Cuento | Por Eduardo Muslip

El turno de la noche

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Eduardo Muslip

Eduardo Muslip nació en Buenos Aires, donde reside. Estudió y trabajó en la UBA y en la Arizona State University. Es profesor en la Universidad de General Sarmiento. Publicó entre otros los libros de relatos  Examen de residencia (2000), Plaza Irlanda (2005) y Phoenix (2009) y las novelas Avión (2015) y Florentina (2017).

Ese cartel dice que estoy en el Mostaza más austral del mundo, y me da la sensación de que más al sur no debe haber más Mostazas ni ninguna otra cosa. Tantas ventanas para que sólo se vean unas tristes casas perdidas; todo parece tan frío y pelado que no dan ganas ni de mirar.

Son casi las nueve de la mañana y apenas sale el sol; parecería que acá amanece más tarde que en Buenos Aires. Allá, a esta hora, ya habría salido del trabajo.

Trabajé durante unos meses en un banco, en el turno de la noche, de doce a ocho, limpiando. Siempre estaba cansada. Dormía mal de día, y el trabajo de noche me dejaba arruinada. Mi jefa era una mujer grande, de más de cuarenta o cincuenta años, pero con la fuerza de alguien más joven: era un fresco y viejo demonio. No parecía querer a nadie, pero se ensañaba con las más chicas; entre otras cosas, debía sacarla de quicio que yo sólo tuviera veintiún años y ella mil.

Una vez me había sentado, descansando un poco, y cerré los ojos y sin darme cuenta el cuerpo se me estaba aflojando como para dormirme cuando me sacudió fuerte; sentí que me daba un ataque al corazón. Ella se rió de mi cara y dijo que ahí no se estaba para dormir, ella tan sonriente y despierta, con ese aliento a cigarrillo y pastilla de mentol. Quise estrangularla, pero al mismo tiempo se me ocurrió una idea hermosa. Al día siguiente empecé a mezclarle, en su termo de café, sedantes y otras cosas que le sacaba a mi mamá. Así hice noche tras noche, y empezó a tener problemas, que le dolía la cabeza, que el cuerpo no le respondía, que se sentía débil. De todos modos, nunca le escuché decir que sintiera sueño.

Era feo estar a la noche, pero yo peor lo pasaba a la mañana. Salía cuando el día ya empezaba, y aclaraba del todo en el viaje. Me molestaba la luz, quería dormir y no podía; en el colectivo me daba náuseas el olor a champú de limón de las cabezas todavía medio mojadas.

Una mañana salía del trabajo como siempre, y veo a Raúl. Atendía un puesto en la calle de una empresa que vendía panchos. Desde el instante en que lo vi, ya empezamos a salir; quiero decir que lo miré, me miró y no pensé cómo me gustaría estar con ese tipo sino ya estoy con él, ya estoy en la cama con él, ya lo huelo y ya lo siento y ya estoy unida a él y no nos podemos separar. Se vino a vivir al hotel, me pasé del cuarto en que vivía con mi mamá a uno sólo para los dos. Él nunca había tenido un trabajo así, fijo, y tampoco aguantaba más.  Veía el agua de las salchichas, y era como para mí el balde con el desinfectante de limón. Después me contó que mezclaba un laxante en la mostaza. Una mañana salí y lo vi atendiendo a un empleado del banco, saco y corbata y anteojos chiquitos sobre la nariz, que miraba adentro del agua de panchos con la nariz fruncida; entonces Raúl lo agarró de la cabeza y le empujó la cara hacia el agua. Los anteojos, de esos sin marco, como de aire, cayeron al agua, pero el tipo se consiguió zafar. Raúl se tuvo que ir del trabajo. Por un par de días estuvo muy serio, casi no habló; en un momento me dijo que era la primera vez que hacía algo así, y le creí, claro.

Yo seguía con el tratamiento a mi jefa. Una de esas noches me acerqué a la salita del subsuelo donde guardaban las cosas, y la vi sentada, los ojos enrojecidos, parecía tener el cerebro ablandado o acalambrado, miró hacia mí y dijo, casi sin voz, «no aguanto más». Por suerte viví ese momento maravilloso, porque a los pocos días tuve que dejar el trabajo y venirme para acá.

