¿qué le hiciste? Casi me hice pis encima del julepe. Le expliqué que en la escuela el nene no tenía amigos, que por eso habíamos pasado un rato por mi casa, a jugar con el Octavito, que tendría que haber visto la alegría del nene. Era otro chico, señora. A la señora se le iluminó la cara. ¿No será que el Octavito también es un niño pájaro?, me preguntó, ¿por qué no me lo traés? Yo no quería saber nada; pero se me ocurrió que quizás si la señora veía que el nene estaba contento con el Octavito, se iba a dejar de embromar. Así que cometí el error de llevárselo.
La señora había encerrado al nene en su cuarto hasta no estar segura. Se agachó para mirar bien al Octavito. Primero pareció que sí, después que no, al final casi que estaba ciento por ciento convencida de que mi Octavito también… Ahí apareció el nene. Nunca supe en qué momento salió de la pieza. Si la señora lo había encerrado con llave o no. Pero yo vi la desesperación en sus ojitos cuando la señora iba a decirlo. Vi cómo el nene nos miraba, quién sabe qué se le pasaría por la cabeza, y me di cuenta de que el ventanal estaba abierto. Lo vi correr al balcón y treparse a la baranda. Lo vi cuando abrió los brazos, cuando saltó, cuando se zambulló en el aire. La señora se quedó muda, primero con una cara de felicidad que no me lo olvido más; enseguida corriendo a asomarse por la baranda. Creo que le pasó igual que a mí, que por unos segundos pensó que el nene de verdad había salido volando. Después se puso a gritar como una loca.