Cuento | Por Nurit Kasztelan

La timidez de los árboles

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Nurit Kasztelan (Buenos Aires, 1982) publicó los libros de poesía Movimientos Incorpóreos (2007), Teoremas (2010), Lógica de los accidentes (2013) y Después (2018) y la novela Tanto (2023). Codirige la editorial Excursiones y tiene en su casa una librería atípica: Mi Casa.

Y he descubierto que muchas veces es lo que cambia en una lo que le permite a una seguir siendo la misma.

Juan José Saer, Sombras sobre un vidrio esmerilado

No sé si la sensación es incómoda, más bien diría que hay cierto pudor sumado a un poco de goce. La veo observando cada movimiento que hago, no importan las horas del día que sea, está sentada en su sillón de Viena, impávida y quieta como una mosca flaca. Tuvimos que cambiar los vidrios de la casa, me convenció Susana de que el vidrio templado dejaba traspasar mucho, y era peligroso, porque su hermana en el fondo no era tan mosquita muerta como parecía. No importaban mis argumentos acerca de que el esmerilado costaba mucho más; Susana insistía en defender nuestra privacidad a lo que yo retrucaba que para eso nos mudábamos de casa e íbamos a una donde no viviéramos junto a su hermana de concubina silenciosa.

Claro que para ella eso era peor e impensable, no concebía vivir en otro lado que no fuera la casa de su infancia. Para mí lo que no podía era separarse de Adelina; el estar tan adentro no le permite ver su simbiosis, sus ganas de ser todo lo que la otra no es. Como la medusa y el cangrejo ermitaño que pactaron en silencio el poder desplazarse a cambio de la protección casi invisible de los tentáculos venenosos. Llegaron a comprarse el mismo vestido con una semana de diferencia.

Me complace ser el destinatario de los versos de Adelina, debo confesar. ¿Qué hombre no se sentiría viril, o acaso se sonrojaría un poco, al leer aquellas declaraciones? A veces me parecen un poco subidos de tono, pero… Cuando se me cruzan fantasías en la cabeza, las despejo rápido pensando en Susana y el amor que nos tenemos. Sé que no me lo perdonaría. Además, no sería posible, Susana siempre está en casa. Hoy justo salió porque otra vez le dolía la rodilla derecha, y fue al médico a hacerse ver.

Desde que descubrí que me mira, lentifico cada movimiento que hago al desvestirme. A esta edad descubrí que la lentitud y el deseo se llevan mejor de lo que parecen. Nada que ver con el deseo voraz de la juventud, donde eran tal las ganas de poseer el cuerpo del otro que no había tiempo para detenerse en los pequeños movimientos.

Desabrocho lentamente los botones de mi camisa, botón por botón, prestando atención a la tela, la textura. Hay ciertos movimientos que solo puedo hacer encorvado, como ponerme el pantalón. Antes era un gesto mecánico, donde no prestaba atención al acto, solo lo hacía y mi cabeza podía disparar el pensamiento. Acaso la vejez sea eso, no poder separar el pensamiento del acto, cuando hago una cosa en lo único que puedo pensar es en lo que hago, como si temiera equivocarme en lo simple.

Cuando era más joven, me gustaba divagar sobre todo mientras cocinaba. Bueno, cocinaba es una forma de decir, porque Susana solo me dejaba invadir su territorio para pelar verduras y ella se encargaba del resto. Pelaba las papas para el puré mientras pensaba en fenómenos de la naturaleza como la timidez de los árboles, esa imposibilidad de las copas de juntarse por más viento que haya y por más que crezcan al lado. Sus hojas crecen y crecen, pero nunca se juntan con el de al lado, como si los árboles estuvieran conscientes de sus vecinos y les dieran espacio. Creo que ese es el tipo de vínculo que desarrollamos Adelina y yo. Decidí crecer con Susana, pero algo de la sombra de Adelina que crece al lado mío me perturba.

