1 de octubre de 2024
Eduardo Berti (Buenos Aires, 1964) es miembro de Oulipo, grupo de experimentación literaria. Ha recibido el Premio Emecé (2011), el Premio de las Américas (2012) y el Premio Konex de Literatura (2014). Entre su obra, publicada en varios idiomas, se cuentan las novelas Un padre extranjero (2016), Una presencia ideal (2018) y Un hijo extranjero (2022); las antologías de cuentos Lo inolvidable (2010) y Círculo de lectores (2020); y obras inclasificables como La máquina de escribir caracteres chinos (2017), Por. Lecturas y reescrituras de una canción de Luis Alberto Spinetta (2019) y Método rápido y fácil para ser lector (2023). Acaba de publicar Otras palabras. Jugar y crear con diccionarios.
No es tan difícil amar a dos mujeres a la vez, lo más difícil es amarlas por igual. Por esta razón respondí al aviso en el periódico. Buscaban diez voluntarios para un experimento. Me escogieron finalmente, no sin dudas (había muchos candidatos), y cuatro días más tarde estábamos los diez reunidos en un laboratorio oloroso y oscuro, probando un extraño artefacto que indicaba, al menos eso repetía el doctor Wainstug, los porcentajes exactos del doble amor.
Puesto a describir el invento, diré que era como un viejo termómetro de mercurio (largo, fino, con una punta delicada pero algo dolorosa que no había que introducir ni en la boca ni en la axila), salvo que traía dos colores, rojo y verde, y la frontera entre ellos se desplazaba indicando los porcentajes: sesenta por ciento de rojo versus cuarenta de verde; veinte por ciento de rojo versus ochenta de verde, por ejemplo.
Seis de los voluntarios eran casados y Wainstug fijó en su caso que el verde correspondiera al amor por su legítima esposa y el rojo a la «otra mujer». Los solteros como yo éramos libres de adjudicar los colores, pero sabíamos de sobra que la elección reflejaría nuestra mirada acerca de la situación. Me pareció natural ponerle el verde a la primera de las dos mujeres que había aparecido en mi vida y el rojo a la que me había enamorado cuando estaba ya enamorado de la verde. También pensé que Wainstug, consciente o no, había optado por los posibles colores de la fruta del pecado.
Mi experiencia duró diez días, dos semanas de lunes a viernes. Me despertaba temprano, más temprano que de costumbre, y llegaba puntualmente al laboratorio. Había una mujer todo el tiempo junto a Wainstug; roja o verde, no lo sé, pero él la miraba embobado y era ella quien se ocupaba de pagarnos ciento diez pesos por día y de darnos una bolsa de papel en la que alguien había metido una hamburguesa dura y fría y una botella de agua, caliente y sin gas.
Abandoné antes de tiempo, ya que debíamos quedarnos un mes entero. Llegado el viernes de la segunda semana saludé gentilmente a Wainstug, le dije «nos vemos el lunes» y me alejé caminando de la forma más normal, a pesar de que sentía el «medidor» (así lo llamaban la mujer y él) como un rabo culposo entre las piernas. Salí a la calle, fui a un bar poco frecuentado, pedí un café, visité el baño antes de instalarme en un rincón oscuro y, mientras el café en la mesa se enfriaba lo más campante, consulté los porcentajes: treinta y ocho por ciento rojo, sesenta y dos por ciento verde.
No siempre estaba yo de acuerdo con lo que decía el medidor: el verde podía ocupar mucho más espacio que el rojo, pero yo creía sentir unas emociones contrarias. Salvo que fuera una suerte de ley de compensación; salvo que, al leer los resultados que me ofrecía el artefacto, una mezcla de duda y de compasión me causara un vuelco sentimental. En cierto aspecto, creo que comprendía mejor cómo andaba mi corazón que cómo andaba el medidor.
Imagino que, por supuesto, Wainstug quiso localizarme. Pero, antes de planificar mi robo, había tenido el reflejo de darle datos erróneos: dirección falsa, teléfono inexistente. Todo resultó tan fácil…
Por unos días me conduje como un fiel discípulo del medidor. Si el verde ocupaba más espacio que el rojo, visitaba y amaba a Rosa; si era al revés, me ocupaba de Vera. Pronto advertí que, dijera lo que dijera el artefacto, yo anhelaba estar con la otra, en permanente desacuerdo con el veredicto oficial. Quise entonces imaginar que ocurría algo muy sencillo: había sido todo un error de mi parte no adjudicarle el verde a Vera y, siguiendo la lógica de sus nombres, el rojo a Rosa. Corregir esto fue simple. Como cambiar de carril cuando uno va manejando. Y, sin embargo, por más que ahora verde/Vera y rojo/Rosa, yo no salía de mi estado de añoranza permanente.
El duelo entre los dos colores dio paso a una segunda fase, que me atrevo a describir como el lento y enfermizo letargo del color rojo. El proceso duró unos doce o trece días, en los que el verde fue acaparando de a poco la integridad del medidor. Pensé: el medidor tuvo un fallo. Eso pensé porque, a pesar del claro triunfo del verde, yo seguía indeciso entre Rosa y Vera.
Todo quedó claro un domingo, el primer domingo siguiente a la evaporación del rojo. Me acababa de despertar cuando sonó el teléfono. Era Rosa, me llamaba con una voz diferente, más parca que lo habitual, para anunciar que había dejado de amarme y además, aunque no lo dijo así, que llevaba algunos días (los días en que el rojo menguaba, justamente) enamorándose de otro.
A los cobardes nos arregla que los demás tomen nuestras decisiones. De modo que sentí alivio, no solo pena, y permanecí callado. Qué temple, habrá concluido Rosa, o más bien qué falta de temple. Yo sospechaba que tal vez tendría que buscar a Wainstug, buscarlo para contarle que había que usar al revés el artefacto: el medidor no indicaba los sentimientos del dueño, sino cuánto somos amados.
Esto pensaba, en medio de nuestra larga charla con Rosa, cuando de golpe se me ocurrió echar una rápida mirada a aquel invento, tan frágil y tan quebradizo. No sin espanto noté que el verde se había borrado, que todo era transparente en el medidor. Lo agité, lo acerqué a la luz de la ventana, el sol brillaba en el cielo y le arrancó como un tenue fogonazo al artefacto, pero nada, ningún color, ningún cambio.
«Lo siento, tengo que cortar», le dije a Rosa, que se deshacía en excusas. «Espero otro llamado», agregué con convicción.