Mamá y Raúl se odiaban. Desde que él no trabajaba, peor. Un día que ella me estaba gritando por no sé qué él la agarró y trató de tirarla por la ventana, yo no hice nada para pararlo. Ella se zafó, y no nos denunció porque él le dijo que si quedaba libre iba a volver y la iba a pasar peor. Como para reforzar, yo le dije a mi mamá que no era de él de quien debía cuidarse, y creo que fue eso lo que más la convenció.

Pero nos tuvimos que ir del hotel; fue ahí que dejé el trabajo y decidimos venir al sur: unos pesos teníamos para pasajes, pero nada más. Fuimos pasando por la costa, y el mar estaba frío y precioso, pero no teníamos plata y entonces él asaltó al de la casa rodante. Y al del Taunus, y a los del kiosco. Siempre lo hacíamos de noche, pero no mucho, yo odiaba acostarme demasiado tarde.

Cuando fue lo de la casa rodante yo estaba ahí al lado mirando, y todo estuvo bien, pero cuando asaltó al del Taunus sí me impresioné un poco: el tipo ya estaba medio muerto pero justo miró para mi lado, no pidiendo ayuda, me miró como si yo fuera un espíritu, algo maligno, la verdadera culpable, no sólo del robo o de los golpes sino de no sé qué. Casi interrumpo a Raúl y le pido que nos vayamos, pero no lo hice y todo terminó enseguida y bien, y nos fuimos igual. Ayer fue lo del kiosco, ahí miré pero no quise que me vieran, y no sé si hice bien o si hice mal porque mataron a Raúl. Yo siempre le decía que se cuidara de esos tipos tan grandotes y fofos, parecen pavos engordados para que los coman o para que hagan las hamburguesas de acá pero pueden reaccionar fuerte y con ganas. Ese tipo lo mató anoche y, cuando me fui a dormir, fue raro estar sin Raúl; quién sabe qué será de su cuerpo. Y no me siento muy bien, pero me acuerdo de cómo me sentía cuando salía del trabajo y eso sí era lo peor.

No sé si todo estuvo bien o mal, pero, ¿qué podíamos hacer? ¿Quién nos daría algo como para vivir tranquilos, sin oler a panchos ni a detergente, sin hacernos la vida imposible? Yo querría ser como una de esas chicas de las propagandas, sin olor ni preocupaciones. Él decía que todo iba a ser mejor en el sur, pero no se ve mucha diferencia. Me acuerdo que, cuando era chica, yo estaba sola por la calle, y entré a un lugar como este, y le pedí como siempre algo a cada uno, unos me daban, otros no. Un hombre bien vestido, con sobretodo, de unos treinta y pico, miraba unos cuadernos, o libros. Me miró y me dijo que me sentara, me compró un café con leche, y yo lo tomé de lo más tranquila delante de él; para entretenerme, me dio unos papeles y una birome roja y un lápiz: yo estuve un buen rato dibujando ahí, él casi no me hablaba, seguía con sus cosas pero yo sabía que a él no le molestaba que estuviera. Todo era lo más natural del mundo, y así podía seguir siempre: todo estaba bien, no tenía que tener miedo de nada, ni mirar a los costados; yo dibujaba pero no dibujaba nada de lo de afuera, sólo lo que salía de mi cabeza, y de mi cabeza salían cosas hermosas. Tampoco sentía que tuviera que preocuparme por lo que pasara después. Me acuerdo que me pidió que le regalara uno de los dibujos, y yo se lo regalé, pero después se fue, claro, y ahora de golpe me siento tan, tan mal. Necesito fumar. Le podría pedir un cigarrillo a ese tipo que está leyendo el diario; a Raúl no le gustaba que fumara, igual ya no importa. Está muy concentrado en el diario, bueno, ya va a levantar la cabeza y mirarme. Quiero sentirme mejor. ¿Cuándo voy a sentirme bien, y tranquila? ¿Qué me puede pasar ahora? Más al sur no hay nada, y me parece increíble que en un rato tenga que pararme, irme a algún lado, como si afuera hubiera algún lugar donde ir.

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