Dicen que el fenómeno suele ocurrir entre árboles de la misma especie. Solía creer que Adelina y yo pertenecíamos a especies opuestas, pero ahora nos veo más parecidos de lo que me avergüenza admitir. A su modo, nos veo a ambos como árboles frondosos, por más que en mi caso la frondosidad haya pasado por mi cuerpo y mi pasado como nadador.

La primera y única vez que llevé a Adelina a dar un paseo por la rambla cuando le conté que era nadador me recitó unos versos de un amigo de ella que acababa de editar un libro. La noté frágil al recitarlos, como demasiado delicada, como que cualquier cosa podía romperla. Y yo quería una mujer fuerte.

Su belleza era mayor a la de Susana, de hecho, la primera vez que visité esta casa vine a buscarla, pero me pareció mojigata, y algo en Susana me cautivó y me indicó que iba a ser más atrevida. 

Es un hermoso domingo de verano donde la luz del sol entra tímida y grisácea por la ventana. Al lado percibo el ¿estatismo? ¿una sombra estática? ¿un cuerpo sobre un sillón de Viena?

Me distraigo muy rápido. No me gusta el desorden, pienso mientras guardo prolijamente el pantalón en el placar. Es otra de las cosas que me ponen incómodo. Me gusta que el pantalón conserve la raya cuando lo cuelgo.

Vivo rodeado de todo lo que me importa. Mis begonias, mis helechos, mis narcisos, mis culandrillos, Susana que me trae el té de yuyos todos los días a las siete de la tarde mientras prende un espiral para que no me piquen los mosquitos. Esa es su forma de cuidarme. Estar atenta a todos los detalles.

Ahora son las siete de la tarde, todavía es de día y estoy recién afeitado en el balcón esperando que Susana llegue del médico para traerme el té. Sin ella se me hace la hora de las emociones mezcladas. Pertenezco a este balcón, a estas plantas. La naturaleza tiene un modo de ser caprichoso, solo a veces se revela en su esplendor. Eso agrietado y profundo en donde zambullirse. Como el sillón de Adelina. Como las palabras de Adelina que me envuelven como manto protector.

Prendo mi único cigarrillo del día. Mientras saboreo lo amargo del vermut observo las paredes llenas de musgo que indican que hace demasiado tiempo no limpiamos esta parte de la casa. La queremos dejar salvaje, como nuestros primeros años de juventud, nuestras locuras en la playa vestidos de blanco y todavía inocentes.

Aprendimos a querernos despacio, a construir eso que llaman un futuro juntos, que ahora es un presente al que le quedan cada vez menos días. Creo que le hice honor a mi nombre; Leopoldo significa el que fue audaz y valiente. No me puedo quejar, abrí mi propia agencia de publicidad, me casé con una mujer juguetona y gozosa, vivo en una casa enorme llena de vidrios esmerilados que me separan de la sombra de Adelina que me espía y escribe cada movimiento que hago.

Dicen que la timidez de las copas de los árboles está relacionada con una mutua recepción de la luz por las ramas y tal vez ambos sobrevivimos gracias a Susana, que nos iluminó a su modo. La forma de reírse a carcajadas, ese desenfado en los gestos, es una de las cosas que me hacen amarla. Sus ojos como de gato que todavía escudriñan con un amor intacto cada centímetro de mi cuerpo.

Pero por mucho que la amo, hace cuánto que no tenía un día entero para mí. Sin ruidos alrededor, sin Susana, solo con la sombra de Adelina sentada en su sillón de Viena mirándome. Su sillón color café gastado como su piel ahora, un poco avejentada, un poco rugosa. Miro nuestros sillones verdes y azules y pienso en lo dichosos que fuimos. Que somos todavía. Imagino el ruido que hace el sillón de Adelina mientras me mira, un leve crujir de la madera al hamacarse, como si los huesos y los deseos de ambos se estiraran hasta romperse.

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